Morena entra al salón, y a mi vida

5 comentarios lunes, 28 de diciembre de 2009

Repetir de año es una experiencia francamente olvidable que no se la deseo a nadie. Sobretodo cuando la lección aprendida, lo que no volveremos a hacer y sabiendo que está mal, lo descubrimos al final de nuestros actos, jamás al principio. Con el diario del lunes juzgar acciones es para cualquiera, la cuestión es el exacto momento de una decisión. Ahí es sólo uno y su circunstancia.

Supongo que esto ocurre también con la amistad. Hay una génesis, un momento en el que decidimos ser amigo de alguien sin explicarnos nada y sólo sintiendo. Así debe ser. Uniendo los dos temas podría decirse que lo bueno de repetir es que me permitió el tener amigos.

Pero Morena es un caso especial. Y creo que me quedo corto.

La historia comienza como tantas otras. Un amigo en su primer día de clases le surgió subrayar un título de tres palabras. ¿Quién puede llevar una regla en el primer día de clases?. ¿Para subrayar qué?. Me preguntó a mí y no tenía, con lo cual empecé con la mirada a descubrir alguna regla en las carpetas flamantes de otros, era el primer día.

Una chica conversaba de espaldas a mi con otra, y de su carpeta Pagsa tamaño 3 (los sub-35 sabrán de lo que hablo) sobresalía una enorme regla, casi una invitación a pedirla. Y eso hice.
Morena, de quien luego supe su nombre me miró y yo creo que de allí nada fue lo mismo. Pero claro: uno lo descubre luego y no en ese momento.

Con el tiempo si bien no era amiga ni tampoco me gustaba, no dejaba de llamarme la atención. Pasó un año y a raíz de una pelea por terceros dejó de hablarme. Se acercaba su cumpleaños de 15 y veía que a la mayoría invitaba menos a mí. Faltando un día nos juntamos todos (en esas reuniones que se arman sin objetivo claro) y me invita a su fiesta. Era al otro día, hacía mucho frío.
Mi madre con un pullóver tejido a la mitad empieza la tarea de terminarlo a tiempo. Se queda toda la noche tejiendo, le pone unos botones que no eran los planeados, de mangas algo largas, me sentía un maniquí disfrazado pero, campera arriba puesta para combatir el frío, salí.

Me encontré en la puerta con dos compañeros más. Entramos diciendo nuestros nombres y ante el mío la persona revisa un papel mientras envía a mis compañeros a una mesa. Yo me quedo y se acerca un hombre que me da la mano y me dice que es el padre. Lo saludo con respeto pero sin afecto, no lo conocía. Me señala una mesa, central, y dice que ahí me quede. El hombre que me recibió y el padre de ella se van y yo enfilo para la mesa vacía de gente.

Por diez minutos toda mi actividad fue golpear con la uña un extremo del plato, repasando 100 veces ese mantel exactamente con el largo para tapar los caballetes. Se fue llenando de personas el lugar y aparecieron varios compañeros a los que me acercaba a saludar a la otra mesa. En donde yo estaba había siete sillas contando la mía. Tres personas me saludan y ocupan sus lugares hablando entre ellos y no conmigo.

El salón casi lleno, música confundida entre las voces de la gente. Se apagan las luces e ingresa Morena del brazo del padre con “murmullo descuidado”, de “Wham!” de fondo (sub-35 vuelven a entenderme). Alguno podrá no creerme, pero ahí y sólo ahí comprobé en que estaba en la mesa central, y por un minuto pasé de tener frío a tener calor. Y mucho. Se acerca y la saludo. Me da la mano y la cierra, arriba de la mía, sólo me mira y no me dice nada. Nos sentamos todos. Dije para mis adentros: si la única persona que conozco (y más o menos) sólo me mirará sin hablarme, me voy a aburrir mucho.

La madre y el hermano me parecieron muy amables y fueron con los que más hablé. El primer plato lo comí, el segundo lo miré. Vino el postre a la mesa y también a la fiesta: el vals. Nos ponemos de pie y yo hago un respetuoso paso atrás dejando a la familia como protagonista. Pero Morena me busca y me extiende su brazo.
Yo la miré ordenándole que no lo hiciera, pero tengo evidentemente una mirada débil: insistió.

Vi en una película, siendo chico, cómo un elegante hombre bailando el vals pisaba el vestido de la mujer y originaba poco menos que la tercera guerra mundial, era una comedia. Recordando eso giraba tan lentamente mirando mis pies y no a la cara que me apretó la mano para que dejara de hacer eso. La miré a los ojos y vi en ella un montón de cosas, infinitas. Me ví reflejado también, en esos ojos negros clavados en mi.

Le dije lo primero que se me ocurrió: “vos sí que me la hacés difícil”.
Y ella, bailando y llevándome a su ritmo me dijo: “vos de mi no te vas a olvidar”.

Tenía razón. Por doce años fue así. Y esto es sólo el comienzo.



Acotación al margen: Tanto frío tuve que durante toda la fiesta jamás me saqué la campera y el pullóver nadie lo vio. Bailé el vals con la campera puesta. Mi madre nunca supo esto, cree que todos elogiaron su obra. No lo usé más.



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