"El libro invendible" (Narración para concurso)

5 comentarios miércoles, 2 de febrero de 2011

“Hay algunos tan obsesionados con la prudencia, que a trueque de evitar cualquier error minúsculo, hacen de toda su vida un error”. La cita de Arturo Graf era ya conocida por Alejandra y le había ahora tocado leerla al azar, como todas las noches que abría el libro que contenía infinidad de ellas antes de irse del local, una especie de cábala. Tenía sueño y siempre le servía para ir reflexionando mientras caminaba hacia su casa.


Sus padres le confiaron el control de la librería que estaba en plena Avenida Corrientes, un lugar que fue también de ella desde chiquita, espacio de juegos y hasta de algún festejo de cumpleaños. Ya no vivía con sus padres así que el local era como su segundo hogar luego de su casa, y como ocurría regularmente llegaba a la mañana con todo el ímpetu y por la noche no sentía ni pies ni piernas. Deseaba desmayarse en la cama así vestida como estaba. Preparó su ropa para el otro día y se acostó apurada por el reloj.


El negocio funcionaba bastante bien y estaba contenta con el repunte de clientela propia, además de los extranjeros habituales. Aquellos clientes fijos de la zona o quienes venían con algún pedido específico estaban regresando luego de la crisis a comprarle, muchos ya conocían a sus padres incluso. Desde 1952 cuando inauguraron hasta hoy pasaron años y varios centenares de miles de libros, sentía una responsabilidad en llevar una marca, la del apellido de familia. El documento de identidad de muchos, pensaba convencida, lo podía hacer a partir de saber qué libros leían o qué autor preferían y si bien no era algo que llevara escrito, Alejandra recordaba con precisión a dos o tres con los gustos en algún modo de escritura, de los que agotaban géneros como agua en verano. Y ella estaba orgullosa de ser parte de ese mecanismo de búsqueda y encuentro.


Transcurrido otro día antes de irse abrió nuevamente el libro de citas y al azar iba a leer una pero se frenó. Lo tomó entre sus manos y miró el lomo, de color marrón claro y letras bordó. Decidió por primera vez llevárselo a su casa, investigar qué tanto sabía de él y por qué esa cábala de leer alguna cita antes de irse, que la siguió sin siquiera preguntar los motivos. Los primeros empleados a cargo y luego ella lo hacían después de tantos años, por algo sería.


“Diccionario de citas” de Cesáreo Goicoechea Romano, del año 1952. A través de sus padres lo que siempre supo es que ese libro estaba junto a tantos otros cuando el local se abrió, y con los años fue quedando sin llegar a venderse. Con el paso del tiempo se ubicó dentro de un rectángulo vidriado y con luces que el local tiene en un extremo, hasta hoy. Aquellos “especiales a la venta” separados por singulares: primera edición, errores de tipeo, libros dedicados de puño y letra o con acotaciones del autor.


Pero tampoco escapó a su suerte y hasta allí sabía Alejandra. Haciendo suyo el dilema a revelar, miró un rato largo el libro hasta que el sueño le ganó la batalla. Antes al azar leyó una cita “No puedo referirte la verdad del caso; cuento el cuento como me lo contaron”. Walter Scott. El libro quedó en la mesa de luz.


A la mañana siguiente Alejandra se despertó tarde y la eterna lucha contra su pelo largo despeinado podía verse a simple vista con un claro ganador. Para evitar comentarios ataba su pelo con un pañuelo azul celeste y solucionaba el problema. Llegó con lo justo en horario para abrir y las cosas apresuradas sin corazón no salen bien, solía decirle su padre. Cortinas, electricidad, encender la radio, poner en marcha una pequeña heladera, controlar el reloj de la caja registradora. Acciones mecánicas diarias que con sueño más pesadas le parecían.


La tarde iba llenando de curiosos al local, las vidrieras en ambos costados del frente y el gran “cajón de ofertas de novelas cortas” eran atracción y su íntimo orgullo, su idea. Pensando en eso estaba cuando llegó un hombre bajo, que luego de mirar una de las vidrieras se acercó hasta el fondo del local donde Alejandra lo miraba pero no le prestaba atención, pensando en los libros que había puesto en el cajón y qué otros similares tenía. La miró buscando hacerla regresar al presente y ella se sobresaltó. El hombre la saludó y le dijo que quería novelas del género negro. “Policiales a lo Sherlock pero que no sean de Sherlock”. Le mostró algunos cuentos cortos seleccionados en nueva edición, otra colección de distintos géneros que incluían el policial pero el hombre no estaba convencido.


Giró y vio el rectángulo vidriado de libros destacados. Notó la ausencia clara y le dijo “veo que te falta un libro”. Alejandra miró y recordó que estaba en la mesa de luz de su casa y maldijo en silencio moviendo algo sus dientes pero sin perder la calma.


Es verdad, buen observador, falta un libro.
-La tercera vez que vengo y ese libro no está. ¡Se ve que no quiere que lo vea!.
Le prometo mañana que estará de nuevo, tuve que llevarlo a otro lugar pero si le interesa y pasa mañana, lo va a tener.


El hombre hizo un gesto algo reverencial, sin emitir palabra alguna, y se fue. Alejandra se desató el pañuelo azul y empezó a rascar su cabeza como los chicos cuando dudan de algo. Apuró el paso a ver si podía mirar para qué lado se iba el hombre y lo alcanzó a ver desde la puerta del local doblando por Montevideo.


Inquieta, entró mirando el piso, que era su manera de pensar mejor ahí dentro, le servía para concentrarse cuando lo necesitaba. No lo ubicaba como cliente pero dijo que había estado tres veces. No recordaba que el libro de citas haya sido alguna vez pedido, al menos con ella al frente del negocio, pero el hombre le dio a entender eso, o ella creyó que le interesaba tenerlo. ¿En qué momento habrá estado otras dos veces pidiendo por el mismo libro?. Culposa hasta el extremo Alejandra pensó en que quizás hubiera perdido una venta por haberse llevado un libro a su casa, una regla básica rota de todo dueño de librería. Se sintió tan mal que comenzó a limpiar los libros de la vidriera especial y apagó las luces del rectángulo todo el día.


Cuando llegó a su casa vio el libro mitad en la mesa de luz y mitad en el aire haciendo equilibrio, ahí estuvo 24 horas. Lo miró y golpeó su tapa dura de tantos años de cuidado. Pensó en hacer un libro de esta mini novela que le estaba ocurriendo, pero lo que escapaba de su control no podía disfrutarlo asi que se acostó procurando poner el libro en su cartera y deseando que pasara el tiempo.


Abrió temprano la mañana siguiente. Buscó la funda original del libro, separada junto a otras para resguardarlas. Era de color amarillo en su parte central y en los extremos se reproducían caras de quienes eran citados en el libro. 8500 frases en 716 páginas. La limpió para que funda y libro se reencontraran luego de varios años. Lo ubicó en el rectángulo y se sentó a esperar. Odiaba esperar por las cosas y la paciencia no sentía haberla heredado, quizás la librería en sí era la manera de hacerla tener paciencia, una contención.


La mañana venía muy tranquila de ventas así que llamó a su padre por teléfono, contándole lo que le había ocurrido. Parco hasta en los silencios no le agregó muchos más datos que los que ya tenía y sentía que nada en el fondo le quería decir. Lo pensó pero no se lo dijo, e imaginaba que su padre también sentía lo mismo.


Cerca de las dos de la tarde el mismo hombre otra vez entró al local. Alejandra bajó el volumen de la radio para no dispersarse y lo dejó caminar hasta ella y no salir a su encuentro. Estaba vestido igual que el día anterior salvo por la camisa blanca que parecía nueva. Girando levemente su cabeza la saludó con la mirada pero no le dijo nada. Impulsiva Alejandra hizo el primer comentario: “Buenas tardes. ¿Venía por el libro, usted?”. El hombre volvió a hacer un gesto y ambos se dirigieron al rectángulo en donde se exhibía. Nada disimulada en la espera, Alejandra ya tenía la pequeña llave que abría el vidrio y tomó el libro para dárselo.


Cuando lo tuvo entre sus manos el hombre revisó tapa y contratapa, pasándole la mano muy lentamente como quien alisa algo que quiere resguardar. Lo abrió y hojeó mientras pulgar e índice se movían para sentir el grosor de las páginas. Todo esto a Alejandra la ponía más nerviosa y ya estaba parada apoyada sólo en una pierna moviendo uno de los pies con cierta velocidad, esperando algún comentario.


El ruido cuando se cerró el libro la terminó por empujar a decir algo. “Está muy bien mantenido a pesar de los más de 50 años…es una pieza única en ese estilo. Hay otros resúmenes de citas pero referenciando autores clásicos éste es el más completo”. Su alma de vendedora afloró y Alejandra dio rienda suelta al discurso de ocasión para la venta si bien lo que decía era verdad. El hombre miró al libro una vez más y dijo “Le agradezco pero no puedo comprarlo”.


Alejandra no ocultaba sus nervios a esta altura y no le aceptó el libro que el hombre le estaba devolviendo. Le dijo que si era un problema de precio lo podía conversar, que si demostró interés no era oportuno dejar pasar la chance, que era algo que ya no se conseguía.


Pero el hombre se mostraba imperturbable. Finalmente Alejandra le preguntó el por qué:
- Porque ese libro es mio, le respondió.


Ella lo miró frunciendo el ceño y con las manos en la cintura. Ya no le importaban las formas, quería una explicación.


- Tu padre y yo fuimos buenos amigos, soñábamos con ser marineros pero fui abogado y él comerciante. Cuando compró este local empezó a llenarlo con nuevos libros y yo mismo lo ayudé con eso. Entre tantos vi este libro de citas. Un solo ejemplar era raro que lo pusiera a la venta. Era un libro que yo alguna vez le regalé en la adolescencia ¡y él lo estaba poniendo a la venta!. No le dije nada pero poco a poco dejé de hablarle. Y como los presentes jamás deben regalarse sentí que el castigo sería jamás poder venderlo, cosa que ocurrió.


Alejandra quiso disculparse en nombre de la familia pero se preguntó si debía hacerlo, asumir como propio una falta de parte del padre. El hombre seguía hablando.


- A este libro lo conozco bien. Antes de regalarlo yo tuve otro igual y aun lo conservo. Tiene una rara habilidad, al azar siempre se eligen frases que ayudan a quien las lee. ¿Usted lo sabía?.
Ella respondió que sí, que era una tradición leer una cita todos los días y que siempre tenían que ver con el momento, que le parecía un excelente libro.


El hombre le dijo que eligiera una. Ella abrió y leyó: “Todos los libros pueden dividirse en dos clases: libros del momento, y libros de todo momento”. John Huskin.


Propuso Alejandra una solución salomónica. Ella le daba su libro expuesto en la librería, y él a cambio si quería podía dejar el suyo en exhibición. El hombre aceptó pero con un trato extra. Lo dejaría al suyo a la venta apostando a que nadie lo compraría, acuerdo que se selló con un apretón de manos. Cuando se iba él le sugirió que si le interesaba la escritura, esta historia podía ser un buen relato.


Ella tomó nota del comentario y por la noche se llevó el libro nuevamente a la casa a modo de inspiración. Trató de formar en orden los hechos, reforzar debilidades de la historia, darle un toque de ficción donde nadie lo notara. Recordó el consejo y se dejó llevar por lo que le tocara, y leyó la cita al azar:
“El escritor original no es aquel que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar”. Chateaubriand.


Y la historia del libro invendible tuvo comienzo.
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