Una, vos, en el teléfono

1 comentarios lunes, 11 de enero de 2010

Las personas menores de quince años es posible que no sepan como había que hablar por teléfono cuando otras personas tenían quince o veinte años, en este caso yo. Era realmente una proeza el simple hecho de comunicar algo, y también menos dependiente del sistema terminábamos siendo. Un compañero de primario si quería hablar a mi casa en Provincia de Buenos Aires debía marcar nueve números, muchos menos que ahora en general pero, claro, era a disco y se cortaba en medio del eterno ir y venir del dedo anular por el aparato.

Esta dificultad volvía importante la comunicación cuando se daba, a veces no diariamente. No había locutorios hace 15 o 16 años, estaban los teléfonos públicos que con suerte andaban. Y los cospeles. Para hablar con mi novia desde Moreno, lugar donde vivía, debía ir hasta la sede de la vieja empresa de teléfonos (ENTEL) y en la puerta había seis de ellos, públicos en fila, donde la gente hablaba. Si la llamada se lograba eso “comía” un cospel, el resto duraban unos tres minutos cada uno.

La extensa introducción quiere significar lo importante que era una simple llamada, tenía otro valor hablar media hora con alguien, y no me refiero a lo económico. Yo hablaba con mi novia mientras la fila de personas iba aumentando y así yo esperé también mi turno antes.

¿De qué hablaba?. Supongo que de los mismos temas de novios que todos, pero sumada una dificultad: su teléfono estaba en el comedor y no brindaba privacidad en cuanto a temas y diálogos, con lo cual creamos un código de palabras clave que significaban otra cosa, pero servía para entendernos. Hablábamos los días lunes como para organizar ya la semana en cuanto a vernos o a donde nos encontraríamos.

Usaba el teléfono para con tres personas durante algún tiempo: mi madre, Grillito y Morena. En el orden que se prefiera y la duración que hiciera falta, las tres se llevaban mi tiempo y los cospeles.

He vivido situaciones tragicómicas. Como en los saqueos de 1989 en donde los padres pasaban a buscar a sus hijos por la escuela, ya que las autoridades alertaron mediante aquellos teléfonos públicos que nombré antes, porque no poseían línea fija, créase o no. Se me ocurrió preguntar si tenían el número del trabajo de mi madre (que era en Capital, a 30 kilómetros) y me dijeron que no, pero que ya se les había avisado a todos y no se volvería a salir.

El portero consiguió un poste de madera y lo atravesó a la puerta principal, que era la entrada de autos de una casa vieja, ahora colegio. La situación era de nervios y todos los chicos, de a uno, se fueron yendo. Me ofrecí a ir hasta los teléfonos públicos, si eso los hacía felices, pero me dijeron que su responsabilidad era que no saliera. Encima fue un martes y tenía séptima hora, con lo cual me quedé hasta las seis de la tarde con otro compañero, se ve que nuestras madres no habían sido avisadas.

Cuando salí no había nadie en la calle, a medio oscurecer porque fue a fines de junio. Viajé en el tren con las puertas abiertas de los dos extremos hasta mi casa.

Ni bien llegué mi madre me contó que estaba hacía 20 minutos, y que se la pasó llamando por teléfono al colegio. “¿Qué numero? Si el colegio no tiene número?”, le dije. “El número que me dieron el día que te inscribiste”, me dijo…y claro…era el número de otro colegio y no del mío…se inscribió a todos los alumnos de una escuela nueva en otra como sede, y lo que tenía mi madre era un número de esa escuela y no el de la mía. Genial.

También Morena fue una voz en el teléfono. Ella era fanática del programa de Alejandro Dolina, yo se lo recomendé para que lo escuchara, a ambos nos gustaba. Quise realizar la sorpresa de llamar por teléfono y dejar un mensaje para ella, tarea complicada porque llamar a una radio todos al mismo tiempo seguramente me costaría. Cuando terminó el primer bloque del programa me fui hasta el comedor de mi casa, me senté en el piso y empecé a marcar, pero siempre daba ocupado.

Lo intenté, con el teléfono a disco, 28 veces, contadas. En la última también me daba ocupado. Estaba acercando el tubo a la base y escucho que atienden. Suerte la mía. Pidieron mi nombre y me dijeron “Mirá que Alejandro selecciona a su vez todo lo que le mandamos, así que tenés que ser original, sino es complicado que lo lea al aire”. E improvisé algo que se me ocurrió en el momento, sobre los ojos y la luz de la luna, que reflejaba ya no sé qué cosa…era algo naif y bastante malo a mi entender.

“Lo llega a escuchar Morena y se muere”, pensé. Llegó la parte de los llamados y leen varios hasta que justo Dolina lee mi mensaje…primero recita lo que yo hice a las apuradas en ese momento y luego dice mi nombre. Lo remató con un “mirá Gabriel, eh”…que me sonó a triunfo. Me fui a dormir contento. No la quise llamar a su teléfono siendo casi las dos de la mañana, prefería escuchar su alegría después..

Y al otro día, era un jueves, llamé al mediodía. La saludé y le dije “¿Y?”…¿y qué?...”Qué me decís?”...¿de qué?...”del llamado, Morena”…¿qué llamado?...”¡el que hice al programa!”…me quedé dormida…

Pero había una opción de emergencia. Yo grabé todo en un cassette TDK y lo había llevado, así que se lo di y ella me lo agradeció, sin mucho entusiasmo. Tuvo consigo la cinta un tiempo largo. Empezó una discusión muchos años después alguna vez acerca de mis actividades y del poco tiempo que a ella le dedicaba y de pronto veo en su mano aquella cinta del programa de Dolina. Pasó de estar enojada conmigo, a estar enojada con la cinta. Abrió la caja, lo sacó al cassette y también a la cinta. La tironeó con las dos manos y la rompió. Vi eso y me fui sin hablar, casi.

A la semana me pidió disculpas. Intentó la misma proeza que yo, el llamado telefónico a la radio. No se pudo comunicar nunca.
Ni conmigo en tantos años. Mucho menos a un programa.





Acotación al margen: Se dice que valoramos las cosas cuando ya no las tenemos. Pero me permito decir que ciertas veces sobrevaloramos algunas cosas dándole importancia por lo que son frente a otros, que por lo que representan en nosotros. Y acabo de dar, sin querer, una definición de “celular”. Pero, fuera del área de cobertura.


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El regalo de la novia

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Mi relación con los regalos fue problemática desde la infancia, siempre creyendo que eran objetos a querer sin haberme preguntado antes. La duda, el apresuramiento, cierta presión en ser original, son los inconvenientes cuando hago regalos. Y para completarla: soy poco aceptador de presentes. Me incomodan.

Grillito daría fe a mis dichos. Regalo nunca era sinónimo de sorpresa, ya que siempre terminaba preguntando qué cosa quería además de plantearle varias opciones para que elija. Soy un creyente en los gestos más que en los regalos fijos anuales. Prefiero sentir que lo hago con alguna razón de momento, en general por agradecimiento. Dentro de esos términos me siento mejor. Hay situaciones de caballerosidad podría decir, en el que un presente no debe llamarse regalo.
Siempre digo que caballeros hay pocos, y hombre es cualquiera.

Mi novia cumplía años el 15 de enero. Por la fecha ya podíamos descartar varios presentes, empezando por bufandas y guantes. Como cumplía en mes de vacaciones, solía celebrarlo el 15 de marzo ya con las clases iniciadas y junto a sus compañeros. El regalo “oficial” debía entonces, ser en esa fecha.

No había percibido en lo que me decía una gran pasión por algún objeto que pudiera querer. Así que una vez que fui a la casa me puse a mirar detenidamente en su habitación cosas que dieran alguna idea. Tres estantes repletos. Libros, carpetas, fotos, muñecos, tarjetas…lo único repetido eran las revistas de “Patoruzito”, que me llamaron la atención porque hacía tiempo que no veía una.

No había otro objeto en cantidad, sólo ése. Me puse en campaña y en el kiosco amigo conseguí unas quince revistas de Patoruzito. No las quise leer para no marcar las hojas. Compré una caja color metal y le pegué unos stickers de unas flores. Luego la llevé a una librería y pedí que le pusieran un moño de color azul para que luzca más importante. Dos días antes ya tenía el regalo listo.

Esperé pacientemente. Y el quince por la mañana fui hasta la casa. Sabía que estaba en el colegio y no ahí. Saludé a los padres y sobre la cama de la habitación dejé la caja, además de una tarjeta con lindas palabras que sólo digo cuando estoy enamorado. ¡Difícil que me gusten leerlas en otro estado!.

Miré esa habitación siempre ordenada y con todo en los extremos, vacío al centro. Vi que las revistas ahora estaban sobre unas cajas cerca de la cama. Entendí que las estaba leyendo, mi regalo era genial.

Salía ella unos 20 minutos antes de yo entrar a mi colegio, así que fui a saludarla por su cumple ahí. “Tu regalo te lo debo”, le dije mintiendo. “¿A la tarde pasás por casa?”. Dije que sí. La saludé con esos besos largos eternamente queridos. Me di vuelta para irme, hice tres pasos. “Ay, no…mirá, le había dicho a mi viejo que ordenara de una vez sus cosas y lo hace hoy, si querés pasame a buscar y vemos para donde vamos”. Yo asentí. “Porque va a poner en cajas todo…hasta unas Patoruzito que juntan tierra en mi pieza, no sé qué hacen ahí”…

Yo abrí los ojos como quien lee la factura de teléfono de una casa con hijos…tragué saliva. Y pensé en la caja con el moño enorme azul en medio de la cama…en realidad pensaba ya en cómo deshacerme de eso. Me fui caminando y razonando opciones. Pensé en faltar a clases, buscar la caja antes que ella para luego ver un regalo de emergencia. Luego en llamar al padre para que saque la caja y la esconda. Finalmente fui al colegio. Grillito vio mi cara de espanto indisimulable y algo intuyó. Me fui maldiciendo el momento de haber decidido sin antes consultar. Un infortunio visto como un drama, ahora me reiría.

Estuve en la escuela pero con la mente sólo en esa bendita caja, aunque ya no podía hacerla desaparecer, la debió haber visto. Cuando salí caminé derrotado las 12 cuadras hasta su casa. Llego y saludo como si nada. La veo y me dice que podíamos quedarnos. Me hace pasar a su habitación, y en su cama la caja, aunque sin el moño. La miré y se sonrió. No sé por qué, pero me puse colorado. Me rasqué la cabeza y la miré algo desconsolado. Me dijo que cerrara la puerta. Detrás, pegó una hoja que decía “te amo” y unos corazones dibujados….

Como extraña moraleja diré que el padre, ella y yo nos turnamos en leer todas las revistas. La caja luego guardó cartas, y el moño terminó de vincha en la cabeza de un oso color blanco, también presente mío.

Fue mi último regalo sin avisar. Por suerte la pegué después con algunos, porque tenían más cariño que sorpresa. Mi intuición siempre está en crisis.
Merecería que me regalen una nueva.






Acotación al margen: Cuando alguien no sepa qué regalar, sugiero preguntar sin vueltas al interesado y no hacerse el original dejándose llevar. “Correrías de Patoruzito” para una novia de 17 años en ese momento, no era lo más recomendable.
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