"Te estoy buscando, Sofía" -Cuento corto-

1 comentarios jueves, 27 de octubre de 2011
No la encuentro, hace dos semanas que la busco y me resigné. Dice mi jefe que para encontrar algo primero hay que dejar de buscarlo, asi que eso haré. Espero no lo interprete como que no me interesa saber quién es. Tengo un nombre: Sofía. Estuve con una amiga de ella hará un mes y le pude sacar sin que se diera cuenta algunos datos como para encontrarla.

Sé que vive sola, sé que viaja en subte todos los días, sé que trabaja en Buenos Aires. No son grandes datos pero es mejor que nada. Con mi paciencia a prueba de tiempo la estuve buscando pero el método no me sirvió. Me puse en un extremo del andén de la estación Medrano, línea B. Sé que baja ahí. Desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde espero verla. Tiene pelo negro largo y suele llevar una cartera, Sofía. Esos datos tampoco me ayudaron, son muy generales.

Estuve cerca, o creí estarlo, un par de veces. Seguí a dos supuestas Sofía pero no eran, me lo dijeron y yo les pedí disculpas porque a como estamos me podrían confundir con un ladrón. Vuelvo a mi casa a veces derrotado y con la sensación de tarea en vano. Algo me dice que igual lo tengo que hacer. Bueno, alguien me lo dice, también.

Sofía tiene 30 años, un pasar humilde, cierta resignación en el presente, algún sueño. Quiero ser parte de lo que de acá en más le pueda ocurrir, le tomé cariño con el tiempo. O más cariño. Mis amigos me dicen que no debo ilusionarme con encontrarla, sobretodo porque ella no parece necesitarte tanto, sino ya te hubiera hallado, eso me dicen. Pero no los oigo, o sí, pero tengo mi teoría. Nadie que no sepa bien qué necesita puede andar buscando lo que le satisfaga. Porque no lo sabe, sencillamente.

Desde hace dos semanas ya le dije a mi jefe, a mis amigos, al destino mismo, que estoy por tirar la toalla. Hoy es viernes, último día de la semana.
Me voy a la estación Medrano de la línea B, se me hace tarde. En una de esas pasa. Y se acuerda que pidió por mi, que acá estoy.
Que al que quiere, ayudo. Y al que me encuentra, también.
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"Vos, hablando de vos" -Cuento corto-

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Situación uno: Bueno, ¡al fin viniste!. Hace media hora que te estoy esperando, ¿por qué tardaste?. No sé para qué arreglamos en un horario si después aparecés cuando se te ocurre. Te perdono, siempre te perdono. ¿Trabajaste mucho?. No te lo creo, andá a engañar a otra, yo sé que ahí se rascan de lo lindo, no creo que por eso hayas llegado tarde.
Cuando yo llego tarde ponés cara, la vez que fuimos al cine y tardé 15 minutos me lo recriminaste. Igual, tuve un día de locos, ni de pelearme tengo ganas. Bah, ya se han peleado conmigo hoy. ¿Podés creer que el desgraciado de Giménez me pidió una rendición de cuenta de 1987?. Yo no trabajaba en ese momento, había otros, ¿cómo puedo saber dónde estará eso?.
Intenté decírselo de buen modo, sí. Pero hay que gritar, sino no te escucha. Ahora me van a ayudar dos más a buscar esa bendita rendición. ¿Vos que contás?. Sos aburrido, negro. Te lo dije mil veces. Me hablás de tus compañeros y me duermo.
¿Qué cosa divertida me podés contar de laburar en un call center?. Nada, por eso ni te dejo hablar de tu laburo, contame de otra cosa. Sí, vamos yendo hasta London, quiero tomar café. ¡Contate algo, che!.
Sos de terror, tenés lengua pero no palabras, Ceci me dice que le parece que yo te inhibo. Esa está mal de la cabeza, ¿qué nos tiene que venir a decir algo a nosotros?. Pensaba que se acerca el aniversario, supongo te acordabas. Tres años de novios, ya sos como de mi familia. Ayer a la tarde me compré una planta para mi casa, si tengo que esperar que vos me regales algo puedo volverme vieja.
¿Estás apurado? Acelerás el paso. Ah, dale, que el semáforo corta, si. Esperemos no haya mucha gente en London. No me agarres de la mano en Florida, te lo dije cien veces. Dale, llegamos. Bueno, ¡elegimos mesa y todo!. ¿Vos qué querés?. Yo un café bien cargadito, capaz que un tostado de jamón. Pedí vos mientras voy al baño, negro. Uh, me acordé, me voy a comprar medias, es un ratito y vuelvo.

Situación dos: ¿Dejó pagado todo y se fue?. ¿Está seguro, mozo?. No estoy para las bromas, ¿dónde se metió este tipo?. Es un chiquilín, un tonto marca cañón, nadie me lo dice pero yo lo sé. Debe andar por ahí, ya va a volver, soy lo más maduro que tiene, es como un nene, seguro me está haciendo una escena. ¿Con todo lo que me tengo que aguantar en el laburo encima esto!. Mozo, traeme el tostado, tengo hambre.

Situación tres: ¿Te dijo que me dieras esto a los 15 minutos? Ah bueno, es de cuarta, encima le hacés caso. Una carta, a ver. Se piensa que tengo cinco años, es un infantil. Encima que le doy mi tiempo, el poco que tengo.
“Fabi: quise decirte esto muchas veces pero no me dejás. O yo no tengo palabras, quizás. En esta última vez te contesto por todo lo que me preguntaste: en el trabajo estoy bien, nunca me dejás contarte pero ando bien. Con mis compañeros, los que no son divertidos, si, queremos hacer una empresita de informática, venta, arreglos. Nunca te lo dije, o ahora te lo digo. Trabajo mucho, si es tu duda. Ocho horas escuchando gente que no para de hablar sin decirme nada. Aquella vez del cine…si, llegaste con la película empezada y te enojaste con el horario y no con tu tardanza. Y la culpa fue mia según vos, por querer ver esa película. Que vos habías elegido. Lo último. Ceci tiene razón. Me inhibo. En todo. No respiro, sólo escucho, y estoy con alguien que sólo se escucha. La culpa es mia. Te dejo pago el café, en una buena mesa. Te dejo esta carta. Me dejaste solo, acá. Te dejé hace mucho”. Firmado: Sergio.
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"Luciana, a lo lejos" -Cuento corto-

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El viento golpeaba haciendo ruido en sus oídos, ese persistente zumbido que no para. Luciana quiso quedarse un rato más mirando el final del cielo, confundido allá a lo lejos en un poco de nubes. La tarde del jueves se iba lento y desde el mirador del lago Traful ella se sentía tan chiquita como su ánimo.

Puso los dos brazos sobre el pasamanos, se sintió moverse al ritmo del viento y se alejó un poco. Descubrió que tenía miedo a las alturas. Con 20 años lo acababa de notar. Se paralizó: miró hacia adelante, vio al sol intentando pasar por entre las nubes y llegar al lago. Pensó en el Espíritu Santo aunque se acordó que ya no era católica. Que escapó desde chica de todo lo que pudo. De sus padres primero, luego de la religión, de su barrio, del colegio. De ella. Hacía tres años vivía ahí y seguía escapando. Estaba triste de descubrir lo que nadie le dijo. Que escapar de lo que no nos gusta a veces no es marcar un rumbo, sino directamente no tenerlo.

Temblaba, Luciana. Frio, miedo, las dos cosas quizás. Se tomó fuerte de la baranda y se puso a llorar recordando eso que le molestaba en su conciencia. Una vez, una sola vez alguien le dio una chance. Y ella la ignoró. Gritó algo fuera del diccionario pero desde su alma, sacó el dolor, se limpió las lágrimas. Bajó del mirador. Se sentía con un deber, el de encontrarla. Llamó por teléfono a los dos números que tenía pero ya no eran de esa persona. Sacó pasaje en micro y luego de tres años volvió a Buenos Aires. Con una mochila como toda compañía tomó el 132 hasta Flores. No recordaba cómo poner las monedas en la máquina y la ayudaron.

Se bajó y caminó tres cuadras hasta Yerbal, de memoria. La casa con la ligustrina al frente, entremezclada con el rosal, seguía frondosa. Tocó timbre con su dedo índice temblando, no había avisado que iba. Ladró un perro que no conocía, escuchó llaves detrás de la puerta y ahí la vio. “¡Luciana, mi amor!. ¡Qué sorpresa, nena!”. Se abrazaron y Luciana preguntó si recordaba qué le había dicho hace tres años cuando enojada vio que ella se iría. Y su tía le respondió: “Que acá estaba todo lo que vos ibas a buscar en otro lado, que tu destino era ir para volver”.

Luciana pudo alquilar su casa del sur, pudo encontrar trabajo acá: en una agencia de turismo vendiendo paquetes turísticos…al sur. Pudo también aprender a manejar la máquina en el colectivo y poner las monedas.

A los dos meses estaba sentada en el 132, volviendo de su trabajo, y abrió la ventanilla. El aire entraba y le hacía un poco de ruido en los oídos. Como alguna vez aquello que fue a buscar y tuvo ante ella. Un segundo antes de darse cuenta.
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"El silencio heredado" -Cuento corto-

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Agosto de 1982. Germán tenía ocho años y dormía como podía, espantando mosquitos que parecían picarlo a él y a nadie más. La casa de su abuela y las dos tías en San Isidro era muy extraña, ciertas cosas le ocurrían y decirlas en voz alta sonaban siempre a alguna mentira infantil. Una sola vez dijo que había mosquitos cuando dormía y su abuela lo calmó: “No mientas, Germán. Hay una tela mosquitero”. Y era cierto, ¡pero los mosquitos estaban del lado de adentro!. Sin mucho derecho a queja dormía sabiendo que era por unos días nomás, hasta que volviera a su casa.

A las seis y veinte de la mañana su otra tía lo despertaba y le preparaba el desayuno. Comenzaba su rutina. A Germán lo llevaban al colegio en auto cuando se quedaba en lo de su abuela. Una de sus tias guardaba el Citroen “ranita” color rojo en una especie de galpón junto a coches de vecinos. Todos los días caminaban hasta ahí, Germán abría el portón oxidado y esperaba que su tía sacara el auto para luego cerrarlo. Escuchaba el silencio del barrio, los grillos que en el amanecer sonaban fuerte y un poco de miedo le daban. Luego el espectáculo de viajar, a él le encantaba viajar en auto porque lo hacía pocas veces.

El Citroen tenía la palanca al lado del tablero, hacía un ruido muy particular, siempre daba la impresión de motor ahogado. Mientras iba por Panamericana rumbo a capital él prendía la radio y apretaba la botonera buscando frecuencias hasta que su tía se enojaba y le pegaba con autoridad en la mano. Entonces Germán miraba el piso. Y en el piso, el asfalto de la Panamericana. El proceso de cataforesis no había llegado al Citroen y solía verse el suelo en pequeños círculos oxidados. O en realidad no verse, para ser precisos. La tía ponía Radio Continental, Germán escuchaba las voces y se dormía un poco.

Cuando estaba por llegar al colegio se daba cuenta por el ruido de bocinas del centro. No había diálogo en todo el trayecto. La miraba a su tía que movía los labios como hablando con ella misma, con el ceño fruncido. No preocupada sino ocupada, su mente. Era un gesto que a veces él también hacía. Le gustaba a Germán mirar a la gente, su tia le parecía tan amable desde lo que hacía por él, más allá de si lo transmitía, se sentía protegido de algún modo. En la puerta del colegio Germán puso su brazo arriba del de su tia, quiso jugar. Ella le hizo cosquillas detrás de las orejas y ambos se rieron.

Para él llegaba un gran momento. Bajarse de un auto en la puerta del colegio sentía que era algo parecido a la llegada de Colón a América: todo un acontecimiento que no fuera ni en tren ni en colectivo, lo habitual. Cerraba la puerta con parsimonia para oírla. Germán estaba medio dormido. El cuello de la camisa celeste tenía una ballenita quebrada y se subía, sin solución. Se dio vuelta para saludar a su tia pero ella se estaba yendo, le hizo señas y volvió a parar el auto. Por la ventanilla abierta le dio un beso y el gesto de los dos brazos por sobre los de ella. “¿Por qué tenés ronchas?”. Y Germán le dijo que no lo sabía. “Vos tenés que hablar con los mosquitos a la noche así no te pican, como hago yo. Después te enseño”.

Le guiñó un ojo y él se sintió aliviado de saber que alguien más veía los mosquitos en la casa de su abuela. Por la tarde volviendo en el auto escuchó el plan. Su abuela se iría a comprar y con la casa sola ellos tirarían insecticida sin que se dé cuenta. Esa noche no zumbaron mosquitos y la abuela seguía creyendo que jamás los hubo.

Germán se sintió parte de algo, de una complicidad. Estaba feliz. Con qué poco uno es feliz de verdad, pensaba él al otro día viajando en el Citroen y mirando de nuevo a su tía, hablando en silencio con ella misma. Como él también hacía. Otra complicidad.
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"Marisa empieza hoy" -Cuento corto-

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Marisa se puso de pie en la oficina. Abrió la cartera y comenzó a llenarla con casi todo lo que había arriba de su escritorio. Levantó el vidrio de la mesa, sacó un almanaque y una estampita de la Virgen del Rosario. Se llevó el pad del mouse, decorado con unas flores de gomaespuma algo gastadas por apoyar la muñeca ahí. Sacó las dos rosas que siempre compraba y vació el florero porque era de ella, lo envolvió en un pañuelo.

Miró el portalápices: las cuatro lapiceras eran suyas pero se llevaría la que mejor estaba, sin culpa. Abrió el cajón, que era el organizado caos en donde todo encontraba. Miró la máquina abrochadora con un dilema: era de ella pero los ganchitos del Ministerio. La vació, dejó los ganchitos tirados dentro del cenicero. De un cuaderno en blanco arrancó las hojas usadas y lo puso en un costado. Desenchufó el cargador del celular, lo metió en la cartera. Por sobre el divisor de durlock le dio a Noemí un libro que siempre le reclamaba y ahora encontró en el final del cajón: no lo leyó nunca, pero le agradeció igual.

Cuando cerró la cartera parecía una valija, pesaba mucho. Nadie notó lo que había hecho Marisa, se fue de la oficina llevándose lo suyo pero a las 17 ahí todos se apuran por tomar el ascensor y bajar primero. Viajó con tres compañeros y dos Secretarios pero nadie reparó en su cara triste durante los siete pisos. Sin mirar hacia atrás, no quería ponerse a llorar, buscó la puerta y enfiló hacia la claridad de la calle que apenas se veía desde ahí. Vio pasar los autos y resopló con tristeza, se mordió el labio inferior, se acomodó el pelo detrás de las orejas como tic de nervios.

Fue hasta la esquina, dobló por Combate de los pozos, hizo media cuadra más. Cruzó a buscar a la tintorería el trajecito sastre color gris, tan usado y cuidado durante años. Lo pagó y puso cara de ya no volver ahí. Se fue a tomar un café.

La esperó y Ella llegó, puntual. Le preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer y Marisa le dijo que sí. Porque todo es siempre empezar de nuevo, porque el incentivo para ser mejor lo debía encontrar en ella y no en esa oficina. Porque entendió que su única seguridad al final era ese trajecito gris dentro de la bolsa, tan suyo como el orgullo de tenerlo sin manchas. Con una servilleta Ella le secó algunas lágrimas. La consoló diciendo que la esperaba ahí y no en otro momento, que estaba feliz de hacerle bien.

Pagó el café y se fueron. Las dos para el mismo lado. Marisa, y la segunda mejor parte de su vida.
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"Para Romi"

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Le dije de la forma más cobarde que se fuera. Se lo dije mientras soñaba. Cuando vuelve todos los días indefensa, no para atormentarme y yo lo sé. Exijo las cosas mirándola a los ojos, no recuerdo hablar en los sueños, la miro. Porque habíamos logrado encontrar el diccionario de lo que no se dice con palabras, y como su vida, se dio todo vertiginosamente. Nunca sabré si ella se adaptó a mi o yo me adapté a su ritmo, pero es un placer cuando coinciden senderos de palabras no dichas. De miradas. Intenté eso anoche. Decirle que cedo. Que cedo ante el recuerdo, que me rindo, que lo sabe, que no insista, que me comprenda. Le dije sin hablar que no extraño lo que no veo. Extraño lo que vi, lo que sentí, lo que no decidí ver más. Su recuerdo me lo trae ella a mi cabeza todas las noches. No me tortura, dejo que se acomode, que sea a su modo una compañía. Como en los silencios sé, tengo un par de silencios amigos. Le decía que padrino y ahijada era una buena forma de practicar lo impracticable para mi, que sería formar familia. Y ella (sin hablar) me dijo que era un honor ser parte de eso. La volveré a ver esta noche. Y le diré que ella está en algún sitio, y yo sin ella aun no sé donde estoy.
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"Mañana le pregunto" -Cuento corto-

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No me habla, no me contesta. Baja la mirada y parece que tiene poder pero conozco esos ojos, es puro teatro. Respira hondo para sentirse seguro y en realidad es la exhalación propia del miedo. Cuando nos agitamos, satisfacción o miedo no se distinguen. Me pone nervioso no saber cómo empezar a preguntarle por él. Tengo dudas cuando lo veo, siento que no es el que me muestra, porque se esfuerza en crear una imagen pero yo no me creo esa imagen. Se calla por estrategia, quizás también porque nada tenga para decir, me voy a anotar esa pregunta para hacerle, y cuál es la diferencia.

Todo lo que sé son suposiciones. Es lo que los demás dicen que es él. Y eso es dejar hablar al mundo sobre uno, en mi opinión demasiado. Espero acepte que crea que su estrategia no le va a resultar en el tiempo. Uno tiene que valerse a partir de sus acciones y no en la detención permanente para fijarse qué tal salieron las cosas: en eso se suele transformar la mirada del otro. Es como ir en un auto y bajarse cada dos cuadras para ver si de afuera todo funciona correctamente.

Para hacerlo feliz, diré también lo que veo de él pero sin adularlo porque no se lo va a terminar creyendo. Estudia los silencios, me di cuenta que mira a la boca de quien le habla, cree en que los gestos dicen todo de uno. Incluso lo que no queremos. Voy a terminar pensando que es peligroso preguntarle cosas. Una idea parecida a la de una pared con muchos cajones y en un cierto orden a veces se me representa cuando lo escucho hablar.

Alguien estructurado debe saber qué es el futuro. El de él, el mio y el de todos. Quiero que me diga qué será de mi vida, ya que parece tan en sintonía con lo que viene. Yo no tengo idea de futuro. Siento que voy avanzando y a la vez borrando el rumbo, que uno camina hacia adelante por inercia, que a veces se deja llevar, que cosas o gente hacen que aceleremos hacia ese lugar que no sé cuál es. Creo en un camino con cierta soledad, querría saber qué dice él, quizás esté de acuerdo o no.

Es tarde, tengo sueño, estoy engripado. Mañana me levantaré temprano y le preguntaré a él todo. Absolutamente todo. Cuando me mire al espejo.
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"El inconstante" -Cuento corto-

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De pronto había salido el sol y Ariel no sabía qué hacer con su paraguas. Lo llevaba sin ajustar y cuando caminaba a veces se le abría porque estaba algo viejo el broche de la tela. Para evitarlo lo sostenía de la parte del medio aunque para ir por Pueyrredón eso era definitivamente incómodo. Salía de renunciar al tercer trabajo en cinco meses y tenía por eso una especie de felicidad que hasta a él le molestaba. Una inconstancia a trabajar llamativa, desde hace años.

Iba esquivando puestos callejeros, mesas repletas de juguetes, medias, relojes, fundas para celulares, cordones de zapatos. Caramelos. Vio que vendían caramelos y se le antojó uno aunque desconfiaba de la procedencia callejera. Fue hasta una pared y apoyó el paraguas para poder sacarle el papel con las dos manos al bendito caramelo de limón.

En el piso Ariel ve un hilo blanco. El color bastante acentuado, casi que brillaba en medio de ese suelo transitado. Toma de nuevo el paraguas y sigue mirando el hilo. Gira a los dos metros, se mete en la galería de la estación Once. Hacia lo lejos comprueba que entre medio de la gente el hilo parece remontarse hasta el final de la terminal de trenes. Comienza por tomarlo con su mano izquierda y avanza. Cuando era chiquito Ariel tuvo un inconveniente: agarró un cable de un alargue con la mano, confundió cuál era el extremo enchufado y le dio una patada que fue más que patada, susto. No tocó jamás un cable y de eso se acordó.

La gente parecía ignorarlo en su caminata absurda. Sobre la avenida el hall tiene tres escalones y los subió con dificultad, la humedad le hacía doler el ciático y se sentía un viejo. Aceleró porque vio que el hilo estaba más flojo. Sobre su derecha en la entrada a los baños, un chico sentado en el piso. Tendría menos de 10 años, estaba algo sucio y tenía en la mano un ovillo blanco de lana. Ariel no sabía si retarlo o sentirse antes un tonto por haber seguido al hilo.

Se acercó y el nene seguía concentrado en el ovillo. Le dice ¿Sabés que casi me hacés caer?. Tené más cuidado, lo dejaste desenrollado desde la calle. El nene dijo “Sí”. Ariel se sintió menos que un poco de lana y le preguntó por qué hacía eso. “¿Qué cosa?”. Lo de desarmar un ovillo. “Lo estoy armando”. ¡No, si la punta estaba casi a la altura de mis pies allá a la vuelta!. Y el chico lo miró: “Yo lo estaba armando desde acá. Usted vio el final del hilo, no el principio”.

Ariel se rascó la cabeza, interpretó lo que le quisieron decir. Pensó que por segunda vez en su vida confundía el extremo de un cable y que posiblemente haya recibido otra patada. Ahora con forma de niño. Lo ayudó a ponerse de pie, le dio comida, lo alimentó.

El chico le dijo que todos los días iba a estar ahí. Tuvo suerte Ariel: ya de grande encontró en una estación de tren a su olvidada constancia. Hecha un ovillo.
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"Una revista, para ti" -CC-

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Situación uno: Rubén va en bicicleta hasta el puesto de diarios de su colega a las cinco y cuarto de la mañana. Fria mañana. Allí el repartidor deja todos los diarios y luego se van dividiendo por zonas, ese día además llegaban las revistas, era miércoles. Con cuidado ató su parte detrás de la bici y desandó el camino.



Abrió su puesto, acomodó los diarios por orden alfabético, costumbre de maniático. Las revistas adelante del negocio, justo debajo de las golosinas. Esperaba que María fuera a buscar la revista “Para ti” de todos los miércoles, que le pagara justo y lo mirara agradecida, ese gesto de cariño a los ojos que Rubén una vez a la semana esperaba.



Hace dos años se separó y como suele suceder en las ciudades chicas fue rápido comentario entre todos sus clientes. Estuvo harto del género femenino y a la vez necesitó de ellas, la típica angustia post trauma. No estaba en edad de ilusionarse con miradas pero María era especial. ¿A qué hora iba a llegar?. Siempre va a las once de la mañana y son diez y media.






Situación dos: hay un tango que se llama “nunca tuvo novio”. María recuerda a su tía Noemí, vieja solterona, escuchando en la radio ese tema sentada frente a una ventana. Hoy la radio AM justo pasa ese tango y María se ve a si misma frente a una ventana, coincidencia nomás. A diferencia de Noemí su tia, ella colecciona fracasos e intentos a montones.



El último fue antológico: vivió (ese proyecto de vago) en su casa unos tres años y cuando quiso formalizar se ofendió y se fue. Eso sí, dejó deudas y todo. Costó mucho volver a la rutina en el barrio y pensó en mudarse para cambiar de aire (y hombres) pero se quedó, encariñada con los malvones y el rosal del fondo de su casa.



Le parecía divertida la “Para ti”, sobretodo esos test de 10 preguntas para mujeres al que luego hay que ir sumando puntaje para un resultado y definición. Siempre soñaba entrar en algún ítem pero no lo lograba, ese miércoles adelantó la rutina unos diez minutos y fue al puesto de diarios.






Situación tres: Rubén ve venir a María. Carraspea para tener voz más grave, ensaya en dos segundos algún saludo despreocupado, está nervioso como un chico. Saca un chocolate y lo separa, como para dárselo junto a la revista. Ella tenía una pollera con tablas, floreada y larga. El pelo suelto y cierto andar cansino que le daba ritmo. Rubén deja de mirar, de mirarla, para no hacerse notar. No había nadie y no le importaba nadie más.



Ella tuerce un poco su cabellera y lo saluda. Antes de decirle algo Rubén le alcanza la “Para ti”. Se fija el precio y le dice que aumentó, ¡vaya situación para hablar de eso!. Vale ocho pesos, le da diez. Él le alcanza el vuelto y debajo de la tapa el chocolate que hace equilibrio para no caerse. Ella enrolla la revista y le agradece mirándolo a los ojos, el momento de luz del dia para Rubén. Y se va. ¡Se va!. La miró irse como esperando que se diera cuenta del chocolate pero tenía tan enrollada la revista que ni siquiera se cayó al suelo.






Rubén no sabía donde meterse. No salió a decirle nada por vergüenza, y por vergüenza tenía ganas de hundirse en un pozo y no salir más. Golpeó su frente contra la mesa, se quedó en esa posición maldiciéndose. “¿Y esto?”. Lo interrumpe la pregunta de María, que entró con el chocolate en la mano. Es para vos, espero no te ofenda, dice él, poniéndose derecho de repente. La miró y notó sorpresa más que rechazo.



María lo volvió a mirar a los ojos, por segunda vez en el dia. Y le dijo “me gusta ese cartel que tenés ahí atrás. ¿Le estaremos haciendo caso?”. Él no supo más que decirle que sí, que puede ser.






A la semana, después de tanto tiempo para ambos, Rubén y María lo estaban intentando.






Y él puso el cartel en la entrada para que le suceda a otros: “La suerte es un diario que sale todos los días, siempre. Quien lo sabe, lo ve”.
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"El trabajo de Sabrina" -CC-

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Cuando estaba nerviosa siempre Sabrina movía su pie derecho, lo golpeaba contra el piso y hacía ruido. Para evitarlo cruzaba las piernas. El inconveniente es que para una entrevista laboral cruzar las piernas podría interpretarse de cinco mil maneras y seguramente ninguna sería de su agrado. Puso la espalda derecha, juntó las rodillas y las dos manos en la falda, una sobre la otra. La mano izquierda tenía los dedos cruzados y con la derecha tapaba la cábala.






Le habían dicho que la cabeza siempre debía estar de frente para escuchar. Inclinarse hacia uno de los oídos le dijeron que no era correcto, cuidó el detalle. Sentía que le iban a decir que sí pero su futuro jefe estaba con ganas de hablar. Sabrina pensó en el pasillo camino a la oficina: estaba en el final de una sala y parecía todo un avión por dentro. Filas de dos o de tres mesas una al lado de la otra.






El jefe (futuro) seguía hablando bien de sí mismo hasta que ella escuchó, por fin, la felicitación por haber sido elegida. Dijo “gracias”. Que era un honor, que…no la estaban escuchando, no pudo seguir y el jefe continuaba hablando.






Recordó Sabrina a su hermana. A los 20 años le había conseguido su primer trabaja. Separaba cartas simples de certificadas en la vieja E.N co.Tel y también vendía estampillas. En tres años la pasó dentro de todo bastante bien, salvo que su jefe cuando la miraba le molestaba bastante.






Luego trabajó en una perfumería. Ocho horas, seis días a la semana. Como era callada bajaba la cabeza y soportaba bastante. Piensa en Emilse, comprendiendo que para jefe déspota no hace falta ser hombre. La suspendieron tres días por plegarse a un reclamo: sillas para las chicas que atendían al público.






En el tercer trabajo fue donde más duró. Secretaria de un fulano, amigo de un mengano. Escribanía Costa Mendez. Todos de traje, todos hablando bajito, todos sospechosos. Pero pagaban bien. Funcionaban tipo logia. Sabrina miraba por televisión todas las noches la novela “El elegido” y los “Nevares-Sosa” le sonaban tan parecidos que a veces se reía. Después de cuatro años un día prendió la computadora y se negó a mover el mouse. Se fue. Estaba cansada de vestirse siempre igual, de verse como un robot. Harta de ser amable cuando no lo sentía. Con su hermana de chica soñaba ser pintora de cuadros. Pero los sueños que no dejan dinero son rápidamente desechados, sentía envidia de los realizadores. Aquellos que juntaban deseo con oportunidad.






Estaba ahora a punto de obtener algo por lo que no había luchado ni soñado. Aunque para variar iba a aceptar, otra vez, en silencio. El jefe (futuro) le siguió hablando y Sabrina volvió a la realidad cuando le preguntaron ¿podría empezar hoy mismo?.



Ella lo miró y le dijo lo que salió. “No, muchas gracias, ya tengo trabajo”.






Y esa tarde Sabrina se anotó en un curso de pintura.



Empezó a trabajar a los 31 años. Por ella.
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"El espectador oculto" -CC-

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Celos. Tardaría en reconocerlo pero sentía celos. Ese calor que sube por el cuello y genera rabia, ante algo que definitivamente molesta pero no podemos expresar al otro. Hasta que podemos. Raúl tenía celos y estaba claro. Su novia va a comprar ropa al shopping y él se entera después y no antes. Le ofrece su tarjeta de crédito para que la use como quiera y de paso estar ahí con ella pero Melina se niega, quiere ir sola.






¿Por qué me esquivará? se preguntaba Raúl. Alguien debe estar viéndola, no puede ser, me lo debe estar ocultando para que no me ponga mal, en cuanto deje el teléfono en la mesa me voy a fijar quién le habla. ¿De quiénes desconfía Raúl?. De todos. Siente que pasa cada vez menos tiempo con ella y a Melina la nota cada vez más feliz. Un día le dice que se verían a la tarde y Raúl la sigue casi todo el dia. Se pone enfrente de la puerta de la oficina, la ve entrar y luego salir en horario, de ahí al gimnasio. Maldito gimnasio. ¿Qué hará ahí?. ¿Con quién se verá?. A la hora y media Melina sale, va a un local de ropa en Palermo en el fondo de una galería, no puede verla. Cuando sale se agacha dentro del auto como los detectives en las películas.






Habían pasado unas diez horas y hacer de investigador era cansador e inútil. Se fue a su casa y la llamó por teléfono, quedaron en verse. En un bar Melina con cara de cansada le contó su jornada, tal cual Raúl la había presenciado como espectador oculto. Quiso aparentar que no sabía de su rutina y se pisó: le dijo “vos fuiste al gimnasio hoy”. Y Melina abrió los ojos grandes. “Sí, tenés razón, ¿cómo sabés?. Yo vivo cambiando el horario y además ya no estoy yendo mucho”. Raúl tragó saliva y se puso colorado. Quiso volver sobre sus pasos pero ya estaban todos dados, y hacia adelante.






La tomó de las dos manos y le dijo la verdad. Que había desconfiado de ella, que por primera vez tuvo celos, que eso jamás le había pasado, que se sentía con bronca, que esto empezó porque la veía hacer cosas en soledad. Que se sintió menos. Y ahora, muy avergonzado de ser como no suele ser. Melina lo miró con ternura y se lo dijo directamente: “Yo también me sentía rara, dejé de ir al gimnasio y como estaba débil hace un mes y medio fui al médico. Estoy embarazada”. Raúl se apoyó en el respaldo de la silla con toda su espalda, se puso la mano en el corazón como cuando uno recibe una noticia importante.






¿Pero quién te hablaba por teléfono?. “El médico”.



¿Pero para qué ibas al shopping sola?. “¡A mirar ropa de bebés!”.



Pero…¡si te vi entrar al gimnasio hoy!. “Sí, pasé a saludar a las chicas y me quedé hablando con ellas. ¿Seguís celoso?”.






Raúl pasó de ser un estúpido y precoz celoso a ser un detective bastante malo. Melina además de perdonarlo, lo entendió. Con cierta filosofía se sintió hasta importante. Y ahora serían tres.






La gente a veces no duda de lo que ve. Tiene terror, pánico, a lo que no ve.
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"Te alejo, te necesito" -Cuento Corto-

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Ayer vino a buscarme. También había venido hace dos días. No me encontró, me negué a verla, me escondí. Creí que detrás de una pared no se iba a dar cuenta que estaba, pero todo lo ve. Y vuelve, y es insistente, molesta. Decido alejarme, que es otra forma de esconderse.






Me voy lejos, me tomo un micro rumbo a la costa. Quiero ver horizonte para no sentir que me está siguiendo. Llego. Miro el mar, pienso en estar allá donde agua y cielo se juntan pero se tomaría un barco y me iría a buscar al mismísimo confín de la tierra. Me doy vuelta y a Dios gracias no estaba detrás, camino con las zapatillas puestas con dificultad por la arena.






En la orilla se toma aire aunque uno no quiera, siempre sopla viento y me relajé un momento. Pero hay otras huellas en la arena, no estoy solo. Acelero sin mirar a los costados, tengo miedo. Subo al micro y me vuelvo a los dos días. Un fin de semana de mi vida se fue tratando de escaparme, ya era lunes. Seguramente tendría otra vez su visita.






El miedo es en algún punto deseo, porque si no viniera estaría también preocupado. Hice mis cosas habituales, trabajé, pensé, vivo pensando. Eran las seis de la tarde y tiré la toalla. Había pasado una semana de persecución. Pedí al de arriba que apareciera nomás, que estaba preparado. Una noche, luego dos. Ni rastros. Estaba intrigado de quien me persiguió tanto y cuando debía aparecer, no había señales.






Y salí yo a buscarla, sabiendo donde encontrarla. Quería ir a recriminarle el juego histérico que no me merecía, el sentirme usado. O aparentar que lo estaba y que no vea lo necesario que se volvió para mi durante tantos días. Que la extraño cuando nunca la tuve. Me dieron direcciones en donde hallarla, pálpitos y corazonadas de quienes la trataron y eran amigos. Con placer silencioso fui a todos esos lugares, en el último cifré esperanzas.






Y ahí estaba. Mal vestida, mal tratada de tanto rechazo, con cara de cansada.



“Te vine a buscar yo, después de tanto que vos me buscaste a mi. Perdoname”.



Ella apoyó su cabeza en mi hombro. Suspiró y me miró. Me dijo que sí.



“Prometo no abandonarte más”, susurré.






Y abracé fuerte, muy fuerte, a mi destino.
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"Buscando la calle"

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¿Por dónde era?. Camilo estaba perdido dando vueltas con el auto, no encontraba la calle Padilla. Su hermano lo estaba esperando ahí pero él no conocía la zona. Como socio firmaban siempre los dos juntos cualquier emprendimiento pero esta vez Lucas fue el impulsor del negocio. Llegaba tarde. Las esquinas no tienen los carteles con sus nombres, tienen la chapa color violeta que con dificultad le ganan al óxido con sus letras blancas.






Ante cada esquina aminoraba la marcha, buscando la calle. No lo vio. O no lo vieron, a esta altura da lo mismo. El 68 con caja automática vendría en segunda, quién sabe. Lo real es que no frenó y primero tocó al auto adelante y luego éste hizo un trompo y dio de lleno la parte del conductor contra el costado del colectivo. El chofer frenó y los pasajeros gritaron, algunos se fueron hacia adelante por el efecto del cimbronazo.






Camilo se desmayó, se durmió. Vio que intentaron abrir la puerta de su coche, que le hablaban pero que no podía hacer gestos con las manos. Apoyó la cabeza en el respaldo y supuso que la cosa iba a ser eterna. Pudo ver que llegaron los bomberos, que de algún modo cortaban los hierros del hasta hace media hora auto caro y respetable. Que lo sacaron de ahí, que lo subieron a una ambulancia. Que acostado sentía que viajaba dentro de una coctelera, que dos personas le hablaban. Que llegaron a algún hospital que no adivinó porque entró en camilla. Se sentía bien atendido, había un movimiento de gente muy grande, estaba agradecido y cuando se recuperara les daría las gracias.






De a poco el dolor de espalda fue aflojando, le habrían dado algo para calmar el dolor, se sentía mejor. Los miró a los médicos porque eran tantos que no quiso olvidar caras para cuando volviera. Le dio sueño. Se despertó a los dos segundos. Movió el cuello, sintió sus dedos, miró a sus costados. Estaba solo.






Aparece un Hombre y le pregunta si está bien y él dice que si. Pregunta por los doctores y el Hombre le comenta que se han ido porque ya lo atendieron. Camilo se queda tranquilo, no oye nada. No oye nada porque no hay sonido. Ruido a nada. El Hombre le pregunta adónde estaba yendo y Camilo le cuenta que a firmar un contrato, que su hermano lo estaría esperando, que nunca hacen negocios por separado, que crecer es una apuesta y sentía que era el momento. Que celebrarían los dos por eso.






El Hombre le dijo que no se preocupara, que ya estaba avisado. Que lo acompañara a otra habitación. Y Camilo fue detrás del Hombre. Tan en paz que se miró sin zapatos pero caminaba como si los tuviera puestos.






¿Este Hombre sabría dónde queda la calle Padilla?, pensó Camilo. Intuía, se jugaba los zapatos que no tenía, que lo llevaría seguramente un tanto más lejos.






Más lejos de Padilla. Y lo siguió igual.
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"Persistencia" -CC-

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Gustavo observaba la lámina con “La persistencia de la memoria” de Dalí. Nora lo miró sabiendo que había olvidado todo lo que ella le dijo y lo retó. Debía prestar más atención, era el final, la última materia de la carrera. “En el barco si se hunde, estamos los dos”, le dijo Nora.






Gustavo se olvidó porque cuando la mente no comprende algo parece negarse a seguir recibiendo esa información imposible de aprender, pero ella se lo volvió a decir. No era necesaria una definición técnica del surrealismo porque para el propio Dalí no la había, al menos para con sus obras. Gustavo empezó a tomar nota de lo que Nora decía. Una vez Dalí fue preguntado por el significado de sus obras y dijo que no sabía. “Pero que yo no sepa su significado no quiere decir que no lo tenga”.






Ella le preguntó a su compañero qué era para él surrealismo. Y Gustavo le dijo que…tenía hambre, si podían parar a comer. Dos días repasando los mismos conceptos comenzaba a consumirlos, salieron rumbo a un supermercado chino en la esquina a comprar comida. De paso Gustavo miraba el barrio de la casa de Nora, porque no le había prestado atención. No se perdía de nada, igual a todos los barrios. Compraron algo para preparar, eligió sin consultarlo a él. En menos de 40 minutos Nora había preparado fideos y estaban comiendo bastante rico.






Continuaron cambiando de lugar en las sillas, como para modificar un poco la perspectiva y no aburrir la mente. El surrealismo no tiene una definición concreta porque pasa por el sentir del autor, que se deja llevar cuando está a punto de empezar su obra. Que tampoco sabe si será obra, es el inicio de algo. Cuando logra borrar todo aquella atadura a preconceptos es cuando el surrealismo se plasma.






Gustavo entendió y en su cabeza se hizo la luz. Es una satisfacción cuando por fin se entiende algo que costaba, la mente es feliz y ese alivio se nota en todo el cuerpo. Faltaba un día para el exámen, tenía nervios, verla a Nora lo ponía aun más nervioso. No porque ella no supiera del tema sino por lo responsable que se sentía con todo, desaprobar sería fallarle. Se desconectó de la situación un momento y le fue a preparar mate.






Mientras se calentaba el agua desde la cocina la vio: estaba Nora con las dos manos entre su pelo largo enrulado, mirando un libro. Los codos sobre las hojas, una especie de buzo de mangas muy largas y unas zapatillas grises. Gustavo se rió de verla, le dio ternura la imagen, se esmeró con el mate porque Nora se lo merecía. Cerca de las 23 se fue de la casa, les esperaba al otro día el final.






Aula 601, ocho de la mañana. Se saludaron, temblaban. Ninguno de los dos recordaba nada, siempre ocurre que el miedo paraliza las neuronas y esconde conceptos. Una media hora de espera y los llaman, se sientan frente a los tres docentes. Le preguntan lo que habían hasta el hartazgo visto: surrealismo.






La deja empezar a ella, él luego completa la idea, hablan de Dalí, los dos se miran y se ríen, recuerdan en silencio tantos días de decir eso que a coro casi recitaban. Dos profesores aflojan con las preguntas a los 15 minutos y apoyan sus espaldas contra la silla, ya no insisten. Queda el del medio, que sigue machacando. La última pregunta fue para Gustavo, Debía responder qué era algo real, una definición sobre el término.






La miró a Nora y dijo “ella”.






El docente se rió y dijo “listo…los felicito, Licenciados”. Los dos conservaron las formas y saludaron a los profesores. Salieron y gritaron de felicidad, corrieron como chicos, se abrazaron como cuando uno encuentra a alguien luego de mucho tiempo.



Como cuando los relojes no marcan nada porque son surrealistas. Y se besaron.






Fueron desde allí en más, reales. Hicieron su cuadro.
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"La hermosa condena" -CC-

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Todo. Completamente todo de verde. Gonzalo se despertó y estaba boca arriba. La claridad le hizo achicar los ojos y sintió que algo no habitual ocurría, lo que veía era extraño. El techo y la lámpara de tres tulipas de verde. Miró la unión entre pared y techo, también verde. Las cortinas, el placard, el piso que reflejaba la claridad de la mañana en un verde muy tenue que entraba por la ventana. Vio sus sábanas, se sentó en la cama.






Se tomó la cabeza con las dos manos, intentó cerrar los ojos y ordenar los pensamientos, como si ese gesto trajera en sí la solución. Pero no sentía nada malo, sólo que lo que veía tenía color verde. Fue Gonzalo a la cocina, desayunó sin asustarse de ver un café verde ni una manteca color mate cocido. Comprendió que él veía todo así y no era que el mundo lo confundía.






Salió, tomó el colectivo, viajó sentado, miró por la ventanilla las casas, los árboles, el tránsito, las demás personas. El chofer, la señora sentada al lado. Todo en verde. Llega a la oficina, entra sin saludar a nadie porque nadie solía saludarlo, además. Se sienta y cree haber encontrado la razón del verde. Saca cinco carpetas, las revisa. Son las mismas que ayer había mirado, sólo que las hojas eran blancas y hoy son verdes.






Busca la tercera carpeta, la de Marcela, la abre. Llama a su secretaria y le da la carpeta. Le dice ella que espere un rato. Gonzalo se pone a jugar con el regalo que un cliente le hizo: sobre un pequeño rectángulo de madera un poco de arena y tres pequeñas piedras. En un costado un rastrillo. Según le dijo el cliente cuando estaba muy nervioso arrastrar por la arena el pequeño rastrillo era muy relajante. La arena es verde, o él la veía verde, el rastrillo también. Durante unos 15 minutos intentó sin éxito concentrarse.






La secretaria le dijo que esperara otros 15 minutos, no le devolvía aun la carpeta de Marcela. Se sintió solo, empezó a angustiarse, estaba esperando algo que no sabía qué era pero que intentaría solucionar el verde problema. Miró por la ventana hacia abajo, veía a personas caminando y se sintió más pequeño que ellos, irónicamente inferior desde un cuarto piso. La secretaria le dijo “en cinco minutos”. Se sentó, movió su cuello para que sonara y lo relajara pero seguía ansioso. Cerró los ojos y respiró.






Tocan la puerta, la secretaria dice que si ya puede pasar la persona. Sí. Entra. Gonzalo la mira y Marcela agradece que la hayan seleccionado. La miró a los ojos y a partir de ahí el color verde se volvió a acomodar a la fuente de luz que lo generaba: los ojos de Marcela.






Gonzalo se entregó tranquilo a esa condena que el deseo paga y cobra con tiempo.



Y cambia en uno hasta el color de la vida.
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