"El cuadro incompleto" -Cuento Corto-

1 comentarios viernes, 9 de septiembre de 2011


Terminó la pintura en ese lienzo cargado de tantos colores aun frescos y la aseguró mejor al marco. Se alejó para contemplarla, como le habían enseñado. Se sentía feliz porque su objetivo era no mostrar la cara pero que la figura sugiriera desde lo externo de quién se trataba. No era pintura abstracta, no era impresionismo. Era ella. Sólo ella.






Como secreto con ganas de ser develado, Gastón quiso hacer de su trabajo final, el dar a conocer lo que estuvo por varios meses guardando. Su compañera en el taller de pintura se llamaba Karina. Parecía, a él le parecía, más joven. Llevaba la ropa suelta y no hablaba demasiado, le tocó tenerla al lado en las primeras clases. Como todo buen amor inicial, ella nunca le prestaba real atención. Parecía Karina abstraída. Un misterio saber en qué.






Lo que pudo lograr Gastón es que su profesor luego de siete meses, le dejara retratar una figura usando todas las técnicas que había aprendido. Antes de cada clase se acercaba a saludarla, Karina apenas lo miraba. Él le mostraba sus avances, de cómo iba entendiendo, pero no lograba tener una cuestión en común. Empezó a observar sus dibujos semanales. Algún ave adelante de la imagen o en el fondo, flores en distintas ubicaciones y perspectivas. El mar, la sensación de viento. Gastón tomó nota mentalmente y preparó durante dos meses su cuadro.






El dia que debía llevarlo estaba ansioso. Lo iba a exponer ante su profesor y explicar las técnicas usadas y en qué se inspiró. Era quizás más sencillo decir “en ella”. Pero fue a lo técnico. Los pájaros los pintó en azul respetando el tono con que el cielo estaba pintado, como forma de equilibrar la obra. Quiso hacer la figura femenina desde lo alto de un peñón porque intentaba darle profundidad al punto donde la figura estaba mirando. Tenía una especie de diario en sus manos, no un libro. Y ese diario con las manos en su espalda, dándole valor al paisaje más que a otra cosa. Una especie de pasarela iba hasta el mar, abajo. El viento estaba sólo presente en el pelo de la mujer y el resto de la imagen tiene el aspecto de fija.






Finalmente, sostuvo Gastón, las flores. Son protagonistas en cantidad que rodean a la figura, la envuelven. Logran en ella una protección, como el cielo al marco”. ¿Qué creen que le falta a este cuadro? Preguntó el docente a los demás. Y Karina dijo “un faro. Un objetivo fijo adonde ella mire”. El profesor asintió con la cabeza y se quedó mirando el cuadro eternos cinco segundos. “Saluden a un colega retratista”, les dijo a los demás alumnos, y todos aplaudieron.






Terminó la clase. Karina lo ayudó a guardar y embalar el cuadro con cuidado. Se acercó a ella para hablarle pero Karina se le adelantó:“Sentí que la mujer de la pintura era yo, y te parecerá loco. ¿A quién quisiste retratar?”. Gastón le dijo “a la idea que yo tengo del amor”.






Ella lo miró con ternura y le dijo “Ah, pensé que me habías retratado”.



Ambos rieron. Y se fueron los dos, a terminar la parte que faltaba.



Ese faro adonde mirar. Y mirarse.
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"Lección maestra" -CC-

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Oscar estaba mirando televisión y un poco intentando el descanso mental de un día complicado, la cuestión era relajarse. Su esposa se acerca, le dice al oído y por detrás que debía leer algo del cuaderno de tercer grado de Santiago. “Después lo veo”, le dijo. No, ahora, lo apuró Carla. Oscar se dio vuelta y tomó el cuaderno.






Lo miró bien porque en lo que iba del año no había visto ninguno y sólo recordaba haber firmado dos veces el de comunicados. Varios espacios en blanco, letras mayúsculas inmensamente mayúsculas, desproporcionadas. “Más adelante”, le aclara Carla.






Llega a una descripción en cinco renglones sobre su familia. Santiago escribió: “Mi familia es de apellido Castro, somos tres y el perro. Mamá trabaja de secretaria de una señora y papá en un Banco. Mamá siempre llega temprano y me viene a buscar, papá llega tarde y mira tele comiendo. Trae papeles y los lee. Juego con él cuando se duerme en el sofá y no se da cuenta. Tengo un mueble con juguetes y juego a que juega conmigo. Me dijo que me iba a comprar algo pero es un secreto. Cuando hablan tengo sueño, me duermo y me apagan la luz”.






Oscar terminó de leer y se rascó la cabeza, buscó una buena explicación antes de mirar a su esposa a los ojos. Entendió qué hacer. Fue a la habitación, Santiago ya dormía. Miró el mueble con juguetes, el estante tenía arriba de todo la pelota de fútbol y dos o tres robots de no sabía qué serie de televisión. Lo vio respirar dormido, se vio a él mismo a los 8 años. Apagó la luz, se sintió en derrota. Hablaron con Carla de hacer un espacio en la semana para que los dos jueguen.






Al sábado siguiente le preguntó si quería ir a la plaza y Santiago le dijo que si pero si era porque pasaba algo. Oscar respondió que no. Que llevara la pelota. Se pusieron a jugar contra un árbol, pateando sin sentido pero compartiendo el momento.






El chico le dice “¿vinimos por lo que escribí en el cuaderno?”. Y su papá lo miró fijo. Le preguntó de donde sacó eso y Santiago le dijo que cuando iba a empezar a escribir en clase le preguntó a la maestra que podía poner, y que le dijo “lo que sientas, tranquilo”. Que le dijo que quería inventar lo que escribiría pero la maestra se acercó y le habló bajito: “siempre es mejor poner la verdad. Vas a ver que si escribís lo que no te gusta pero es verdad, después se va a arreglar”. Y la Señorita Marcela tenía razón, le dijo Santiago al padre.






Oscar se sintió lo que era: un nacido en el siglo pasado. El hijo solucionó algo sin que se diera cuenta, o quizás sí. El lunes fue a saludar a la maestra. Y decirle que su consejo casi fue una solución terapéutica.






La Señorita no entendió mucho. Ella sólo hizo lo que corresponde cuando en general siempre hacemos lo que queremos. Nunca es tarde para aprender.



Para aprender a Ser. Maestra.
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"Eso que vos tenés" -C C-

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Eran casi las doce de la noche y el barco estaba por zarpar. Nicolás jamás había viajado sobre el agua, en general lo hacía en avión, sentía que la lluvia no ayudaría en la tarea de reducción del miedo. Las gotas comenzaron a pegar contra el grueso blindex en las maniobras de salida del puerto. Se mueve al ritmo de las olas el barco. La luz de la bodega le permite ver unos dos o tres metros en derredor y el panorama es agua de rio marrón y mucho oleaje.






Intenta acomodarse pero la persona de adelante reclina el asiento un segundo antes que él y lo dejó en una posición desventajosa, acostado y a la vez sentado, sin opción. Respira profundo, mira a su alrededor. En diagonal un Hare-Krishna literalmente de pies a cabeza. Lo ve tranquilo. Imagina esas sandalias cuando llegue a Colonia y tenga que bajar en medio de la lluvia, se ríe de pensarlo en problemas. Un televisor lejano a su posición está pasando una grabación en donde explican qué hacer si el barco “tiene una emergencia”. Nicolás tantea debajo de su asiento y toca algo que cree es el salvavidas de él. Está nervioso.






Lleva en un bolso el traje para cambiarse aunque estará en Uruguay menos de cinco horas. Lo citaron para firmar los malditos papeles. La venta a unos familiares que nunca vio, de unos terrenos suyos que no conoce. Y no los conoce porque no eran de él hasta que su tío Ernesto tuvo la desafortunada idea de partir del mundo. Y Nicolás de ser heredero directo una vez más, como lo fue de su padre. Apenas horas después, los desconocidos familiares ya intentaron contactarlo para hacerle una oferta que no pudo rechazar.






Si lograba ver algo lindo de Uruguay en tan pocas horas quizás hasta compraría algo ahí. El barco se mueve como coctelera. Tres horas de viaje y llega a Colonia. Trasbordo en micro hasta Montevideo. Duerme durante todo el trayecto y lo despierta el golpe de un bolso contra su cabeza, había llegado a destino. Un hombre de la Escribanía lo esperaba y ambos desayunaron en la Terminal de Tres Cruces.






A eso de las 8 y media de la mañana fueron hasta el lugar. Una casa reciclada como escribanía, todo moderno salvo los muebles, la mesa parecía centenaria. Entran, como en “El padrino”, gente a la sala que no conoce y lo saludan como si lo conocieran, con beso en la mejilla y todo. No ve nada de parecido a sus primos respecto de él o su padre. El escribano lee su parte, se relee, se firma. Nicolás sale satisfecho dentro de todo. Pide un taxi, ve la costa de Montevideo de pasada, lo espera el micro y luego el barco.






Vuelve a Colonia. Antes de subir al barco encuentra al Hare-Krishna, vestido igual. Lo tiene al lado, es más fuerte que él su curiosidad. Le pregunta si llevar ese atuendo tenía que ver con un mandato de la religión, porque en verano podría entenderlo pero en invierno o con lluvia no veía la gracia. El hombre le dijo “A mi no me mandan a ponerme esto. Yo siento que lo debo usar. Como usted, su traje”. Nicolás entendió la rapidez del mensaje dado y le cayó bien el hombre. Hablaron todo el viaje de vuelta, se contaron cosas de sus vidas, bien distintas. Al otro día por Palermo, Nicolás paró en una zapatería. Pidió sandalias. Las más caras de las sandalias. Luego se compró una remera naranja.






¿Se puede ser espiritual y materialista?. Mejor, cada uno en su barco. ¿Qué dejó ese hombre en mi?, pensó Nicolás. Culpa.



Y empezó a envidiarlo. Por su falta de dinero.
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"El número" -CC-

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La una de la tarde. Martes. El Banco estaba increíblemente vacío, los asientos desocupados y el cartel de llamado de los clientes fijo en el número 74. Titilaba esperando pero nadie aparecía. Ramón había aprendido en casi seis meses de trabajo ahí que su tarea no era sólo de “seguridad”, sino poco menos que de asesor en dudas y afines. Además de estar atento a todo debía responder preguntas bancarias que bien variadas eran.






Pero ese día todo estaba tranquilo, había una sola persona sentada esperando ser llamada. Como nadie aparecía y estando semi vacio el lugar, fue directo al hombre en cuestión. Un tapado gris, una gorra elegante, creía ubicarlo de verlo mes a mes. Tenía las manos cruzadas y miraba hacia adelante, parecía extraviado en algún pensamiento.






Ramón le toca el hombro al viejo, lo mira y sonríe. Señor…no hay nadie, puede usted pasar.






“No, tengo el número 75”, le dijo el viejo a Ramón, quien se rascó la cabeza para tratar de entenderlo.






-Mire…con el número ese lo van a atender igual, puede pasar…






”Soy paciente, espero mi turno”, dijo el hombre mirándolo a los ojos con cara de no querer ser más preguntado. Cuando comprendió que su explicación no era muy clara, a Ramón se le ocurrió algo. Fue al aparato, el de color rojo y pico negro de donde se sacan los números, y le iba a llevar alguno para que entienda la progresión, que ya podía pasar. Se llevó una sorpresa: todos los números eran el 75. Lo miró al letrero titilando en el 74.






Volvió a fijar la vista para asegurarse no estar del todo loco y empezó a tirar del rollo de números, todos eran el mismo. Se cayeron, desenrollados, al piso. Ramón se puso nervioso, nadie lo miraba. De nuevo los números en el aparato y fue adonde estaba el viejo, que seguía ahí. Siguió hasta las cajas, la gente de las ventanillas lo miraban sin entenderlo porque no le salían las palabras, se desesperó porque no podía expresar lo que le pasaba.






¿Y qué le pasaba?. Todos los números iguales y no había gente, o uno solo que no era atendido. Volvió cerca del viejo, que lo miró y le hizo un gesto con la mano. Ramón pegó un grito. Se despertó. Estaba agitado de haber corrido una especie de maratón mental en un sueño feo. Eran casi las siete. Preparó el desayuno, se puso el uniforme. Le sobraron diez minutos a su rutina y prendió la radio para dejar pasar el tiempo.






Cuando salió caminó encandilado por el sol de mañana. Se puso la mano arriba de las cejas para hacerse visera. En diagonal un hombre va a cruzar la calle por el medio, viene un colectivo. Ramón le grita pero el hombre mayor miraba para abajo. Se cruza y confía en que el chofer a tiempo parará, alcanza a tomar al viejo de uno de los brazos. Lo gira y ambos caen cuando justo el chofer frena. Se levantan los dos bastante doloridos.






El viejo, de tapado gris y gorra elegante, le agradece. Ramón abre los ojos como si hubiera visto lo que vio: una aparición. Por tercera vez tuvo un sueño premonitorio que se cumplió, pero para que no le digan loco no se lo va a contar a nadie. El colectivero la noche anterior también había soñado que en algún momento del recorrido tenía que frenar. Porque dos locos salidos de ningún lado se le iban a cruzar.






Satisfecho de haberle hecho caso al destino, el chofer de la línea 75 arrancó. Y también se fue.
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