"Te cedo mi suerte" -Cuento Corto-

1 comentarios jueves, 29 de septiembre de 2011


Juan Carlos era pobre. Para ser precisos, tenía en realidad una sola cosa heredada del padre: su pasión por el seguimiento obstinado de cinco números. Todos los viernes jugaba siempre los mismos cinco benditos números. Su papá le dijo que debía jugarlos porque iban a salir, alguna vez. Pero Juan Carlos quiso pasar a la historia y patear el tablero. Un día, ofendido ya con la imagen de él mismo viéndose seguir números que jamás salían, decidió no jugarlos. Fue a la agencia a decir que ya no le hicieran la habitual combinación, el dueño le dijo que lo lamentaba. Juan Carlos no dijo nada y salió. En su mano, el papel con los números que el agenciero tenía para no olvidarlos. Sin nostalgia lo hizo un bollo.






Buscó un cesto de basura, tuvo que seguir hasta la esquina. Lo tiró ahí. No se iba a venir el cielo abajo si no jugaba esos números, alguien debía alguna vez frenar eso. Pasó la noche mirando televisión con sus hijos. Ahora los noticieros ponen los números en un extremo de la pantalla mientras las noticias se desarrollan, por eso ya casi no miraba noticieros, puso Discovery kids. Al otro día salió a buscar el pan. Hizo fila, compró dos cremonas para el desayuno familiar. Siempre sus hijos le preguntaban los sábados por la boleta pero él los frenó aunque nada habían insinuado. “De los números por favor no se habla más, ya no juego”.






Se olvidó comprar facturas, volvió a la panadería. Era un caos de gente, mucho murmullo. Entró sin preguntar y todos hablaban al mismo tiempo, quiso averiguar qué ocurría. “Parece que Silvana ganó la lotería”, le dijeron. Pero Silvana no aparecía, había mandado a decir que estaba contenta y asustada, que no iría a trabajar. El pozo era millonario. Juan Carlos fue a la agencia, el dueño apenas entró lo miró sin pestañear, como a un extraterrestre. Se acerca y le dice al oído “si, son tus números”.






El hombre sale disparado rumbo al cesto de basura. Estaba vacío. ¿Lo habrá seguido y entonces ella vio cuando tiraba el papel?. Empezó su paranoia persecutoria. Volvió a la agencia, preguntó si alguien había jugado la misma combinación que él. Parecía que si, que a diez minutos del cierre alguien los jugó, no había más datos. Con los días se sinceró ante la dueña de la panadería, le contó lo extraño de todo y le pidió la dirección de Silvana, quería saber cómo había elegido los mismos números, nada más. Se la dio y fue a la casa.






Silvana lo dejó pasar aunque no comprendió mucho. Yo siempre jugaba esa misma combinación, dijo Juan Carlos. ¿Se te ocurrieron de casualidad?. Ella le dijo: “Iba el viernes caminando, comiendo caramelos. Puse el papel en un cesto. Y recordé a mi mamá que siempre me decía que había que ser agradecida del día. Vi en el cesto una boleta algo doblada y me acordé de la agencia”. Juan Carlos estaba a punto de estallar. ¿Pero por qué esos números?. Silvana dijo “Bueno, debía ser agradecida del dia, y jugué la fecha del dia”.



30 de septiembre de 2011. O sea 30-0-9-20-11.



Juan Carlos pensó en su padre. Y en el destino, en su pobreza. En el azar. Sintió que ofrendó de algún modo su suerte, eso no estaba mal.






Fue a la agencia, jugó a la fecha del dia siguiente.



Perdió. Pero agradeció ese día.
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"La paloma, los sueños" -Cuento Corto-

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Quique después de lo de Miriam nunca tuvo ninguna historia que fuera seria. Miriam lo dejó pero él prefiere decir que fue de mutuo acuerdo y tanto le dolió que no quiso sentir más eso que ahora por la chica de la plaza volvía a pasarle. Le molestaba soñar, odiaba que lo llevaran de las narices, sentirse previsible, temía eso.






Durante cuatro días cruzó por ahí esperando ver a la chica de la plaza, sentada casi siempre en el mismo lugar dándole de comer a las palomas. Al quinto día, viernes, decidió pasar más cerca para que lo viera. Quique no tenía ni idea de cómo conquistar: al final eso lo terminan haciendo siempre las mujeres. Se acercó para quedarse parado a unos tres metros. Torció la cabeza para tratar de ver lo que ella a su vez miraba, se dio cuenta de eso y se puso colorado de vergüenza. Se tomó la cara y ella justo en ese momento lo vio. Más vergüenza, el doble.






Quique imploraba que el color se le fuera de su cara y parecer un hombre. Dios quiere que sueñe al parecer, aunque a él no le guste eso. La chica se hizo visera con la mano para verlo mejor porque el sol le daba de frente, Quique temblaba. Ella le dijo “¿Vos no sos el que me mira darle de comer a las palomas?”. Intentó negarlo, arrancó con un no…pero sí, le dijo que sí. “Me llamo Victoria”. Quique iba a decir “Quique” pero sonaba muy de confianza y dijo Enrique. “Como mi tio” le soltó ella, comentario que hizo que Quique se sintiera viejísimo. Le preguntó por qué le daba de comer a las palomas. Victoria explicó que le parecen seres maravillosos, libres, que las admiraba. “Tenés cara de solitario”. No quiero estar con nadie ni tampoco estar soñando que algo me salve, odio soñar, le dijo él, presumiendo seguridad. “Desengañado, entonces. Sentate, vení”.






Quique tardó dos segundos en sentarse. Ella lo miró a la cara, esperaron que una paloma se acercara por más galletitas. Victoria llenó la vida de Quique con esta frase: “¿Sabés lo que me gusta de las palomas? Que leí que son fieles. Tienen el instinto de irse a mejores lugares pero nunca olvidan el nido inicial de su viaje en invierno, siempre vuelven ahí. Si yo les doy galletitas todos los días, ellas vuelven. ¿Habrá alguna vez algo más fiel en nosotros que nos haga volver siempre a lo que somos?”. Quique la miró.



No sé, le dijo.



Ya no la escuchaba. Entregado, soñaba.
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"Yo juzgo" -Cuento Corto-

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Abrió la tapa del contenedor para dejar la bolsa de residuos. Cada vez que hacía eso las rueditas del cesto se movían un poco y parecían tomar vida. Raquel ya estaba acostumbrada asi que tiraba la bolsa rápido y cerraba soltando la tapa. Salió con la chalina blanca porque siempre aparecía alguien para saludarla y ella estaba muy mal vestida, le pasó una vez. Entonces desde ese dia sacaba los residuos producida como para una fiesta.






Pero no había nadie, sólo un poco de viento y alguna hoja que se movía en remolino. Vio la puerta de su casa empezar a cerrarse, abrió los ojos, aceleró todo lo que pudo. Hacía unos tres meses cambió la puerta de picaporte por una con el metal que empuja cuando uno con la llave abre. El viento hizo que se golpeara fuerte, hizo ruido. Raquel primero se angustió. Tocó el timbre de Beatriz, al lado, pero no la atendía. Podría desde ahí llamar a su hija que tiene una copia de la llave pero vive en Zárate asi que tendría para una larga espera mientras.






Su vecina no parecía estar y se dio cuenta con rapidez cuanto sabe de casi todos los vecinos de la cuadra pero qué dudas tenía a la hora de confiar en alguno, porque realmente teniéndolos cercanos, no los conocía. Tocó un timbre y salió “La señora Chevy”, como le había puesto ella porque su marido usaba una vieja e impresentable Chevy. Explicó lo que le había pasado y si podía usar el teléfono para avisarle a su hija que viniera. La mujer la dejó entrar y habló por teléfono, le prometieron que en unos 40 minutos su yerno y su hija tratarían de llegar.






Preguntó con mucha vergüenza cuál era el nombre de su vecina porque no lo sabía. Mirta. Se llamaba Mirta. Le ofreció un café y ella aceptó. Mientras se dio vuelta para prepararlo, Raquel miró en detalle la cocina: azulejado en blanco y celeste, la agarradera algo quemada colgando de la llave de paso del gas, la bolsa de comprar el pan enganchada de un cable viejo, dos almanaques detenidos en el tiempo, decían marzo 2009.






Le agradeció el gesto de ayudarla, la mujer no le contestó, parecía concentrada en hacer café. Se escuchaba un televisor prendido, no parecía haber nadie más en la casa. Mirta se da vuelta con el café y lo apoya en la mesa. La mira a Beatriz revolver con la cuchara, parece que quisiera preguntarle algo pero que no se anima. Le comenta que se puede quedar ahí hasta que su hija llegue, que no había problema. El nudo al fin se desata.






“¿Le puedo preguntar algo?” dice Mirta. Si, claro. “Siempre la veo en la calle con la misma chalina blanca. ¿Es una especie de cábala?”. Raquel se indignó pero le respondió que no, que ella no es que se vestía siempre asi. Que quizás le tocó verla cuando tenía esa chalina pero que solía usar otra ropa además. Algo contrariada le preguntó si ella le podía también hacer una pregunta, Mirta dijo que si. ¿Por qué su marido tiene ese auto tan viejo?. “No es mi marido, es mi hermano. Y ese auto es de mi sobrino. Como no tiene donde dejarlo a la noche mi hermano lo trae hasta acá”. Ambas mujeres respiraron aliviadas. Vecinas tan conocidas y a la vez desconocidas.






Por fin habían dejado de juzgarse. Y tomaron otro café.
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"Las tres cajas" -CC-

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Situación uno: Enrique mira la caja que le acaban de dar. Parece algo rota y eso que los zapatos que tiene dentro son nuevos, los compró recién. Vuelve a la oficina pero no se los quiere poner porque todos se darían cuenta. Cree que estará por fin elegante, siempre le criticaban sus gastados mocasines todoterreno. Tendría un par de horas como para ablandarlos un poco sin sufrirlos en la cara. Mira el reloj, ya concluye su horario. Apaga la computadora y se va con la caja dentro de una bolsa rumbo al ascensor.






Situación dos: Margarita tiene frio. No llevó el pullóver fino de color blanco a la oficina para que no creyeran que en la fiesta usaría el mismo. Decidió teñirlo y esperaba que cuando llegara a la casa ya estuviera seco y tan azul como pretende. Le pidió a una amiga una cartera, que se la trajo dentro de una caja forrada en papel madera. En 19 años de servicio fue a muchas de estas reuniones, el que no iba no recibía reprimendas pero quedaba relegado. A sus jefes les encantaba oír que le digan que la fiesta era divertida. Aunque no lo fuera. En todo eso pensaba mientras se dio cuenta que eran las cinco de la tarde. Se puso la caja debajo del brazo y algo incómoda esperaba el ascensor.






Situación tres: Zelenevich tenía un problema. Su mujer lo apuraba por mensaje de texto desde la casa lista para salir rumbo a la fiesta. Pero justo a la secretaria en ese momento se le ocurrió pensar que el rol de amante no era suficiente. Cerró la puerta de la oficina y los gritos se escuchaban y sentían, las persianas de fino plástico no alcanzaban a tapar toda la vergüenza del hombre que veía hacerse público aquello que disfrutaba a escondidas. Mandó a un cadete a comprar bombones para calmarla, el gasto correría por cuenta de la empresa. Le trajo como tres kilos, una enormidad. Tanto que la secretaria le dijo “¿me estás diciendo gorda con tantos bombones?. ¿Qué soy?” y se los devolvió cuando Zelenevich esperaba el ascensor, a punto de irse. Se los daría a su esposa como solución rápida.






Situación cuatro: Enrique y Margarita le hacen espacio a Zelenevich cuando la puerta del ascensor se abre. Él los mira con algo de desprecio, observa las cajas y ellos a su vez también observan la de él. Los tres en sus cajas tienen cosas para aparentar, para que de ellos se piense lo que quizás no sean. Y se miran sabiéndolo. Los zapatos estaban apretados, la cartera era elegante, los bombones muy ricos.






La apariencia, feliz. Siempre va a las fiestas con gente que la lleva.
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"Lo que me une a vos" -Cuento corto de tres actos-

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Situación uno: Mariana tiene pocas ganas de manejar un domingo tan lindo de sol y calor pero no puede escaparle al destino. Ir a la casa de los suegros es una consecuencia del destino que ha elegido, hay una resignación en su propio silencio mientras el auto va en soledad por la avenida. Siempre se resistió a las reuniones familiares, había estudiado psicología y conocía bien lo del chivo expiatorio que a veces se da en las familias numerosas.



Ella se sentía así, la que todos reinterpretaban en lo más mínimo que dijera. Y para criticarla, obviamente. Faltan tres cuadras para llegar a lo de sus suegros y baja la velocidad, el barrio le parece gris, no hay lugar para estacionar y da dos vueltas hasta que consigue uno. Deja el auto y camina rumbo a la esquina de la casa.






Situación dos: Cristian está feliz en su auto. Cualquier excusa es buena para usarlo, es nuevo y quiere probarlo hasta para ir a comprar el pan a dos cuadras. Su plan de ese día incluye visitar a sus padres a la casa, él sabe que lo hace una sola vez al mes aunque le reclaman que se olvidó de ellos y le trabajan la culpa con bastante éxito porque así se siente: culpable. Antes viviendo con sus padres dejaba en manos de ellos cosas que ahora él, con orgullo, las hace por sí mismo. Deseaba que no se pongan pesados hablando de los tres temas intocables un domingo: política, religión y dinero. Iba mentalizado en dejar pasar indirectas, además desde que se casó siente que le toleran un poco más sus impulsos, sus arranques verbales cuando algo le molesta. El auto lo deja enfrente de un kiosco. Se compra caramelos y mientras elige uno y le saca el papel, camina rumbo a la casa.






Situación tres: Mariana y Cristian están casados desde hace tres años. Y separados desde hace dos meses. Sin embargo se ven todos los días. Es extraño que una decisión no tenga esa fuerza que necesita para ser a la vez una buena explicación, ambos sienten que la separación no es respuesta a lo que les pasa. Por eso se siguen viendo y para los padres de Cristian todo sigue igual. Van a entrar a la casa como si hubieran llegado juntos. Se esperan en la esquina, se ven y se saludan. Mariana quiere tomarlo de la mano en la entrada y él con un gesto le aleja no muy disimuladamente su mano. Se saludan. Cristian a sus padres, Mariana a sus suegros.






Otro día explicarán qué es lo que les pasa. Si es que consiguen saberlo primero.
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"Me comprometo" -Cuento corto-

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Situación uno: Raúl ya sabe que llegará tarde al médico. El auto está en medio de la avenida a unas seis cuadras del consultorio. Era la primera visita al psicólogo, no tenía ganas de ir, y ya tendrían un tema del que hablar: su falta de compromiso ante las cosas. Pensó en una excusa como siempre daba pero también era verdad que salió con el tiempo justo y eso le remordía la conciencia. Tocó bocina de bronca. Empezó a moverse la marea de autos, el semáforo estaba por cortar, se pegó detrás de un colectivo para pasar antes de la luz roja. Un hombre cruzaba de izquierda a derecha Corrientes y con el auto de frente se queda paralizado. Raúl reacciona tarde, cae el hombre y pega la cabeza contra el guardabarros. Todos frenan.






Situación dos: Nicolás estrenaba departamento. Lo compartía con otra persona que estudiaba lo mismo que él. Se dio cuenta que faltaba una lámpara y fue a comprarla. Una lámpara que sirviera, no las de decorado. Cruzó Corrientes sin mirar al costado porque vio de frente el semáforo de peatones con luz verde para pasar. La mala suerte hizo que el auto de Raúl lo atropellara. No reaccionaba en el piso, llaman a una ambulancia. Suena el celular de Nicolás varias veces pero el policía que llegó no lo atiende. Raúl estaba paralizado, se sentía culpable y a la vez no quería comprometerse a atender y explicar.






Situación tres: Nora llama a su hijo por quinta vez al celular. Raúl atiende, le dice quién es y dónde está. Nora presiente algo como toda madre sin que se lo pregunten. Llega la ambulancia y Nicolás reacciona un poco, Raúl le va relatando a la mamá por teléfono todo lo que le ocurre a su hijo. Ella le grita que ya sale para el hospital y que no le corte. Que su hijo es nuevo en capital, que ella ese día a la mañana algo sintió, que le iba a avisar que no empezara hoy a atender. Pero que Nicolás le dijo que había conseguido sus tres primeros pacientes, que la gente a la tarde es puntual, que no quería fallar. Que tenía ganas de trabajar, que se repartieron con su amigo los pacientes. Raúl alejó el teléfono de su oreja, quiso pensar pero dentro de una ambulancia no se puede, estaba rumbo al hospital con Nicolás. Señora, yo soy el paciente, le dice Raúl. “¿Qué paciente?”. El que iba a atender su hijo. Nora le gritó “ahora el paciente es él”. Se sintió útil, por primera vez.






Situación cuatro: a los dos días Raúl va a verlo a Nicolás al hospital, ya estaba mejor. Le explicó lo extraño de la vida, del destino, aunque un psicólogo no creyera en eso. Se preguntaron uno al otro si estaban curados. Y ambos dijeron al mismo tiempo, con alivio, que sí.
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"Seguime, no me lo pidas" -CC-

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Paula esperaba que se calentara el agua para el mate, miraba la hornalla pensando en otra cosa. Apagó el fuego pero olvidó usar el repasador para levantar la pava y se quemó al contacto, eso la hizo volver de sus pensamientos al instante. Por culpa de Rodrigo dijo dos malas palabras por la mitad y se llevó el equipo de mate para su habitación.






Se sentó en un sillón y estiró las piernas en la cama, la posición en la que siempre le gustaba estar. Y pensar. ¿Hace cuánto que lo conocía a Rodrigo?. ¿Dos años?. Sí, casi. ¿Se lo tomará a mal, pensará que es una locura?. ¿Creerá él que es una manera elegante de terminar la relación?. Lo citó a las cuatro y faltaban cinco minutos, no se había cambiado y estaba con un jogging tan cómodo como impresentable. Terminó de tomar mate. Buscó una remera azul, se ató al pelo. En el baño se miró la cara, las ojeras de recién llegada del trabajo no quiso volver a taparlas. Timbre. Le dice de abajo que alguien le abrió.






Lo recibe con un beso como siempre. Rodrigo quería saber por qué tanto secreto, qué tenía para decirle. Ella le cuenta que desde que tiene dos trabajos de media jornada pudo ahorrar un poco. Él recuerda que era para un colchón de dos plazas, pero Paula lo frena. Le dice que siente que tiene que hacer un viaje. A Perú. Que ahí vive una prima. ¿La que te habla por Facebook?, dice él. Sí, esa. Que ahí también están dos amigas, que no lo tome como algo en contra de él, que lo ama, que lo necesita pero ahora eso para ella era lo que más quería. Que la entendiera. Que no le podía pedir que la acompañara, pero que lo deseaba de todas formas. Que la mire a los ojos, que no le mentía, que no había otro, ni estaba cansada de su mal humor y desorden cada vez que se quedaba a dormir. Ambos rieron, pero Rodrigo tenía ojos de derrota.






Paula le dio otro beso, le temblaban las piernas. Se fue y ella cerró, golpeó con el puño la puerta. Volvió por segunda vez a decir dos malas palabras por la mitad. Quería irse y a la vez quedarse, y en ninguna de las dos decisiones sentía que sería feliz.






Tres días después, jueves a las 5 de la mañana. Ezeiza tiene a esa hora tres personas con valijas y un hombre que pasa un cepillo limpiando lo que nadie ensució. Paula siente frio y hace 23 grados. Es miedo, piensa. No viene a despedirla ni vendrá, estaba ofendido y era terco como roca, lo sabía. Embarcó. Durmió un par de horas porque al lado no había nadie y pudo acomodar las piernas. Llegó a Lima.






Una de las amigas la debería esperar a ella pero ocurría al revés. No aparecía. Mensaje de texto “Pauli, estoy retrasada”. Le tapan los ojos con dos manos. Pensó que era él pero no, es su amiga, se abrazan. Ella parece más feliz que Paula.






Van a subir a un auto que las espera. Pregunta adónde iba a ir. “¿Vengo acá y vos no sabés adónde vamos?” le dice Rodrigo desde el asiento de adelante.






Ella lo mira, llora y se ríe. Y lo insulta por tercera vez. Y lo ama.
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"Celeste, la grande" -CC-

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Primavera del 2007. El micro para Sebastián era lo más importante en su vida y si bien los días de clase llevaba grupos civilizados (los de la mañana porque tenían aun sueño, creía), todos los 21 de septiembre eran especiales. Llegó a la puerta del colegio.






Autos en triple fila de los cuatro carriles de la calle, más él, y padres que revisaban a sus hijos en todos los detalles. Miraba la situación sentado y con la puerta abierta del micro, nadie ponía un pie arriba hasta que se diera la orden. Por lista fueron subiendo, excitados, gritando. Tres chicos querían ir en dos asientos y escuchó a la maestra algo enojada, pensó en la docencia y en la paciencia, términos parecidos. Fueron por 9 de julio hasta el Obelisco, siempre hacía un recorrido algo turístico para que no fuera sólo ir a un lugar. Luego de 40 minutos llegaron a Palermo.






Estacionó frente a esa máquina de pochoclos, eterna máquina, con forma de locomotora. Cerca de 30 se bajaron a la vez, el colectivo se movía como en terremoto. Le pareció que cuatro personas eran pocas para tantos chicos pero sabían cómo hacerlo y consiguieron el orden. Una maestra volvió a subir. Había un chico que no bajó, y él ni siquiera lo había notado. La docente se sentó en el asiento de adelante y le habló cinco minutos, luego se levantó y bajó del colectivo a hablar con las demás. Parecía el chico enojado o triste, Sebastián no podía saberlo bien porque no mostraba mucho su cara.






Se acercó de a poco y miró por la ventanilla buscando la aprobación de las maestras, que le dijeron que sí con la cabeza.



Me llamo Sebastián, ¿vos cómo te llamás?.



-“Alexis”.



¿Y qué anda pasando, Alexis?. ¿No querés bajar?.



-“Para qué…si no me habla”.



¿Quién no te habla?.



-“Celeste”.



¿Y qué pasó con Celeste?.



-“No sé, me dejó de hablar, no quiero bajar”.



¿Celeste es una amiguita tuya?.



-“Si”.



Pero por algo no te habla, ¿se pelearon?.



Alexis respiró pausado, con esa desesperanza que por cosas de chicos uno tiene a los 9 o 10 años. “Se enojó, no me dijo por qué”. Sebastián se rascó la cabeza. Bajó, le comentó a las maestras lo que había hablado y fueron a buscar a Celeste, que muy feliz se divertía con el resto. Le explicaron lo que pasaba y ella subió al colectivo con cara de saber cómo resolver la situación. Sebastián se quedó en el asiento del conductor y no quería molestar así que ni se movió. Ella tomó la mano de Alexis y le dijo que lo disculpaba. Juntaron las cuatro manos y Celeste le dio un beso en la mejilla. Ambos bajaron.






La nena había manejado la situación con envidiable adultez, Sebastián quedó schokeado. A la noche entró a internet. Buscador de Facebook: María Laura Sendrone. Una foto que le pareció que era la de ella luego de 35 años. Le escribió cortito a su primera novia: ¿me perdonás?. Tres horas después, la respuesta: “siempre tarde…pero sí”.






Hoy pasaron cuatro años de aquel 21 de septiembre de 2007 y sigue llevando Sebastián chicos a Palermo en su micro. Quiere apurarse hoy, así vuelve con María Laura y la nena. Que sí, se llama Celeste.
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"Afrodita criolla" -CC-

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Le preguntaron qué estaba haciendo. Y él dijo “no lo sé”. En realidad Juan sabía qué era pero como no estaba tallada aun, quería representar lo mejor posible el sueño. El sueño. Tuvo hacía dos noches un sueño, la imagen de una mujer, y se puso a tallar con pasión.






Dicen que los escultores no crean sino que “descubren” sus obras dentro de la piedra, que las rescatan de ahí para que otros las vean. No iba a estar feliz si no resultaba algo cercano al sueño que tuvo lo que hiciera al final del día. Era una mujer con un vestido hasta los pies, con muchos pliegues y volados. El pelo largo y con algunos rulos rebeldes que acomodaba en la parte de atrás de las orejas sin mucha suerte: volvían a la frente. Su sueño de esa mujer fue en movimiento. O eso creía, porque el pelo de ella se movía, quizás la imagen tenía viento.






A los 15 días la figura tenía poco más de un metro y treinta centímetros. Ya era su obsesión a escala real. Le contorneó delicadamente la parte del cabello, con el pelo suelto como quien mira de frente el mar. La cara tenía el mentón algo elevado, la quiso retratar altiva, al fin y al cabo era su sueño, una Afrodita criolla. Terminó un martes. Otros trabajos pedidos la dejaron en un costado del taller pero no de su mente, todas las noches le mejoraba algo. A los tres meses la tapó con una sábana, sentía que ella lo miraba trabajar.






Fue al tiempo un hombre y curioso le preguntó qué era aquello tapado ahí atrás y Juan le contó que era su obra terminada, de lo que la había inspirado. “Si la imagen te tiene mal podrías venderla”, le dijo el hombre. A la semana fue a la casa de remates sobre Talcahuano. No era la primera vez que iba a un remate de alguna obra suya pero lo evitaba, sentía lo comercial que era todo. Gente de saco que levanta la mano, juegan con los montos. Mujeres que esperan su momento y dicen una cifra mirando de reojo. El rematador decide con su martillo. Vendido al señor de la segunda fila. La gente aplaude sin ganas. Juan miraba todo desde el final de la sala, apoyado contra una columna. No quiere ir a decirle que se lleva algo de su autoría, es tímido para esas cosas.






Salen todos a la vez de ahí, es ya de noche y el frio apura el paso. El comprador va rumbo a un bar, Juan también decide ir para ese lado. Los dos están solos en mesas algo cercanas, quizás el destino quiere que le termine diciendo que es el autor de lo que acaba de comprar. Pero el hombre saluda a alguien que entra. Una mujer muy alta con un tapado gris y un gorro. Se sienta y el hombre se va, cree Juan que al baño.






Ella se quita el gorro. Fue la imagen, fue el sueño. Era la mujer, su Afrodita criolla. Se acercó y la miró. Se lamentó que pareciera estar en pareja. “No quiero incomodarla, soy el autor de la obra que su marido compró”. Ella le dijo que no era su marido sino su hermano, y que por teléfono le había dicho que era una imagen tal cual de ella. Juan le dijo que primera vez estaba viendo a una musa, que su vida de ahí en más seguro iba a cambiar.



¿Qué es una musa?.



“Usted”, le dice él.



Y Afrodita y Juan, sueño y soñador, se fueron juntos de ahí.
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"El cuadro incompleto" -Cuento Corto-

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Terminó la pintura en ese lienzo cargado de tantos colores aun frescos y la aseguró mejor al marco. Se alejó para contemplarla, como le habían enseñado. Se sentía feliz porque su objetivo era no mostrar la cara pero que la figura sugiriera desde lo externo de quién se trataba. No era pintura abstracta, no era impresionismo. Era ella. Sólo ella.






Como secreto con ganas de ser develado, Gastón quiso hacer de su trabajo final, el dar a conocer lo que estuvo por varios meses guardando. Su compañera en el taller de pintura se llamaba Karina. Parecía, a él le parecía, más joven. Llevaba la ropa suelta y no hablaba demasiado, le tocó tenerla al lado en las primeras clases. Como todo buen amor inicial, ella nunca le prestaba real atención. Parecía Karina abstraída. Un misterio saber en qué.






Lo que pudo lograr Gastón es que su profesor luego de siete meses, le dejara retratar una figura usando todas las técnicas que había aprendido. Antes de cada clase se acercaba a saludarla, Karina apenas lo miraba. Él le mostraba sus avances, de cómo iba entendiendo, pero no lograba tener una cuestión en común. Empezó a observar sus dibujos semanales. Algún ave adelante de la imagen o en el fondo, flores en distintas ubicaciones y perspectivas. El mar, la sensación de viento. Gastón tomó nota mentalmente y preparó durante dos meses su cuadro.






El dia que debía llevarlo estaba ansioso. Lo iba a exponer ante su profesor y explicar las técnicas usadas y en qué se inspiró. Era quizás más sencillo decir “en ella”. Pero fue a lo técnico. Los pájaros los pintó en azul respetando el tono con que el cielo estaba pintado, como forma de equilibrar la obra. Quiso hacer la figura femenina desde lo alto de un peñón porque intentaba darle profundidad al punto donde la figura estaba mirando. Tenía una especie de diario en sus manos, no un libro. Y ese diario con las manos en su espalda, dándole valor al paisaje más que a otra cosa. Una especie de pasarela iba hasta el mar, abajo. El viento estaba sólo presente en el pelo de la mujer y el resto de la imagen tiene el aspecto de fija.






Finalmente, sostuvo Gastón, las flores. Son protagonistas en cantidad que rodean a la figura, la envuelven. Logran en ella una protección, como el cielo al marco”. ¿Qué creen que le falta a este cuadro? Preguntó el docente a los demás. Y Karina dijo “un faro. Un objetivo fijo adonde ella mire”. El profesor asintió con la cabeza y se quedó mirando el cuadro eternos cinco segundos. “Saluden a un colega retratista”, les dijo a los demás alumnos, y todos aplaudieron.






Terminó la clase. Karina lo ayudó a guardar y embalar el cuadro con cuidado. Se acercó a ella para hablarle pero Karina se le adelantó:“Sentí que la mujer de la pintura era yo, y te parecerá loco. ¿A quién quisiste retratar?”. Gastón le dijo “a la idea que yo tengo del amor”.






Ella lo miró con ternura y le dijo “Ah, pensé que me habías retratado”.



Ambos rieron. Y se fueron los dos, a terminar la parte que faltaba.



Ese faro adonde mirar. Y mirarse.
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"Lección maestra" -CC-

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Oscar estaba mirando televisión y un poco intentando el descanso mental de un día complicado, la cuestión era relajarse. Su esposa se acerca, le dice al oído y por detrás que debía leer algo del cuaderno de tercer grado de Santiago. “Después lo veo”, le dijo. No, ahora, lo apuró Carla. Oscar se dio vuelta y tomó el cuaderno.






Lo miró bien porque en lo que iba del año no había visto ninguno y sólo recordaba haber firmado dos veces el de comunicados. Varios espacios en blanco, letras mayúsculas inmensamente mayúsculas, desproporcionadas. “Más adelante”, le aclara Carla.






Llega a una descripción en cinco renglones sobre su familia. Santiago escribió: “Mi familia es de apellido Castro, somos tres y el perro. Mamá trabaja de secretaria de una señora y papá en un Banco. Mamá siempre llega temprano y me viene a buscar, papá llega tarde y mira tele comiendo. Trae papeles y los lee. Juego con él cuando se duerme en el sofá y no se da cuenta. Tengo un mueble con juguetes y juego a que juega conmigo. Me dijo que me iba a comprar algo pero es un secreto. Cuando hablan tengo sueño, me duermo y me apagan la luz”.






Oscar terminó de leer y se rascó la cabeza, buscó una buena explicación antes de mirar a su esposa a los ojos. Entendió qué hacer. Fue a la habitación, Santiago ya dormía. Miró el mueble con juguetes, el estante tenía arriba de todo la pelota de fútbol y dos o tres robots de no sabía qué serie de televisión. Lo vio respirar dormido, se vio a él mismo a los 8 años. Apagó la luz, se sintió en derrota. Hablaron con Carla de hacer un espacio en la semana para que los dos jueguen.






Al sábado siguiente le preguntó si quería ir a la plaza y Santiago le dijo que si pero si era porque pasaba algo. Oscar respondió que no. Que llevara la pelota. Se pusieron a jugar contra un árbol, pateando sin sentido pero compartiendo el momento.






El chico le dice “¿vinimos por lo que escribí en el cuaderno?”. Y su papá lo miró fijo. Le preguntó de donde sacó eso y Santiago le dijo que cuando iba a empezar a escribir en clase le preguntó a la maestra que podía poner, y que le dijo “lo que sientas, tranquilo”. Que le dijo que quería inventar lo que escribiría pero la maestra se acercó y le habló bajito: “siempre es mejor poner la verdad. Vas a ver que si escribís lo que no te gusta pero es verdad, después se va a arreglar”. Y la Señorita Marcela tenía razón, le dijo Santiago al padre.






Oscar se sintió lo que era: un nacido en el siglo pasado. El hijo solucionó algo sin que se diera cuenta, o quizás sí. El lunes fue a saludar a la maestra. Y decirle que su consejo casi fue una solución terapéutica.






La Señorita no entendió mucho. Ella sólo hizo lo que corresponde cuando en general siempre hacemos lo que queremos. Nunca es tarde para aprender.



Para aprender a Ser. Maestra.
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"Eso que vos tenés" -C C-

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Eran casi las doce de la noche y el barco estaba por zarpar. Nicolás jamás había viajado sobre el agua, en general lo hacía en avión, sentía que la lluvia no ayudaría en la tarea de reducción del miedo. Las gotas comenzaron a pegar contra el grueso blindex en las maniobras de salida del puerto. Se mueve al ritmo de las olas el barco. La luz de la bodega le permite ver unos dos o tres metros en derredor y el panorama es agua de rio marrón y mucho oleaje.






Intenta acomodarse pero la persona de adelante reclina el asiento un segundo antes que él y lo dejó en una posición desventajosa, acostado y a la vez sentado, sin opción. Respira profundo, mira a su alrededor. En diagonal un Hare-Krishna literalmente de pies a cabeza. Lo ve tranquilo. Imagina esas sandalias cuando llegue a Colonia y tenga que bajar en medio de la lluvia, se ríe de pensarlo en problemas. Un televisor lejano a su posición está pasando una grabación en donde explican qué hacer si el barco “tiene una emergencia”. Nicolás tantea debajo de su asiento y toca algo que cree es el salvavidas de él. Está nervioso.






Lleva en un bolso el traje para cambiarse aunque estará en Uruguay menos de cinco horas. Lo citaron para firmar los malditos papeles. La venta a unos familiares que nunca vio, de unos terrenos suyos que no conoce. Y no los conoce porque no eran de él hasta que su tío Ernesto tuvo la desafortunada idea de partir del mundo. Y Nicolás de ser heredero directo una vez más, como lo fue de su padre. Apenas horas después, los desconocidos familiares ya intentaron contactarlo para hacerle una oferta que no pudo rechazar.






Si lograba ver algo lindo de Uruguay en tan pocas horas quizás hasta compraría algo ahí. El barco se mueve como coctelera. Tres horas de viaje y llega a Colonia. Trasbordo en micro hasta Montevideo. Duerme durante todo el trayecto y lo despierta el golpe de un bolso contra su cabeza, había llegado a destino. Un hombre de la Escribanía lo esperaba y ambos desayunaron en la Terminal de Tres Cruces.






A eso de las 8 y media de la mañana fueron hasta el lugar. Una casa reciclada como escribanía, todo moderno salvo los muebles, la mesa parecía centenaria. Entran, como en “El padrino”, gente a la sala que no conoce y lo saludan como si lo conocieran, con beso en la mejilla y todo. No ve nada de parecido a sus primos respecto de él o su padre. El escribano lee su parte, se relee, se firma. Nicolás sale satisfecho dentro de todo. Pide un taxi, ve la costa de Montevideo de pasada, lo espera el micro y luego el barco.






Vuelve a Colonia. Antes de subir al barco encuentra al Hare-Krishna, vestido igual. Lo tiene al lado, es más fuerte que él su curiosidad. Le pregunta si llevar ese atuendo tenía que ver con un mandato de la religión, porque en verano podría entenderlo pero en invierno o con lluvia no veía la gracia. El hombre le dijo “A mi no me mandan a ponerme esto. Yo siento que lo debo usar. Como usted, su traje”. Nicolás entendió la rapidez del mensaje dado y le cayó bien el hombre. Hablaron todo el viaje de vuelta, se contaron cosas de sus vidas, bien distintas. Al otro día por Palermo, Nicolás paró en una zapatería. Pidió sandalias. Las más caras de las sandalias. Luego se compró una remera naranja.






¿Se puede ser espiritual y materialista?. Mejor, cada uno en su barco. ¿Qué dejó ese hombre en mi?, pensó Nicolás. Culpa.



Y empezó a envidiarlo. Por su falta de dinero.
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"El número" -CC-

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La una de la tarde. Martes. El Banco estaba increíblemente vacío, los asientos desocupados y el cartel de llamado de los clientes fijo en el número 74. Titilaba esperando pero nadie aparecía. Ramón había aprendido en casi seis meses de trabajo ahí que su tarea no era sólo de “seguridad”, sino poco menos que de asesor en dudas y afines. Además de estar atento a todo debía responder preguntas bancarias que bien variadas eran.






Pero ese día todo estaba tranquilo, había una sola persona sentada esperando ser llamada. Como nadie aparecía y estando semi vacio el lugar, fue directo al hombre en cuestión. Un tapado gris, una gorra elegante, creía ubicarlo de verlo mes a mes. Tenía las manos cruzadas y miraba hacia adelante, parecía extraviado en algún pensamiento.






Ramón le toca el hombro al viejo, lo mira y sonríe. Señor…no hay nadie, puede usted pasar.






“No, tengo el número 75”, le dijo el viejo a Ramón, quien se rascó la cabeza para tratar de entenderlo.






-Mire…con el número ese lo van a atender igual, puede pasar…






”Soy paciente, espero mi turno”, dijo el hombre mirándolo a los ojos con cara de no querer ser más preguntado. Cuando comprendió que su explicación no era muy clara, a Ramón se le ocurrió algo. Fue al aparato, el de color rojo y pico negro de donde se sacan los números, y le iba a llevar alguno para que entienda la progresión, que ya podía pasar. Se llevó una sorpresa: todos los números eran el 75. Lo miró al letrero titilando en el 74.






Volvió a fijar la vista para asegurarse no estar del todo loco y empezó a tirar del rollo de números, todos eran el mismo. Se cayeron, desenrollados, al piso. Ramón se puso nervioso, nadie lo miraba. De nuevo los números en el aparato y fue adonde estaba el viejo, que seguía ahí. Siguió hasta las cajas, la gente de las ventanillas lo miraban sin entenderlo porque no le salían las palabras, se desesperó porque no podía expresar lo que le pasaba.






¿Y qué le pasaba?. Todos los números iguales y no había gente, o uno solo que no era atendido. Volvió cerca del viejo, que lo miró y le hizo un gesto con la mano. Ramón pegó un grito. Se despertó. Estaba agitado de haber corrido una especie de maratón mental en un sueño feo. Eran casi las siete. Preparó el desayuno, se puso el uniforme. Le sobraron diez minutos a su rutina y prendió la radio para dejar pasar el tiempo.






Cuando salió caminó encandilado por el sol de mañana. Se puso la mano arriba de las cejas para hacerse visera. En diagonal un hombre va a cruzar la calle por el medio, viene un colectivo. Ramón le grita pero el hombre mayor miraba para abajo. Se cruza y confía en que el chofer a tiempo parará, alcanza a tomar al viejo de uno de los brazos. Lo gira y ambos caen cuando justo el chofer frena. Se levantan los dos bastante doloridos.






El viejo, de tapado gris y gorra elegante, le agradece. Ramón abre los ojos como si hubiera visto lo que vio: una aparición. Por tercera vez tuvo un sueño premonitorio que se cumplió, pero para que no le digan loco no se lo va a contar a nadie. El colectivero la noche anterior también había soñado que en algún momento del recorrido tenía que frenar. Porque dos locos salidos de ningún lado se le iban a cruzar.






Satisfecho de haberle hecho caso al destino, el chofer de la línea 75 arrancó. Y también se fue.
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"La distancia tan cercana" -Cuento corto-

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Caminó entre esa especie de bruma que el invierno tiene cuando no se ve nada adelante y se escuchan sólo los pasos de uno. Le dijeron que era a esta hora, le dijeron que era por acá y la verdad es que tenía algo de miedo, eran pasadas las cinco de la mañana. Se mentalizó en que el miedo era más que nada frio y se fue acercando a una parada de colectivo.






El techo de cemento parecía la única construcción en varios metros, no conocía la zona y no parecía haber nadie, menos un colectivo. Se quiso poner las manos en los bolsillos y hacer ese gesto típico de quien tiene frio, pegando saltitos. Pero no tiene bolsillos y acaba de darse cuenta, asi que se quedó con los brazos cruzados. Estaba vestida de civil y no se acordó.






Pasaron quince minutos y vio venir luz sobre la calle. Un auto apenas ve una persona acelera en vez de aminorar la marcha, le hubiera preguntado si ese era el lugar correcto pero el automovilista no lo sabría. Siguió esperando, escuchó un gallo cantar de fondo, imaginó una zona rural, estando cerca de ese gallo para admirar sus cuerdas vocales en medio del silencio absoluto.






De pronto ve a alguien caminando en sentido contrario a la ruta, sobre la banquina. No lo distingue bien, parece que es él. Sí, definitivamente es él. Lleva aspecto de persona mayor a la edad que sabe, tiene. Una bufanda azul algo corta, que está puesta en diagonal para cubrir mejor el pecho. Campera de jean algo gastada y un pullover de cuello alto negro. Un morral de color gris, las manos en los bolsillos. Iba con la cabeza hacia abajo, venía rumbo a la parada sin dudas.






Lo ve de cerca. Tiene cara de niño grande, de amable aunque desconfiado de quien no conoce.






¿Esperando el colectivo, hace mucho no viene?.



Y el Ángel de civil le contesta “Sí, estaba esperando yo también”.






Cuando terminan de mirarse se ve al colectivo llegar. Se pone delante de ella para luego hacerla subir primero, era un caballero. Pero cuando lo intenta el Ángel de civil ya no está. El hombre se rasca la cabeza, revisa hacia ambos lados, el colectivero no entiende por qué no sube. Saca boleto, mira por la ventanilla, no la ve. Y no la ve porque ya se había subido.






Y estaría, como le ordenaron, de ahí en más siempre con él. Porque esperando el colectivo desde ese día, aquel hombre ya no se siente tan solo.

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"El sol de su oficina" -CC-

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Cinthia odiaba dos cosas de la oficina y sus compañeros, cuestiones que expresaba con la cara pero jamás diría en voz alta. Una era que le dijeran “Cin”, el diminutivo al que ahora parece reducirse cualquier nombre y palabra en general. Y lo otra eran días como el de hoy, el del amigo invisible. Si bien nunca podría ella misma definirse como una mujer madura, lo que sentía había a su alrededor era tanto o peor. Todos parecían revolucionados cuando una vez al mes se instalaba la cuestión del juego.






Tres compañeros de ella eran los encargados de copiar los nombres en diferentes papelitos, y no conformes con eso decidían cambiar las reglas del juego mes a mes, suponiendo que le darían emoción a lo que Cinthia directamente le molestaba, se juegue como se juegue. Pero cuando es una ocasión asi no hay que quedarse afuera y luego ser reprochado por eso, asi que no tenía opción. Lo que este mes habían planeado hacer era que cada uno sacara un papelito y quien saliera escrito a su vez elija de otra bolsita de nombres y se quedara con ese papel sin decir el nombre. Así hasta que se complete.






Cinthia tardó unos diez minutos para entender el sistema e igual le parecía una pavada. Cuando fue su turno sacó el papel y no hubo peor noticia: Ramiro Gentile. Sí, el odioso hablador y contador de chistes viejos más insoportable. Ella dijo el nombre en voz alta y Ramiro fue a la bolsita y eligió el papel. Cinthia rezaba para que la diosa fortuna para que encima le tocara a él mismo le diera el regalo. Pero sus rezos no surtieron efecto y lo sabría después. Ramiro sacó justo el papel con el nombre de Cinthia y le tocaba a él regalarle algo.






Fueron tres días esperando y como se solían hacer bromas, es taba preparada para recibir cualquier cosa en público. Al tercer dia una caja la esperaba en su oficina cuando llegó. Era bien temprano y en la parte superior el “tu amigo invisible” presagiaba lo peor. Levantó la tapa de cartón y había dentro una foto y un mensaje.






La foto era de ella, en un muy mal montaje, supuestamente en una playa del Caribe, aunque lo único de ella ahí era la cara. El mensaje decía “es mi sueño, y ahí falto yo”. ¿Quién tenía el tiempo de hacerse el enamorado ahí?, pensó Cinthia. Por el estilo tan poco romántico seguro que era un hombre y no una broma femenina. Puso la foto en su agenda y la caja al lado de la cpu. A la vuelta del almuerzo encontró otro cartel en su mesa: “falto yo”.






Detrás del cartel la misma foto en la playa del Caribe pero esta vez con el cuerpo de un hombre al lado, sin cabeza. Cinthia ya estaba interesada de verdad en saber quién era, pero su ego le impedía expresar que la situación le gustaba. Pasó la tarde esperando algo, una señal, pero nada.






Por la noche en su casa abrió el correo. Un mail de Ramiro Gentile, pensó en esas cadenas de chistes y videos que solía mandar. Tenía un adjunto, era una foto. Estaban los dos, montaje mediante, en la playa del Caribe. Arriba de la foto decía “tomando sol, con el sol al lado”. Cinthia aflojó y se rió.






Al otro dia debían decir quién creían era su amigo invisible. Cuando le tocó a ella dijo otro nombre, quiso equivocarse a propósito, guardarse la situación para ella. Lo tuvo que decir él y eso a Cinthia le causaba gracia. Nunca se rió de los chistes de Ramiro, salvo cuando lo vio titubear su nombre y ponerse nervioso.






Salieron del trabajo y se fueron al bar que ella eligió: “Caribe”, enfrente a la oficina. Lo dejó hablar, lo vio como nunca lo había visto. Lo sintió. Y concluido el café Ramiro le regaló su foto-montaje. El del mar, la playa y ese sol que al lado de él estaba.



Como todos los días en la oficina.

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"El mueble" -CC-

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La puerta del mueble estaba vencida y caída hacia adelante, para cerrarla había que sujetarla con un cartón o bien con una hoja varias veces doblada que hiciera tope. No existía para Miguel orgullo más grande que ese mueble triste, viejo. Tenía un lugar destacado en el comedor, contra una de las paredes y en medio de la sala. Su esposa lo aceptó siempre a regañadientes al objeto, que a veces parecía tener más entidad que varias decisiones en conjunto.






Cuando Miguel no estaba lo abría y siempre encontraba lo mismo: sus recuerdos de niño, algunos cuadernos de escuela, un par de corbatas de adolescente, copas de torneos de fútbol que ya no existen. Lo que le llamaba la atención es que en la parte posterior de la puerta estaba pegada una hoja en blanco, pero que detrás se veía algo escrito aunque no distinguía qué. Doblaba el cartón para hacer tope en la puerta exactamente igual a él para que no se diera cuenta que anduvo mirando el mueble triste.






Una noche Miguel volvió muy tarde, ella lo esperó para prepararle la comida. Fue a buscar el postre y cuando regresó estaba Miguel revolviendo el mueble triste.






¿No viste un señalador?.



“¿Un señalador?. No, yo nunca abro ahí”, mintió con estilo Carla.






Después de mucho buscar lo encontró y se lo llevó a la habitación, ambos se acostaron, él se puso a leer un libro y cuando se decidió dormir usó el señalador para marcar la hoja. Carla vio eso y esperó pacientemente su momento. Cuando Miguel estuvo dormido dio la vuelta a la cama y tomó el libro de la mesa de luz, lo abrió. El señalador, muy viejo y despintado, decía “Sólo viven aquellos que luchan-Víctor Hugo-Los miserables”. Eso no significaba nada para Carla.






Los días pasaron y el ánimo de Miguel iba en bajada, el postre pasaba a ser un café en donde le contaba todos sus pesares laborales. A la mañana otra vez Carla vio a Miguel revolviendo el mueble triste. Encontró una hoja muy amarilla o en realidad parecía un sobre muy amarillo por el tiempo. Decía “Abrir a los 37 años”. Lo abrió y estaba la letra de su papá. El mensaje decía “Ya leíste el señalador, ya leíste esta carta. Sabés lo que sigue”.






Ella entendía más bien poco y sospechaba que su marido algo menos. Carla le preguntó en confianza por la hoja puesta en la parte de atrás de la puerta del mueble triste y él le dijo que debía leerla luego de todo lo que le ocurriera.






Dos días después Miguel renuncia a su trabajo, se pelea con su jefe, llega a la casa mojado por la lluvia repentina que no perdonó a su traje. Sacó los objetos del mueble triste y los puso en otro lugar. Le contó a su esposa lo que el padre le había dicho hace muchos años, de cómo a los 37 iban a suceder todas y cada una de las cosas, que no entendía cómo podía saberlo tantos años antes.






“Para honrar pasado olvídelo caminando su presente”, decía la hoja en la puerta.






Un martes lo dejó en la calle, al lado del poste.



A ese mueble viejo, su tristeza, para empezar de nuevo.

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