La vida es un tren que pasa

2 comentarios jueves, 18 de febrero de 2010

Lugar: San Antonio de Padua Edad: 11 años Año: 1984
Cuando alguien pasa mucho tiempo en un ámbito cerrado en donde hay tensión, murmullo de gente que suena a avispas y calor humano, en general se tarda de volver en si, poder ubicarse en tiempo y espacio. Esa tarea lleva sus minutos.
Pasa cuando salimos de un Banco o de alguna entidad en donde el amontonamiento de gente nos invita a retirarnos pero no podemos. Cuando lo hacemos, esa sensación de cerebro en terremoto continúa.

Quien ha tenido la experiencia nada edificante de subirse a un tren en hora pico también puede dar fe de eso. A las seis y media de la tarde de un día de semana hay que levantarse de los asientos una estación antes para ir “acomodándose” cerca de la puerta. La gente desaprueba el movimiento con la mirada, como si uno fuera culpable de vivir en donde debe bajarse. Cuando se consigue otros con las mismas ganas de salir de ahí, se intentan juntar fuerzas. Llegado el momento el tren se detiene (las puertas ya estaban abiertas porque algunos las traban para que entre el aire) y la masa, tan lejana a la que Freud estudiaba, se mueve hacia adelante, y uno se deja llevar. Yo viajaba con mi madre a la que Dios le ha dado gran bondad pero pocos centímetros, y realmente se le complicaba el panorama porque sus pies quedaban en el aire cuando la masa (qué cosa fuera) nos hace salir.

Ya en la estación de San Antonio de Padua lo primero que revisamos, ambos, son nuestras pertenencias. Ella volvía de su trabajo y yo del colegio. Nos palpamos elementos, a ver si no habían sido sacados. Una vez comprobado vía tacto que todo estaba en orden, resoplamos y encaramos para una de las salidas. El sol se pone justo a esa hora y la imagen del tren alejándose de nosotros y en dirección adonde el sol cae es muy linda. Mostramos el abono, el guarda lo perfora con su maquinita y mi madre comienza a hablarme. Y no se detiene. No recuerdo los temas, suele saltar de uno a otro sin que nadie pueda seguirla, quizás alguna de sus hermanas. Pero no tenía ninguna tía cerca así que la oía yo.

La salida es angosta y de asfalto bastante malo, es un camino de brea sin muchas ganas de ser decente. Lo bordea una malla de metal que por oxidada, está vencida para el lado de afuera. La gente salta por sobre ella y corta camino. Somos más de cien en un angosto espacio.

Empieza a sonar la campana de la barrera y la gente acelera el paso para cruzar antes que el tren. Mi madre sigue hablándome de su oficina y compañeros de trabajo de quienes podría ya trazar una idea a partir de lo que me dice de ellos, los ubico. A medida que uno se acerca a la campana de la barrera más fuerte suena. Mi madre quiere seguir hablándome casi al oído. Me detengo y miro hacia donde el sol caía y de ese lado no veía ningún tren llegar, con lo cual vendría del otro lado. Dije que me detuve pero mi madre no. Siguió caminando y por lo que veía, hablando sola sin notar en que yo paré. El final de ese angosto pasillo de brea tiene dos salidas, izquierda o derecha. Dobló a la izquierda y yo seguí mirándola hablar sola. Ahí fui consciente en que lo gracioso del momento ya pasaba a no serlo. Venía algo por la vía, todos pararon de moverse, sólo ella seguía caminando.

Cuando quise reaccionar ya estaba a más de cinco metros de mi posición así que no podía alcanzarla. Sin verla escuchaba que venía una locomotora. Elije ella cruzar en diagonal y salir por donde pasan los autos, con lo cual esa maniobra le llevaba más segundos que salir por donde correspondía. Me sentí con mucha angustia y grité, no recuerdo qué. Otra persona también lo hizo y de pronto veo la locomotora, parado yo en el caminito. La veo a ella que sigue caminando y como en los dibujitos animados, cuando saca su pie derecho de la vía, el último paso, la locomotora hace la maniobra de frenar, aunque ella ya había pasado raspando…yo me agarro la cabeza, la gente grita cosas pero yo no oigo nada. Corro hacia la barrera empujando y mi madre blanca como el fondo de estas letras, con la boca abierta y los ojos enormes, tras los anteojos. Se pone a llorar, me abraza y yo, que no expreso sentimientos tan fácilmente, intenté contenerla aunque tuviera 11 años. Los dos temblábamos y las manos de ella me tocaban la cara muchas veces, como revisándome, algo que las madres hacen imperceptiblemente para los hijos.

Algunos se acercan a verla, parecía objeto de culto alguien que realmente se había salvado de milagro. Quedó en estado de shock. Le llevé la cartera y su bolsa con los zapatos de repuesto que siempre tenía. Me agarró del brazo y enfilé para la parada de taxis. Eran seis cuadras pero creí que no estaría en condiciones de seguir caminando mucho más. Llegamos a la casa y continuaba blanca. No hubo otro tema de conversación en el resto de la noche. Me dijo que temió que yo estuviera detrás cuando escuchó que alguien la llamaba. Yo le dije que si ella se hubiera detenido ante mi grito, la locomotora la agarraba, así que agradecí su inesperada sordera. Al otro día no fui al colegio y ella pidió médico. Se engripó en pleno abril caluroso. Estuvo en cama una semana y yo sin ir a clases.

Cuando volvimos a pasar por ahí, vueltos de Capital en tren, sonó la campana de la barrera. Ella se detuvo y me agarró fuerte de una mano. Pasó esta vez un tren. Ella lo miró y yo sentía cómo su mano se iba transpirando y apretando a la mía.
Se levantaron las barreras y sin embargo miramos a ver si venía otro. El susto en forma de locomotora le duró un par de meses.
Al menos ya no hablaba de la oficina.
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