"Me comprometo" -Cuento corto-

1 comentarios jueves, 22 de septiembre de 2011


Situación uno: Raúl ya sabe que llegará tarde al médico. El auto está en medio de la avenida a unas seis cuadras del consultorio. Era la primera visita al psicólogo, no tenía ganas de ir, y ya tendrían un tema del que hablar: su falta de compromiso ante las cosas. Pensó en una excusa como siempre daba pero también era verdad que salió con el tiempo justo y eso le remordía la conciencia. Tocó bocina de bronca. Empezó a moverse la marea de autos, el semáforo estaba por cortar, se pegó detrás de un colectivo para pasar antes de la luz roja. Un hombre cruzaba de izquierda a derecha Corrientes y con el auto de frente se queda paralizado. Raúl reacciona tarde, cae el hombre y pega la cabeza contra el guardabarros. Todos frenan.






Situación dos: Nicolás estrenaba departamento. Lo compartía con otra persona que estudiaba lo mismo que él. Se dio cuenta que faltaba una lámpara y fue a comprarla. Una lámpara que sirviera, no las de decorado. Cruzó Corrientes sin mirar al costado porque vio de frente el semáforo de peatones con luz verde para pasar. La mala suerte hizo que el auto de Raúl lo atropellara. No reaccionaba en el piso, llaman a una ambulancia. Suena el celular de Nicolás varias veces pero el policía que llegó no lo atiende. Raúl estaba paralizado, se sentía culpable y a la vez no quería comprometerse a atender y explicar.






Situación tres: Nora llama a su hijo por quinta vez al celular. Raúl atiende, le dice quién es y dónde está. Nora presiente algo como toda madre sin que se lo pregunten. Llega la ambulancia y Nicolás reacciona un poco, Raúl le va relatando a la mamá por teléfono todo lo que le ocurre a su hijo. Ella le grita que ya sale para el hospital y que no le corte. Que su hijo es nuevo en capital, que ella ese día a la mañana algo sintió, que le iba a avisar que no empezara hoy a atender. Pero que Nicolás le dijo que había conseguido sus tres primeros pacientes, que la gente a la tarde es puntual, que no quería fallar. Que tenía ganas de trabajar, que se repartieron con su amigo los pacientes. Raúl alejó el teléfono de su oreja, quiso pensar pero dentro de una ambulancia no se puede, estaba rumbo al hospital con Nicolás. Señora, yo soy el paciente, le dice Raúl. “¿Qué paciente?”. El que iba a atender su hijo. Nora le gritó “ahora el paciente es él”. Se sintió útil, por primera vez.






Situación cuatro: a los dos días Raúl va a verlo a Nicolás al hospital, ya estaba mejor. Le explicó lo extraño de la vida, del destino, aunque un psicólogo no creyera en eso. Se preguntaron uno al otro si estaban curados. Y ambos dijeron al mismo tiempo, con alivio, que sí.
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"Seguime, no me lo pidas" -CC-

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Paula esperaba que se calentara el agua para el mate, miraba la hornalla pensando en otra cosa. Apagó el fuego pero olvidó usar el repasador para levantar la pava y se quemó al contacto, eso la hizo volver de sus pensamientos al instante. Por culpa de Rodrigo dijo dos malas palabras por la mitad y se llevó el equipo de mate para su habitación.






Se sentó en un sillón y estiró las piernas en la cama, la posición en la que siempre le gustaba estar. Y pensar. ¿Hace cuánto que lo conocía a Rodrigo?. ¿Dos años?. Sí, casi. ¿Se lo tomará a mal, pensará que es una locura?. ¿Creerá él que es una manera elegante de terminar la relación?. Lo citó a las cuatro y faltaban cinco minutos, no se había cambiado y estaba con un jogging tan cómodo como impresentable. Terminó de tomar mate. Buscó una remera azul, se ató al pelo. En el baño se miró la cara, las ojeras de recién llegada del trabajo no quiso volver a taparlas. Timbre. Le dice de abajo que alguien le abrió.






Lo recibe con un beso como siempre. Rodrigo quería saber por qué tanto secreto, qué tenía para decirle. Ella le cuenta que desde que tiene dos trabajos de media jornada pudo ahorrar un poco. Él recuerda que era para un colchón de dos plazas, pero Paula lo frena. Le dice que siente que tiene que hacer un viaje. A Perú. Que ahí vive una prima. ¿La que te habla por Facebook?, dice él. Sí, esa. Que ahí también están dos amigas, que no lo tome como algo en contra de él, que lo ama, que lo necesita pero ahora eso para ella era lo que más quería. Que la entendiera. Que no le podía pedir que la acompañara, pero que lo deseaba de todas formas. Que la mire a los ojos, que no le mentía, que no había otro, ni estaba cansada de su mal humor y desorden cada vez que se quedaba a dormir. Ambos rieron, pero Rodrigo tenía ojos de derrota.






Paula le dio otro beso, le temblaban las piernas. Se fue y ella cerró, golpeó con el puño la puerta. Volvió por segunda vez a decir dos malas palabras por la mitad. Quería irse y a la vez quedarse, y en ninguna de las dos decisiones sentía que sería feliz.






Tres días después, jueves a las 5 de la mañana. Ezeiza tiene a esa hora tres personas con valijas y un hombre que pasa un cepillo limpiando lo que nadie ensució. Paula siente frio y hace 23 grados. Es miedo, piensa. No viene a despedirla ni vendrá, estaba ofendido y era terco como roca, lo sabía. Embarcó. Durmió un par de horas porque al lado no había nadie y pudo acomodar las piernas. Llegó a Lima.






Una de las amigas la debería esperar a ella pero ocurría al revés. No aparecía. Mensaje de texto “Pauli, estoy retrasada”. Le tapan los ojos con dos manos. Pensó que era él pero no, es su amiga, se abrazan. Ella parece más feliz que Paula.






Van a subir a un auto que las espera. Pregunta adónde iba a ir. “¿Vengo acá y vos no sabés adónde vamos?” le dice Rodrigo desde el asiento de adelante.






Ella lo mira, llora y se ríe. Y lo insulta por tercera vez. Y lo ama.
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"Celeste, la grande" -CC-

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Primavera del 2007. El micro para Sebastián era lo más importante en su vida y si bien los días de clase llevaba grupos civilizados (los de la mañana porque tenían aun sueño, creía), todos los 21 de septiembre eran especiales. Llegó a la puerta del colegio.






Autos en triple fila de los cuatro carriles de la calle, más él, y padres que revisaban a sus hijos en todos los detalles. Miraba la situación sentado y con la puerta abierta del micro, nadie ponía un pie arriba hasta que se diera la orden. Por lista fueron subiendo, excitados, gritando. Tres chicos querían ir en dos asientos y escuchó a la maestra algo enojada, pensó en la docencia y en la paciencia, términos parecidos. Fueron por 9 de julio hasta el Obelisco, siempre hacía un recorrido algo turístico para que no fuera sólo ir a un lugar. Luego de 40 minutos llegaron a Palermo.






Estacionó frente a esa máquina de pochoclos, eterna máquina, con forma de locomotora. Cerca de 30 se bajaron a la vez, el colectivo se movía como en terremoto. Le pareció que cuatro personas eran pocas para tantos chicos pero sabían cómo hacerlo y consiguieron el orden. Una maestra volvió a subir. Había un chico que no bajó, y él ni siquiera lo había notado. La docente se sentó en el asiento de adelante y le habló cinco minutos, luego se levantó y bajó del colectivo a hablar con las demás. Parecía el chico enojado o triste, Sebastián no podía saberlo bien porque no mostraba mucho su cara.






Se acercó de a poco y miró por la ventanilla buscando la aprobación de las maestras, que le dijeron que sí con la cabeza.



Me llamo Sebastián, ¿vos cómo te llamás?.



-“Alexis”.



¿Y qué anda pasando, Alexis?. ¿No querés bajar?.



-“Para qué…si no me habla”.



¿Quién no te habla?.



-“Celeste”.



¿Y qué pasó con Celeste?.



-“No sé, me dejó de hablar, no quiero bajar”.



¿Celeste es una amiguita tuya?.



-“Si”.



Pero por algo no te habla, ¿se pelearon?.



Alexis respiró pausado, con esa desesperanza que por cosas de chicos uno tiene a los 9 o 10 años. “Se enojó, no me dijo por qué”. Sebastián se rascó la cabeza. Bajó, le comentó a las maestras lo que había hablado y fueron a buscar a Celeste, que muy feliz se divertía con el resto. Le explicaron lo que pasaba y ella subió al colectivo con cara de saber cómo resolver la situación. Sebastián se quedó en el asiento del conductor y no quería molestar así que ni se movió. Ella tomó la mano de Alexis y le dijo que lo disculpaba. Juntaron las cuatro manos y Celeste le dio un beso en la mejilla. Ambos bajaron.






La nena había manejado la situación con envidiable adultez, Sebastián quedó schokeado. A la noche entró a internet. Buscador de Facebook: María Laura Sendrone. Una foto que le pareció que era la de ella luego de 35 años. Le escribió cortito a su primera novia: ¿me perdonás?. Tres horas después, la respuesta: “siempre tarde…pero sí”.






Hoy pasaron cuatro años de aquel 21 de septiembre de 2007 y sigue llevando Sebastián chicos a Palermo en su micro. Quiere apurarse hoy, así vuelve con María Laura y la nena. Que sí, se llama Celeste.
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"Afrodita criolla" -CC-

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Le preguntaron qué estaba haciendo. Y él dijo “no lo sé”. En realidad Juan sabía qué era pero como no estaba tallada aun, quería representar lo mejor posible el sueño. El sueño. Tuvo hacía dos noches un sueño, la imagen de una mujer, y se puso a tallar con pasión.






Dicen que los escultores no crean sino que “descubren” sus obras dentro de la piedra, que las rescatan de ahí para que otros las vean. No iba a estar feliz si no resultaba algo cercano al sueño que tuvo lo que hiciera al final del día. Era una mujer con un vestido hasta los pies, con muchos pliegues y volados. El pelo largo y con algunos rulos rebeldes que acomodaba en la parte de atrás de las orejas sin mucha suerte: volvían a la frente. Su sueño de esa mujer fue en movimiento. O eso creía, porque el pelo de ella se movía, quizás la imagen tenía viento.






A los 15 días la figura tenía poco más de un metro y treinta centímetros. Ya era su obsesión a escala real. Le contorneó delicadamente la parte del cabello, con el pelo suelto como quien mira de frente el mar. La cara tenía el mentón algo elevado, la quiso retratar altiva, al fin y al cabo era su sueño, una Afrodita criolla. Terminó un martes. Otros trabajos pedidos la dejaron en un costado del taller pero no de su mente, todas las noches le mejoraba algo. A los tres meses la tapó con una sábana, sentía que ella lo miraba trabajar.






Fue al tiempo un hombre y curioso le preguntó qué era aquello tapado ahí atrás y Juan le contó que era su obra terminada, de lo que la había inspirado. “Si la imagen te tiene mal podrías venderla”, le dijo el hombre. A la semana fue a la casa de remates sobre Talcahuano. No era la primera vez que iba a un remate de alguna obra suya pero lo evitaba, sentía lo comercial que era todo. Gente de saco que levanta la mano, juegan con los montos. Mujeres que esperan su momento y dicen una cifra mirando de reojo. El rematador decide con su martillo. Vendido al señor de la segunda fila. La gente aplaude sin ganas. Juan miraba todo desde el final de la sala, apoyado contra una columna. No quiere ir a decirle que se lleva algo de su autoría, es tímido para esas cosas.






Salen todos a la vez de ahí, es ya de noche y el frio apura el paso. El comprador va rumbo a un bar, Juan también decide ir para ese lado. Los dos están solos en mesas algo cercanas, quizás el destino quiere que le termine diciendo que es el autor de lo que acaba de comprar. Pero el hombre saluda a alguien que entra. Una mujer muy alta con un tapado gris y un gorro. Se sienta y el hombre se va, cree Juan que al baño.






Ella se quita el gorro. Fue la imagen, fue el sueño. Era la mujer, su Afrodita criolla. Se acercó y la miró. Se lamentó que pareciera estar en pareja. “No quiero incomodarla, soy el autor de la obra que su marido compró”. Ella le dijo que no era su marido sino su hermano, y que por teléfono le había dicho que era una imagen tal cual de ella. Juan le dijo que primera vez estaba viendo a una musa, que su vida de ahí en más seguro iba a cambiar.



¿Qué es una musa?.



“Usted”, le dice él.



Y Afrodita y Juan, sueño y soñador, se fueron juntos de ahí.
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