Relatos de inmigrantes en el Bicentenario: "Tres cartas del olvido"

1 comentarios martes, 2 de marzo de 2010

El ruido del cuerpo golpeando contra el suelo, esa mezcla de tierra y piedra por la que aprendió a caminar sin perderse sólo hace un tiempo, trajo la atención de las personas a su alrededor. Con el hombro la mujer acababa de golpear sin querer a un hombre que cuan largo era, fue a dar al piso. Ella tenía su porte y el control de sus movimientos no era una de sus características. Se agachó mientras las personas en la calle se acercaban a comprobar el estado del buen hombre y lo ayudó a incorporarse. Recibió la reprimenda por su torpeza, cierto trato despectivo le parecía ya parte de lo cotidiano.


Aprendió a decir palabras cortas. Primero por una cuestión lógica de facilidad para recordar y aplicar. Y luego como puente para entablar un diálogo mínimo y a la vez que no noten demasiado su acento extranjero cosa que, sabía, transformaba la mirada de la persona, sea hombre o mujer. Escribiendo no tuvo problemas, lo hacía en español perfectamente. Lo placentero pasaba por sobrevivir a su propia circunstancia. Algún instinto heredado la volvía inquieta y nada conformista. Cuando embarcó sólo la acompañó un texto que una y otra vez, a falta de opciones, leyó durante el largo viaje. Era un folletín con noticias portuarias de Génova. Lo vio en el piso y lo levantó, ya sabiendo que su compañía sería indisoluble durante la travesía. Cuando llegó a Buenos Aires terminó de improvisado mantel que un plato de metal algo viejo necesitaba, ya que por su rajadura la sopa no dejaba de salir. Un muchacho le agradeció con la mirada el gesto.

Sus raíces italianas y polacas la hacían muy atractiva y su figura alta despertaba cierta autoridad pero comprensiva y maternal. Había recibido instrucción hasta los 17 años y esto la hacía distinguirse respecto de otros, sobretodo ante los planteos que durante el viaje se fueron sucediendo de parte de los pasajeros. Sus antecedentes de letrada y buena estudiante hicieron que fuera apartada del resto al llegar y conducida junto a otros a un sector en donde esperó pacientemente horas y horas. De pronto dos hombres la despertaron del pesado sueño, se había acostado cómo y donde pudo. Le hablaron en italiano y ella abrió los ojos intentando ver en aquella persona un poco de su espacio, su vida. Dijeron que podía cumplir tareas de aseo en una casa cercana a la plaza central. Ella los miró buscando comprensión pero sólo encontró apuro. Uno de ellos la levantó tomándola con seguridad pero aplicando fuerza y tensión a la vez, del brazo. Salieron de ese sector y recién ahí fijó una imagen en su corazón.

Por primera vez miraba el lugar adonde había llegado. El barro denotaba la bajante del marrón río, movimiento de gente llevada y traída, el cielo algo gris y una resolana que la obligó a poner la mano extendida sobre su frente para permitirle así ver. Uno de los hombres iba adelante, el otro la seguía conduciendo del brazo. Los pasos eran cada vez más largos y el paisaje se volvía cercano a una ciudad incipiente. A una cuadra y media de la plaza, una de las casas era claramente visible. El hombre que todo el trayecto fue adelante tocó la puerta de madera, que lucía recién pintada. Se abrió una de las hojas y un rostro apareció. Era una persona de tez criolla que balbuceó unas palabras con el hombre, luego de lo cual los tres ingresaron. Una señora hizo su aparición e intercambió palabras con los dos hombres. De aspecto contundente, le dio la mano a ella, la miró, examinándola sin ningún tapujo. Frunció el ceño con algo de duda y se fue. Así comenzaba su primer día en la casa. La mujer la siguió con desconfianza en todas sus tareas. El marido de ésta sólo la contemplaba realizar todo lo que él no querría hacer.

De todo aquello había pasado algo más de dos años. Ahora volvía de retirar unos libros encargados por la familia y que venían de Europa. Por temor a que se caigan los protegió, y lo que terminó cayendo fue el pobre hombre en la calle. Apretó los libros contra su cuerpo del lado derecho y se dirigió a la casa. Entró sin mirar a sus costados, estaba apurada y enojada con lo sucedido. Pasó por el comedor y llegó a la cocina, abrió las puertas de madera y dejó los pesados libros sobre la mesa. Respiró profundo como para terminar mentalmente un tema e iniciar otro, ese punto aparte en su cabeza que la volviera a su centro. Estaba inquieta, aunque lo sucedido en la calle no alcanzaba justificar su momento. Se sentía cómoda y a la vez presa de esa comodidad, formando parte de un esquema en el que era buena en lo suyo pero a la vez reemplazable. Cerró la puerta y se quedó con la mano sobre el picaporte, pensando. Lo apretó fuertemente y decidió ahí sus pasos. Fue hasta la habitación del dueño de casa, el matrimonio no estaba. Se acercó al escritorio de madera oscura reluciente y buscó el papel y la pluma. El tintero estaba a la vista. Siempre ella había pedido cuando quería escribir a sus familiares. Pero esta vez lo hizo sin permiso. Destrabó el cajón central abriendo uno de los que estaban en los extremos.

Sacó algunas hojas y la pluma, que brillaba de miedo, ese miedo que tiene aquel que hace algo sin que lo vean. Fue a su habitación y se dejó llevar por lo que sentía.

Escribió tres cartas. Una a sus familiares en Génova, abarrotada de cariño, tensa, mezclada de pasión y cierta paz anhelada, así era ella. La segunda carta para los criollos, que en la casa también cumplían con tareas de aseo y a quienes aprendió a querer y respetar. La tercera de las cartas era para el dueño de casa, quien aun no había vuelto, el atardecer ya era recuerdo y nadie llegaba aun hasta ahí, lo que le daba tiempo para seguir escribiendo. Con ésa se tomó más tiempo que con las otras, quería ser precisa. Las tres tenían idénticos inicios, desarrollos, casi en orden exacto contadas cuestiones vividas. Lo diferente en las tres era el final.

En la de sus familiares se despidió con un “seguiremos en contacto de sangre y de amor, porque mi corazón late ahí por siempre”. Para con los criollos escribió “no me despido feliz porque no estarán conmigo más, pero adonde iré lo primero que haré será pedir por ustedes, es difícil olvidar al respetado, y ustedes siempre lo serán, por mi”. La tercera, al dueño para quien trabajaba, fue la más clara. “No escapo, así que no me busque. Agradezco lo que tan gentil ha sido en brindarme, pero aquello dado quisiera saber qué tan preciado es, cuando una misma lo consigue. He aprendido allí adonde lee usted esta carta, libertad en tierras lejanas a la mía. Ahora quiero saber la manera de lograrla”. La carta al dueño de la casa la dejó sobre la mesa; la dirigida a los criollos en la cocina junto a los libros traídos por ella. Y la que debían recibir sus familiares la llevó hasta el puerto, en mano. A medida que se acercaba desde la explanada veía aquel lugar gris y lleno de movimiento. Dejó la carta a un hombre que subía a un barco grande y algo viejo rumbo a Gibraltar y luego, Italia.

Ella no vio partir su mensaje y caminó unos metros hasta el lugar donde acordaron el encuentro luego de casi un día de espera. Se besaron aunque ocultándose la cara, de manera extraña ese beso fue público. Los ojos de ambos ya no tenían rigor de jerarquía, de dueño de casa a criada, sino de amor. Para los dos la situación era nueva, así que todo estaba por ser revelado.
Las cartas y el amor siempre se llevan bien.
Por eso lo bueno de lo no esperable es qué tan sorpresivo puede ser aquello que ocurra.
Cuando los finales escritos sólo son los de las cartas.


Daba
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