Encerrado (en él)

3 comentarios martes, 30 de marzo de 2010

Las imágenes del televisor se reflejaban en la pared y el techo, que tienen el mismo color blanco. Como quien decide acelerar una cinta, los movimientos de las sombras eran rápidos y seguramente provenían de algún noticiero. A las ocho de la noche Leonardo miraba religiosamente las noticias. Mirar, en su idioma, es tener el televisor de fondo y encendido en algún canal cuya imagen se mueva, le daba más vida a la habitación. El elemento más importante no era ese, sino su computadora.


En ella estaba trabajando, aburrido y con ganas de no parar hasta terminar lo debido. Esa mezcla de sensaciones eran habituales, no reniega de lo que hace pero sí, bastante de los modos. Más de una vez sueña con no ser él y escapar de esa especie de condena que a veces, significa hacer lo que uno sabe. Pero escapar es algo así como huir y no le suena bien. Plantea entonces en su mente una retirada elegante, trazando probabilidades que tienen siempre que ver con un cambio absoluto.

Un cambio que lo defina o en tal caso, lo redefina. Buscó vueltas de tuerca a su oficio, lo intentó ver de otro modo, buscó colaboración. Pero siempre sus ojos verían todo de la misma manera y estaba notando algo que lo inquietaba. Las miradas de quienes lo rodeaban (amigos y conocidos) hacían un diagnóstico sobre él exactamente igual al suyo. Se sabe que el de afuera quizás vea mejor o peor las cosas, pero es extraño que exactamente igual.

En todo eso pensaba Leonardo mientras escribía, y era un milagro que el texto tuviera algún criterio. Aceleró el final del escrito. Lo cerró con frases hechas y lo mandó por mail, su trabajo era archivo recibido, modificado y enviado nuevamente. Cuando se liberó de lo exigido, por fin pudo pensar en él. Se preparó un café algo cargado, gusto que supo hacer luego de mil intentos fallidos hasta encontrar el punto., Un café lo despertaba, o para mejor decir lo sacaba de un momento para llevarlo a otro de su mente. Era como la puerta, el límite que marcaba los ánimos.

Se sentó junto a la mesa para cuatro personas pero de una sola silla. Miró la taza y la cuchara con la que intentaba no hacer ruido contra el fondo. Le gustaría estar en otro lugar, seguramente con algunos más para compartir si más no fuera, las desventuras de pensar ser otro. Pero la computadora lo esperaba en la habitación, y prendida. Llevó el café al lado del monitor. Se puso a chatear con una amiga.

Leonardo tiene ojo para la distancia, sobretodo las largas distancias. Sus amistades no brillan por su ausencia sino por la lejanía en kilómetros. El refugio que significaba el chat lo descubrió no hace mucho tiempo y era bastante liberador de angustias, aunque no reemplaza estar cara a cara, cosa que notaba, antes hacía mucho más que ahora.

La idea de futuro con los años se le había ido modificando. Sus ideales más que adaptarse al paso del tiempo se fueron achicando, lo que hace que el conformismo ocupe el lugar de la ambición. La bien entendida y que sirve de inspiración para motorizar lo que se quiere. Vivir siendo consciente de lo que le pasa a uno es muy bueno de cara a una solución pero no como método de tortura si una solución no llega.

Si las respuestas, como le habían dicho, estaban siempre en uno, nada más que él tendría esas respuestas. Intentó cambiar cosas y de hecho lo había logrado, cambió preconceptos y los transformó en conceptos que aplicaba, se despojó de él mismo en muchas cosas, movió su piso y generó cambios. Pero no estaba conforme.

El final no lo sabe, es posible que Leonardo lo escriba y lo reescriba, lo modifique y sea por un tiempo un borrador más que una declaración. Ve mar, ve caminos y ve cruces. Pero aun no se ve él. Lo único que le interesa, casi obligado por las circunstancias, son las metas cortas. Por ejemplo, terminar este texto.

Y subirlo al blog.
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Lo que hay detrás de la puerta: Marcos, un hombre en la realidad virtual

1 comentarios miércoles, 24 de marzo de 2010

Tengo un amigo con el que me une un gran afecto desde hace mucho tiempo, y cuando digo tiempo me refiero al invertido en conocer más y mejor al otro, y no a la cantidad de años. Lo veía semanalmente y coincidíamos en algunos lugares así que la comunicación fue más sencilla a partir de los mismos gustos. Amigos de jugar al fútbol y de pasar lo más y mejor posible el rato que el trabajo de ambos nos deja para las familias.


Lo que noto en Marcos últimamente es que tiene un problema. Ustedes dirán bueno, problemas tenemos todos. Cuando acudimos a una bruja y nos dice “usted tiene un problema”, nueve de cada diez veces la pegaría. A lo que me refiero es que mi amigo Marcos está encerrado en su propio laberinto laboral. Y lo que digo es que su empresa lo colma de expectativas de superación, mientras de él exige el doble de lo que realmente podría hacer.

Pero Marcos debe mantener a su familia, es el mayor aportante de la casa. Con lo cual no dirá que trabaja más por el mismo sueldo mensual, ya que no entenderían su razonamiento: le han prometido que mejorará “muy pronto” su nivel.

La lectura era bastante simple y estaba a la vista. Si por mayor cantidad de horas él me decía que recibía igual cantidad de dinero, no hace falta ser economista marxista para caer en que algo no estaba bien. Me explicó que si este pedido que le habían hecho se dio a esta altura del año, comprendía que no lo iban a echar y que podía ascender no a ser jefe pero al menos cambiar de sector. Su empresa tiene escala en los sueldos casualmente dividida en los sectores en donde se trabaje. Los de primer piso ganan equis cantidad, los del tercero una cantidad un poco más elevada.

Si de chico aprendí algo de mi querida abuela Juana, es que más allá de la ayuda brindada por otros, uno siempre es el capitán de su propio barco. Entendiendo eso me resultaba complicado plantearle a mi amigo lo evidente de la situación. Hace unos 15 días me contó que hubo un “reordenamiento” (según decía el correo interno que circuló) y quedaron ocho personas afuera de la empresa. Sin ser cruel, Marcos lo veía como oportunidad para ocupar esos espacios vacíos.

Como no quería pincharle el globo de la ilusión, le pregunté tratando de hacerlo razonar. Le dije si había compañeros o personas de otros sectores que estuvieran pensando exactamente lo mismo sobre los ocho puestos ahora vacantes, y me dijo que si, seguramente. Que ser ambicioso no estaba mal y que ante la oportunidad pareja para todos, él se tenía fe. Me pareció justo lo que yo hubiera dicho ante una pregunta como la que hice, y entonces no insistí más.

Parece imposible una solución a partir de ser empleado, si esto es norma a seguir para sobrevivir. El problema que existe, creo yo, es que el objeto de la maniobra (la persona) ya directamente la aprueba y hasta la alimenta, sencillamente porque no tiene otra opción. Un trabajador en relación de dependencia está sometido a estar reglas en donde una realidad virtual le hace seguir obstinadamente, combustible que le durará un año y que al otro año se renovará.

Quizás todo este razonamiento valga para mi propio trabajo también. Y el de casi todos lo que esto leen. Pero hoy me acordé de mi amigo Marcos.

¡Ojalá me tape la boca y ascienda de una vez!. Juro que lo contaré.
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Renata, una valija en el corazón: De buena madera

1 comentarios martes, 23 de marzo de 2010

Con el amanecer la marcha del micro que llevaba a Renata a Bariloche parecía tomar más velocidad. Ella deseaba llegar y a la vez poder volver a sentir la emoción de cuando por primera vez viajó, y quería ahora tomar nota de todo lo que pasaba. Pero decidió acomodarlo en su cabeza y prescindir del papel, necesitaba la superficie plana de una mesa y ahí si dejarse llevar por lo que le estaba ocurriendo.


El micro paró en Piedra del Águila. Recordaba todo hace más de 20 años como un conjunto de casas perfectamente ubicadas pero alejadas entre si, y a su madre protegiéndola con un pullover marrón tejido por ella del frio intenso en pleno verano. Esta vez sucedía algo similar. Se bajó y el viento le hizo ruido en las orejas, ese silbido que acompaña el movimiento del viento decididamente fuerte.

El piso no era asfalto, o en realidad mezcla con piedras de color gris muy pequeñas, algo más chatas que las de canto rodado. Se descubrió rápidamente como la única que había bajado a estirar las piernas mientras los choferes entraron a una oficina a dejar cajas y bolsas. Miró hacia sus costados y vio el día celeste con nubes que parecían líneas horizontales, y una claridad justa para usar anteojos de sol. Las dos elevaciones de color gris y marrón a su frente cortaban el color que todo el lugar tenía, y se puso a ver cómo el viento jugaba en mitad de la montaña, levantando polvillo y haciendo figuras extrañas.

Se volvió a subir al micro y a sus temas no resueltos en la mente. Miraba el paisaje sentada con la mano en la pera, resignada a ver pasar ya un terreno más árido y para ella menos poético que las estrellas de la noche anterior. Intentó dormir pero ya faltaba poco. Escuchaba a algún pasajero decir que estaban cerca de Bariloche y prestó atención un poco más a lo que veía. El paisaje se agigantaba, todo parecía inmenso y la ruta se iba poniendo cada vez más angosta.

Cuando a uno de los costados vio agua, su felicidad fue el corazón latiendo más fuerte. Estaba en el lugar por el que quería empezar un camino que no sabía adonde la llevaría. Lo sinuoso del trazado, el micro deteniéndose ante un puesto de la policía, lugar todo en madera como si una casa autóctona fuera, le remitía a cosas que ya antes había visto.

La estación terminal seguía pequeña como la dejó hace años, la vista que tenía desde ahí ya era de las calles con subidas y bajadas que de chica tanto le habían gustado. Caminó algunos metros e intentó ubicarse usando su memoria pero no encontraba punto de referencia en lo que veía. Buscó el lago con la vista como para ir bordeando y lo encontró, una imagen de color gris, planchada con las montañas que de fondo invitaban a mirar aunque uno estuviera bien perdido.

Quiso hacer exactamente lo mismo que la última vez, y trató de ubicar antes del viaje, el mismo hotel que la había alojado. Pero aquel lugar que alquilaban sindicatos ahora se convirtió casi en un hotel de lujo. Así que sus sueños por un tiempo descansarían en un humilde edificio de dos más que relucientes estrellas, sobre la Avenida San Martín. Mitre, Pascasio Moreno, Conrado Villegas. Esos nombres de calles los recordaba y le sirvieron para ubicarse. Como arregló la reserva telefónicamente iba a ser una sorpresa lo que viera.

Siguió la altura de la calle y cuando se vio cerca se fue sacando la mochila de la espalda, a esa altura ya una sola cosa, inseparable aunque sufridamente pesada. La apoyó en el piso y resopló un poco mirando el lugar para ambos lados. Revisó el papel en donde lo tenía escrito y una puerta de vidrio decía “abierto” en un cartel hecho en madera y con letras verde oscuro. Abrió y pasó. Sobre la izquierda un salón pequeño con algunas mesas de manteles blancos, pero todo vacío de gente. A la derecha dos puertas de una madera reluciente y algunos cuadros con caras dibujadas y sonrientes. Una mujer la miró sentada detrás de un mostrador en forma de U esperando que dijera quién es. Se anunció y la acompañó a pasar por una de esas dos puertas que veía.

Su habitación era en planta baja y cuando pasó por el ascensor, buscó con la mirada que dijera cuántos pisos tenía ese lugar porque no lo sabía. Pero sólo leyó “capacidad máxima 3 personas” y ningún otro dato. Cerca del final de ese pasillo la mujer le abre una de las puertas mientras Renata buscaba la propina para darle, aunque ni la mochila le estaba llevando. Le mostró la cama, el placard, la ventana y el baño, tan angosto a primera vista que bañarse parado ya sería un problema, pensó rápidamente.

De Bariloche le llamaba la atención que muchas cosas fueran en madera. Y si bien es lógico por la zona, ella no dejaba de sorprenderse porque le traía recuerdos de momentos y de viajes. Su abuela decía que la madera tenía un olor característico, lo cual acentuaba un clima y un recuerdo. Era como el mar y su ruido, que además tenía un olor propio que la salinidad le daba. Además le parecía acogedor, se sentía bien.

Cuando se fue la señora, hizo lo que la mayoría en esas circunstancias: miró todo desde un punto, respiró profundo y abrió la ventana para ver qué era lo que desde ahí se podía observar. Tenía en diagonal una vista del lago, no era lo que exactamente había pensado pero no se podía quejar.
Acomodó la mochila en el placard, que la hacía muy pequeña respecto del espacio que tenía.

Se tiró en la cama boca arriba y puso sus manos debajo de la cabeza. Cerró los ojos y su familia como un ejército de figuras, le pasaron por la mente. Respiró aliviada en por fin haber llegado y sabiendo que todo era un desafío para ella. Su primer viaje decididamente sola y en la mochila todos los preconceptos, además de ropa. Significaba mucho el viaje y era una manera de poder ver qué tan distinto era todo fuera de sus lugares conocidos y poca gente que de amiga tenía.

Vio una mesa de metal negro y una silla, eso casi la puso más feliz que la ventana al lago…podría sentarse a escribir todo de una vez. Desentonaba en medio de ese ámbito de maderas hasta en las paredes y no supo cómo no había visto eso, o no reparó en que estaba. Movió la mesa hacia un extremo de la ventana, la ubicó en diagonal como para probar si se podía ver el lago mientras escribía. Buscó la silla, se sentó…pero le quedaba muy abajo la silla respecto del marco. Buscó un pantalón y lo puso como almohadón a la silla, y de paso se plancharía, pensó. Y ahí si, el pequeño gran logro estaba hecho.

Su estómago le hizo ruido y era la manera de preguntar por el desayuno. Miró la hora y eran diez menos cinco de la mañana. Se incorporó y buscando las llaves pensó en ir a tratar de comer algo. Dudó porque creerían que sería mal visto, hacía menos de 10 minutos había llegado…pero el hambre le apuró el paso. Fue por el pasillo hasta el hall y luego al salón.

Se sentó, pidió un jugo de naranja y le trajeron un vaso al que casi le salía la mitad de una naranja por el borde, no estaba del todo bien colado. O no al menos como la madre lo hacía, o como ella estaba acostumbrada. Pensó en quejarse pero estaba sola en el salón y el mozo de lejos mirándola, y no se animó. Su complejo de malcriada como decía su novio, hacía que se enojara por cómo estaban las cosas cuando no le gustaban, y estando sola y dependiendo sólo de ella no le servía de nada. Agarró el vaso y tomó el jugo, conteniendo la respiración como si fuera el peor de los jarabes.

Volvió a su cuarto y sacó el cuaderno y la lapicera de la mochila. Los puso arriba de la mesa y se sentó en la punta de la cama mirando la silla, la mesa y lo que arriba había dejado. Pero no se sentía inspirada.

Se tiró en la cama de nuevo y quiso descansar 10 minutos. Despertó pensando en el viaje, el olor de la madera y ese vaso de jugo que no estaba como ella quería. Se sentó, miró por la ventana y empezó a escribir la hoja inaugural de su cuaderno.

Escribió Renata-Relatos a modo de título, y empezó a escribirse su vida.
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Renata, una valija en el corazón: El inicio en el camino

1 comentarios miércoles, 17 de marzo de 2010

Ella despertó sobresaltada y antes que sonara su reloj. Se puso de costado y con un brazo sostenía toda su cara de sueño. Esperó oír el despertador pero ya se sabe que cuanto más se lo espera aun más eterno es el correr de los segundos. Cuando ese minuto y medio desesperante pasó, sonó su reloj de color verde. Lo miró fijo como para que ese infernal ruido le despierte todas las neuronas y a los cinco segundos lo apagó.


Se sentó en la cama y se tomó la cabeza con las manos. Los dedos se hundieron en el pelo largo de su cabeza y así quedó, ordenando las ideas y esperando que el sueño la abandone. Buscó sus gastadas sandalias pero puso el pie derecho en la sandalia izquierda. Aun con esa dificultad matinal pudo llegar al baño y mirarse al espejo. Se enfrentó a si misma, se lavó la cara y con su dedo índice miró debajo del globo ocular, a ver si esa zona estaba roja o pálida, resabios de una infancia con su salud bastante vigilada. Su autotest de salud fue positivo y arrastrando la única sandalia que encontró, abrió la puerta en busca de la cocina.


Le molestó la claridad del pasillo y puso pequeños sus ojos con un gesto adusto. Cuando estaba por abrir la heladera recordó tener una sola sandalia, entonces la adelantó sacándosela del pie para ver a qué lado correspondía. Vio que era su sandalia izquierda y con un pie en el aire abrió la heladera. Sacó parte del desayuno que luego el microondas convertiría en comible, aquel envoltorio que la madre rotuló “Renata”. Pensó que podía ser la última vez por un largo tiempo en que hiciera eso y que todo, lo mínimo, quizás ya pasara a ser un lujo. Pero con el mentón en alto dejó pasar ese pensamiento y con la suficiencia de los recién despiertos no pensó en nada más que comer.


Cuando terminó dejó la taza en la pileta y se arrepintió de la mecánica maniobra. Volvió y se puso a lavar el plato y la taza. Mirando el detergente fluir pensaba en una lista mental de personas a quienes ya había avisado la noticia: en la casa todos lo sabían; en el trabajo, a quienes les importara (ella comunicarles y a ellos interesarles); sus amigos estaban al tanto: algunos aprobaron con silencio la idea y otros desaprobaron de la misma forma. Finalmente sus conocidos del barrio no dirían nada, o en realidad que la sangre tira, que toda la familia siempre fue así, que siempre se la creyó una solitaria empedernida. Con los preconceptos de todos en su lugar, ya estaba preparada para el inicio del viaje.


La valija hecha desde el día anterior. La mental, la que lleva todos los sueños posibles, también y desde un tiempo antes. Desde que lo habló con sus padres y trazó teorías sobre la conveniencia de un viaje largo para sus estudios, y desde el permiso tácito de su abuela, a la que explicándole menos sabría que no sufriría su ausencia tanto. A su novio, al que vería ya que las vacaciones itinerantes estaban aseguradas. Con los permisos familiares en orden, la ropa cómoda tal y como quiso, las zapatillas nuevas y grandes recién compradas, era hora de irse. Saludó como en las películas a la familia en orden de estatura. El papá, que presente y ausente por el trabajo acertó a estar en la despedida, la mamá, que la abrazó como para que llevara ese calor durante el viaje. Luego su hermanito, querible, conocido y desconocido según fueran sus días de adolescente. Y en el final el perro, que quería ganar altura saltando para saludar a la par de los humanos.


La despedida y lo posterior seguramente no era como en las películas. Cuarenta y cinco minutos esperando un colectivo que no llegaba. Cuando se dignó a aparecer estaba repleto. Subió con su mochila a la espalda y sintió que incomodaba bastante. El viaje era hasta la terminal de micros, que se aguanten, pensó. Este viaje es sólo de una vez y para siempre. Llegó y esperó que nombraran su micro. Cuando supo cuál era se subió y apenas sentada respiró profundo en busca del aire (acondicionado) que aun no estaba prendido.


Miró por la ventanilla el techo de la terminal, gris y crema, y maldijo la combinación de colores. Vio los pasajeros que aun restaban subirse y resopló nerviosa. Nadie la había ido a despedir, son muy tristes las despedidas, pero en el fondo quizás esperaba que alguien en el andén levantara la mano saludando su sueño. Pero les ordenó a todos no aparecer y debía ser fiel su corazón a la orden que ella misma dictó.


Cuando el micro arrancó se tocó con las palmas de las manos sus bolsillos a ver si en ese chequeo con el tacto llevaba documentos y pasaje. Comprobó que si y se acomodó en el asiento. Invade la nostalgia cuando el micro acelera y las calles van viéndose cada vez más rápido. Y esa es como una síntesis de los recuerdos y su velocidad.


El pasaje decía ida a Bariloche, pero su corazón y su destino estaban aun sin saber donde bajarse. En la primitiva idea lo que soñó fue hacer un libro (ella que de chica odiaba leer ahora todo tiene forma de libro) con sensaciones de cada lugar visitado en su infancia, y cómo lo veía ahora ya de grande, hasta imaginó el no muy original título de “Retratos”. Por eso su primer destino sería Bariloche, fue su primer viaje con una cierta cantidad de horas y era el momento de revivirlo. Lapicera y papel llevaba, aunque en sus manos pronto pasará a ser un diario personal más que un bosquejo de libro.


Recordaba lo poceada que estaba la ruta 3 hace ya varios años y algunas de las paradas que el micro hizo camino a Bariloche. Y al igual que aquella primera vez, llegó a esos puntos al anochecer. Uno era Azul, y la terminal de micros con vidrios en todo un costado aun seguía ahí. La palabra Azul en una pared del fondo era algo nuevo y detenerse ahí 15 minutos le dio la chance de bajarse con el cuaderno y la lapicera. La noche no dejaba ver demasiado y junto a ella unas seis o siete personas también bajaron, con bolsos y cara de sueño. Los bolsos alargados y las botas de caña alta daban la impresión de que eran policías, pero el sueño no le permitía discernir demasiado.


Empezó a sentir frio y respiró profundo un aire que ya era un poco menos húmedo que el habitual. Miró el micro y desde afuera, el lugar que ella ocupaba en él. Se sintió pequeña dentro de esa gran estructura pero el ruido del motor la hizo volver a sentir la noche y el frio. Aceleró el paso y se metió de nuevo ahí.


La noche era estrellada y no tenía sueño. Su cortina de la ventana permaneció corrida toda la noche, y se acomodó para ver mejor las estrellas en esa noche color oscuro. Buscaba y encontraba formas a cada grupo de estrellas y se divertía al hacerlo, pero la ruta se empeñaba en no jugar con ella. Cada vez que encontraba formadas siluetas llamativas la ruta cambiaba de dirección y el micro viraba, con lo cual las formas también cambiaban. Había que empezar de nuevo. Se divirtió hasta que la venció el sueño.


Se despertó unas cinco horas después. Abrazaba su cuaderno y una campera mal doblada le servía de almohadón. Vio que todavía la noche estaba ahí pero de pronto la claridad fue torciéndole el brazo, y una línea de color blanco en ese horizonte hasta hace un segundo muy oscuro, se fue aclarando y tomando ese color brillante tan extraño que sólo en el cielo ocurre. Achicó los ojos como prestando atención a lo que estaba pasando y se acomodó en el asiento.
Estaba siendo testigo del amanecer y por primera vez le ocurría.


La claridad del horizonte fue elevándose en metros y lentamente tomando toda la línea horizontal que los ojos de Renata le permitían ver. Cuando el sol comenzó a salir ella instintivamente abrió su mano y la apoyó en la ventana del micro…era como recibir un poco de aquella maravilla de la que era testigo, quería sentirlo propio. Cuando entre árboles allá a lo lejos el sol ya era el mismo de todos los días, ella se incorporó y se acomodó el pelo, como quien ve a alguien cuando uno apenas se levanta, con lentitud.


El micro frenó evitando un lomo de burro y le desacomodó la campera-almohadón de la cabeza. Y cansada de estar en una misma posición estiró el cuello e inspeccionó otros asientos y otras realidades. Muchos dormían, otros estaban con sus celulares chequeando vidas propias y ajenas, todo bastante rutinario y normal en travesías largas.


El viaje de Renata ya había comenzado pero estaba sin destino claro.

Sin embargo ella ya estaba llegando a Bariloche.

Vaya paradoja, el del inicio de un camino.
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Relatos de inmigrantes en el Bicentenario: "Tres cartas del olvido"

1 comentarios martes, 2 de marzo de 2010

El ruido del cuerpo golpeando contra el suelo, esa mezcla de tierra y piedra por la que aprendió a caminar sin perderse sólo hace un tiempo, trajo la atención de las personas a su alrededor. Con el hombro la mujer acababa de golpear sin querer a un hombre que cuan largo era, fue a dar al piso. Ella tenía su porte y el control de sus movimientos no era una de sus características. Se agachó mientras las personas en la calle se acercaban a comprobar el estado del buen hombre y lo ayudó a incorporarse. Recibió la reprimenda por su torpeza, cierto trato despectivo le parecía ya parte de lo cotidiano.


Aprendió a decir palabras cortas. Primero por una cuestión lógica de facilidad para recordar y aplicar. Y luego como puente para entablar un diálogo mínimo y a la vez que no noten demasiado su acento extranjero cosa que, sabía, transformaba la mirada de la persona, sea hombre o mujer. Escribiendo no tuvo problemas, lo hacía en español perfectamente. Lo placentero pasaba por sobrevivir a su propia circunstancia. Algún instinto heredado la volvía inquieta y nada conformista. Cuando embarcó sólo la acompañó un texto que una y otra vez, a falta de opciones, leyó durante el largo viaje. Era un folletín con noticias portuarias de Génova. Lo vio en el piso y lo levantó, ya sabiendo que su compañía sería indisoluble durante la travesía. Cuando llegó a Buenos Aires terminó de improvisado mantel que un plato de metal algo viejo necesitaba, ya que por su rajadura la sopa no dejaba de salir. Un muchacho le agradeció con la mirada el gesto.

Sus raíces italianas y polacas la hacían muy atractiva y su figura alta despertaba cierta autoridad pero comprensiva y maternal. Había recibido instrucción hasta los 17 años y esto la hacía distinguirse respecto de otros, sobretodo ante los planteos que durante el viaje se fueron sucediendo de parte de los pasajeros. Sus antecedentes de letrada y buena estudiante hicieron que fuera apartada del resto al llegar y conducida junto a otros a un sector en donde esperó pacientemente horas y horas. De pronto dos hombres la despertaron del pesado sueño, se había acostado cómo y donde pudo. Le hablaron en italiano y ella abrió los ojos intentando ver en aquella persona un poco de su espacio, su vida. Dijeron que podía cumplir tareas de aseo en una casa cercana a la plaza central. Ella los miró buscando comprensión pero sólo encontró apuro. Uno de ellos la levantó tomándola con seguridad pero aplicando fuerza y tensión a la vez, del brazo. Salieron de ese sector y recién ahí fijó una imagen en su corazón.

Por primera vez miraba el lugar adonde había llegado. El barro denotaba la bajante del marrón río, movimiento de gente llevada y traída, el cielo algo gris y una resolana que la obligó a poner la mano extendida sobre su frente para permitirle así ver. Uno de los hombres iba adelante, el otro la seguía conduciendo del brazo. Los pasos eran cada vez más largos y el paisaje se volvía cercano a una ciudad incipiente. A una cuadra y media de la plaza, una de las casas era claramente visible. El hombre que todo el trayecto fue adelante tocó la puerta de madera, que lucía recién pintada. Se abrió una de las hojas y un rostro apareció. Era una persona de tez criolla que balbuceó unas palabras con el hombre, luego de lo cual los tres ingresaron. Una señora hizo su aparición e intercambió palabras con los dos hombres. De aspecto contundente, le dio la mano a ella, la miró, examinándola sin ningún tapujo. Frunció el ceño con algo de duda y se fue. Así comenzaba su primer día en la casa. La mujer la siguió con desconfianza en todas sus tareas. El marido de ésta sólo la contemplaba realizar todo lo que él no querría hacer.

De todo aquello había pasado algo más de dos años. Ahora volvía de retirar unos libros encargados por la familia y que venían de Europa. Por temor a que se caigan los protegió, y lo que terminó cayendo fue el pobre hombre en la calle. Apretó los libros contra su cuerpo del lado derecho y se dirigió a la casa. Entró sin mirar a sus costados, estaba apurada y enojada con lo sucedido. Pasó por el comedor y llegó a la cocina, abrió las puertas de madera y dejó los pesados libros sobre la mesa. Respiró profundo como para terminar mentalmente un tema e iniciar otro, ese punto aparte en su cabeza que la volviera a su centro. Estaba inquieta, aunque lo sucedido en la calle no alcanzaba justificar su momento. Se sentía cómoda y a la vez presa de esa comodidad, formando parte de un esquema en el que era buena en lo suyo pero a la vez reemplazable. Cerró la puerta y se quedó con la mano sobre el picaporte, pensando. Lo apretó fuertemente y decidió ahí sus pasos. Fue hasta la habitación del dueño de casa, el matrimonio no estaba. Se acercó al escritorio de madera oscura reluciente y buscó el papel y la pluma. El tintero estaba a la vista. Siempre ella había pedido cuando quería escribir a sus familiares. Pero esta vez lo hizo sin permiso. Destrabó el cajón central abriendo uno de los que estaban en los extremos.

Sacó algunas hojas y la pluma, que brillaba de miedo, ese miedo que tiene aquel que hace algo sin que lo vean. Fue a su habitación y se dejó llevar por lo que sentía.

Escribió tres cartas. Una a sus familiares en Génova, abarrotada de cariño, tensa, mezclada de pasión y cierta paz anhelada, así era ella. La segunda carta para los criollos, que en la casa también cumplían con tareas de aseo y a quienes aprendió a querer y respetar. La tercera de las cartas era para el dueño de casa, quien aun no había vuelto, el atardecer ya era recuerdo y nadie llegaba aun hasta ahí, lo que le daba tiempo para seguir escribiendo. Con ésa se tomó más tiempo que con las otras, quería ser precisa. Las tres tenían idénticos inicios, desarrollos, casi en orden exacto contadas cuestiones vividas. Lo diferente en las tres era el final.

En la de sus familiares se despidió con un “seguiremos en contacto de sangre y de amor, porque mi corazón late ahí por siempre”. Para con los criollos escribió “no me despido feliz porque no estarán conmigo más, pero adonde iré lo primero que haré será pedir por ustedes, es difícil olvidar al respetado, y ustedes siempre lo serán, por mi”. La tercera, al dueño para quien trabajaba, fue la más clara. “No escapo, así que no me busque. Agradezco lo que tan gentil ha sido en brindarme, pero aquello dado quisiera saber qué tan preciado es, cuando una misma lo consigue. He aprendido allí adonde lee usted esta carta, libertad en tierras lejanas a la mía. Ahora quiero saber la manera de lograrla”. La carta al dueño de la casa la dejó sobre la mesa; la dirigida a los criollos en la cocina junto a los libros traídos por ella. Y la que debían recibir sus familiares la llevó hasta el puerto, en mano. A medida que se acercaba desde la explanada veía aquel lugar gris y lleno de movimiento. Dejó la carta a un hombre que subía a un barco grande y algo viejo rumbo a Gibraltar y luego, Italia.

Ella no vio partir su mensaje y caminó unos metros hasta el lugar donde acordaron el encuentro luego de casi un día de espera. Se besaron aunque ocultándose la cara, de manera extraña ese beso fue público. Los ojos de ambos ya no tenían rigor de jerarquía, de dueño de casa a criada, sino de amor. Para los dos la situación era nueva, así que todo estaba por ser revelado.
Las cartas y el amor siempre se llevan bien.
Por eso lo bueno de lo no esperable es qué tan sorpresivo puede ser aquello que ocurra.
Cuando los finales escritos sólo son los de las cartas.


Daba
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