"Te estoy buscando, Sofía" -Cuento corto-

1 comentarios jueves, 27 de octubre de 2011
No la encuentro, hace dos semanas que la busco y me resigné. Dice mi jefe que para encontrar algo primero hay que dejar de buscarlo, asi que eso haré. Espero no lo interprete como que no me interesa saber quién es. Tengo un nombre: Sofía. Estuve con una amiga de ella hará un mes y le pude sacar sin que se diera cuenta algunos datos como para encontrarla.

Sé que vive sola, sé que viaja en subte todos los días, sé que trabaja en Buenos Aires. No son grandes datos pero es mejor que nada. Con mi paciencia a prueba de tiempo la estuve buscando pero el método no me sirvió. Me puse en un extremo del andén de la estación Medrano, línea B. Sé que baja ahí. Desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde espero verla. Tiene pelo negro largo y suele llevar una cartera, Sofía. Esos datos tampoco me ayudaron, son muy generales.

Estuve cerca, o creí estarlo, un par de veces. Seguí a dos supuestas Sofía pero no eran, me lo dijeron y yo les pedí disculpas porque a como estamos me podrían confundir con un ladrón. Vuelvo a mi casa a veces derrotado y con la sensación de tarea en vano. Algo me dice que igual lo tengo que hacer. Bueno, alguien me lo dice, también.

Sofía tiene 30 años, un pasar humilde, cierta resignación en el presente, algún sueño. Quiero ser parte de lo que de acá en más le pueda ocurrir, le tomé cariño con el tiempo. O más cariño. Mis amigos me dicen que no debo ilusionarme con encontrarla, sobretodo porque ella no parece necesitarte tanto, sino ya te hubiera hallado, eso me dicen. Pero no los oigo, o sí, pero tengo mi teoría. Nadie que no sepa bien qué necesita puede andar buscando lo que le satisfaga. Porque no lo sabe, sencillamente.

Desde hace dos semanas ya le dije a mi jefe, a mis amigos, al destino mismo, que estoy por tirar la toalla. Hoy es viernes, último día de la semana.
Me voy a la estación Medrano de la línea B, se me hace tarde. En una de esas pasa. Y se acuerda que pidió por mi, que acá estoy.
Que al que quiere, ayudo. Y al que me encuentra, también.
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"Vos, hablando de vos" -Cuento corto-

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Situación uno: Bueno, ¡al fin viniste!. Hace media hora que te estoy esperando, ¿por qué tardaste?. No sé para qué arreglamos en un horario si después aparecés cuando se te ocurre. Te perdono, siempre te perdono. ¿Trabajaste mucho?. No te lo creo, andá a engañar a otra, yo sé que ahí se rascan de lo lindo, no creo que por eso hayas llegado tarde.
Cuando yo llego tarde ponés cara, la vez que fuimos al cine y tardé 15 minutos me lo recriminaste. Igual, tuve un día de locos, ni de pelearme tengo ganas. Bah, ya se han peleado conmigo hoy. ¿Podés creer que el desgraciado de Giménez me pidió una rendición de cuenta de 1987?. Yo no trabajaba en ese momento, había otros, ¿cómo puedo saber dónde estará eso?.
Intenté decírselo de buen modo, sí. Pero hay que gritar, sino no te escucha. Ahora me van a ayudar dos más a buscar esa bendita rendición. ¿Vos que contás?. Sos aburrido, negro. Te lo dije mil veces. Me hablás de tus compañeros y me duermo.
¿Qué cosa divertida me podés contar de laburar en un call center?. Nada, por eso ni te dejo hablar de tu laburo, contame de otra cosa. Sí, vamos yendo hasta London, quiero tomar café. ¡Contate algo, che!.
Sos de terror, tenés lengua pero no palabras, Ceci me dice que le parece que yo te inhibo. Esa está mal de la cabeza, ¿qué nos tiene que venir a decir algo a nosotros?. Pensaba que se acerca el aniversario, supongo te acordabas. Tres años de novios, ya sos como de mi familia. Ayer a la tarde me compré una planta para mi casa, si tengo que esperar que vos me regales algo puedo volverme vieja.
¿Estás apurado? Acelerás el paso. Ah, dale, que el semáforo corta, si. Esperemos no haya mucha gente en London. No me agarres de la mano en Florida, te lo dije cien veces. Dale, llegamos. Bueno, ¡elegimos mesa y todo!. ¿Vos qué querés?. Yo un café bien cargadito, capaz que un tostado de jamón. Pedí vos mientras voy al baño, negro. Uh, me acordé, me voy a comprar medias, es un ratito y vuelvo.

Situación dos: ¿Dejó pagado todo y se fue?. ¿Está seguro, mozo?. No estoy para las bromas, ¿dónde se metió este tipo?. Es un chiquilín, un tonto marca cañón, nadie me lo dice pero yo lo sé. Debe andar por ahí, ya va a volver, soy lo más maduro que tiene, es como un nene, seguro me está haciendo una escena. ¿Con todo lo que me tengo que aguantar en el laburo encima esto!. Mozo, traeme el tostado, tengo hambre.

Situación tres: ¿Te dijo que me dieras esto a los 15 minutos? Ah bueno, es de cuarta, encima le hacés caso. Una carta, a ver. Se piensa que tengo cinco años, es un infantil. Encima que le doy mi tiempo, el poco que tengo.
“Fabi: quise decirte esto muchas veces pero no me dejás. O yo no tengo palabras, quizás. En esta última vez te contesto por todo lo que me preguntaste: en el trabajo estoy bien, nunca me dejás contarte pero ando bien. Con mis compañeros, los que no son divertidos, si, queremos hacer una empresita de informática, venta, arreglos. Nunca te lo dije, o ahora te lo digo. Trabajo mucho, si es tu duda. Ocho horas escuchando gente que no para de hablar sin decirme nada. Aquella vez del cine…si, llegaste con la película empezada y te enojaste con el horario y no con tu tardanza. Y la culpa fue mia según vos, por querer ver esa película. Que vos habías elegido. Lo último. Ceci tiene razón. Me inhibo. En todo. No respiro, sólo escucho, y estoy con alguien que sólo se escucha. La culpa es mia. Te dejo pago el café, en una buena mesa. Te dejo esta carta. Me dejaste solo, acá. Te dejé hace mucho”. Firmado: Sergio.
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"Luciana, a lo lejos" -Cuento corto-

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El viento golpeaba haciendo ruido en sus oídos, ese persistente zumbido que no para. Luciana quiso quedarse un rato más mirando el final del cielo, confundido allá a lo lejos en un poco de nubes. La tarde del jueves se iba lento y desde el mirador del lago Traful ella se sentía tan chiquita como su ánimo.

Puso los dos brazos sobre el pasamanos, se sintió moverse al ritmo del viento y se alejó un poco. Descubrió que tenía miedo a las alturas. Con 20 años lo acababa de notar. Se paralizó: miró hacia adelante, vio al sol intentando pasar por entre las nubes y llegar al lago. Pensó en el Espíritu Santo aunque se acordó que ya no era católica. Que escapó desde chica de todo lo que pudo. De sus padres primero, luego de la religión, de su barrio, del colegio. De ella. Hacía tres años vivía ahí y seguía escapando. Estaba triste de descubrir lo que nadie le dijo. Que escapar de lo que no nos gusta a veces no es marcar un rumbo, sino directamente no tenerlo.

Temblaba, Luciana. Frio, miedo, las dos cosas quizás. Se tomó fuerte de la baranda y se puso a llorar recordando eso que le molestaba en su conciencia. Una vez, una sola vez alguien le dio una chance. Y ella la ignoró. Gritó algo fuera del diccionario pero desde su alma, sacó el dolor, se limpió las lágrimas. Bajó del mirador. Se sentía con un deber, el de encontrarla. Llamó por teléfono a los dos números que tenía pero ya no eran de esa persona. Sacó pasaje en micro y luego de tres años volvió a Buenos Aires. Con una mochila como toda compañía tomó el 132 hasta Flores. No recordaba cómo poner las monedas en la máquina y la ayudaron.

Se bajó y caminó tres cuadras hasta Yerbal, de memoria. La casa con la ligustrina al frente, entremezclada con el rosal, seguía frondosa. Tocó timbre con su dedo índice temblando, no había avisado que iba. Ladró un perro que no conocía, escuchó llaves detrás de la puerta y ahí la vio. “¡Luciana, mi amor!. ¡Qué sorpresa, nena!”. Se abrazaron y Luciana preguntó si recordaba qué le había dicho hace tres años cuando enojada vio que ella se iría. Y su tía le respondió: “Que acá estaba todo lo que vos ibas a buscar en otro lado, que tu destino era ir para volver”.

Luciana pudo alquilar su casa del sur, pudo encontrar trabajo acá: en una agencia de turismo vendiendo paquetes turísticos…al sur. Pudo también aprender a manejar la máquina en el colectivo y poner las monedas.

A los dos meses estaba sentada en el 132, volviendo de su trabajo, y abrió la ventanilla. El aire entraba y le hacía un poco de ruido en los oídos. Como alguna vez aquello que fue a buscar y tuvo ante ella. Un segundo antes de darse cuenta.
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"El silencio heredado" -Cuento corto-

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Agosto de 1982. Germán tenía ocho años y dormía como podía, espantando mosquitos que parecían picarlo a él y a nadie más. La casa de su abuela y las dos tías en San Isidro era muy extraña, ciertas cosas le ocurrían y decirlas en voz alta sonaban siempre a alguna mentira infantil. Una sola vez dijo que había mosquitos cuando dormía y su abuela lo calmó: “No mientas, Germán. Hay una tela mosquitero”. Y era cierto, ¡pero los mosquitos estaban del lado de adentro!. Sin mucho derecho a queja dormía sabiendo que era por unos días nomás, hasta que volviera a su casa.

A las seis y veinte de la mañana su otra tía lo despertaba y le preparaba el desayuno. Comenzaba su rutina. A Germán lo llevaban al colegio en auto cuando se quedaba en lo de su abuela. Una de sus tias guardaba el Citroen “ranita” color rojo en una especie de galpón junto a coches de vecinos. Todos los días caminaban hasta ahí, Germán abría el portón oxidado y esperaba que su tía sacara el auto para luego cerrarlo. Escuchaba el silencio del barrio, los grillos que en el amanecer sonaban fuerte y un poco de miedo le daban. Luego el espectáculo de viajar, a él le encantaba viajar en auto porque lo hacía pocas veces.

El Citroen tenía la palanca al lado del tablero, hacía un ruido muy particular, siempre daba la impresión de motor ahogado. Mientras iba por Panamericana rumbo a capital él prendía la radio y apretaba la botonera buscando frecuencias hasta que su tía se enojaba y le pegaba con autoridad en la mano. Entonces Germán miraba el piso. Y en el piso, el asfalto de la Panamericana. El proceso de cataforesis no había llegado al Citroen y solía verse el suelo en pequeños círculos oxidados. O en realidad no verse, para ser precisos. La tía ponía Radio Continental, Germán escuchaba las voces y se dormía un poco.

Cuando estaba por llegar al colegio se daba cuenta por el ruido de bocinas del centro. No había diálogo en todo el trayecto. La miraba a su tía que movía los labios como hablando con ella misma, con el ceño fruncido. No preocupada sino ocupada, su mente. Era un gesto que a veces él también hacía. Le gustaba a Germán mirar a la gente, su tia le parecía tan amable desde lo que hacía por él, más allá de si lo transmitía, se sentía protegido de algún modo. En la puerta del colegio Germán puso su brazo arriba del de su tia, quiso jugar. Ella le hizo cosquillas detrás de las orejas y ambos se rieron.

Para él llegaba un gran momento. Bajarse de un auto en la puerta del colegio sentía que era algo parecido a la llegada de Colón a América: todo un acontecimiento que no fuera ni en tren ni en colectivo, lo habitual. Cerraba la puerta con parsimonia para oírla. Germán estaba medio dormido. El cuello de la camisa celeste tenía una ballenita quebrada y se subía, sin solución. Se dio vuelta para saludar a su tia pero ella se estaba yendo, le hizo señas y volvió a parar el auto. Por la ventanilla abierta le dio un beso y el gesto de los dos brazos por sobre los de ella. “¿Por qué tenés ronchas?”. Y Germán le dijo que no lo sabía. “Vos tenés que hablar con los mosquitos a la noche así no te pican, como hago yo. Después te enseño”.

Le guiñó un ojo y él se sintió aliviado de saber que alguien más veía los mosquitos en la casa de su abuela. Por la tarde volviendo en el auto escuchó el plan. Su abuela se iría a comprar y con la casa sola ellos tirarían insecticida sin que se dé cuenta. Esa noche no zumbaron mosquitos y la abuela seguía creyendo que jamás los hubo.

Germán se sintió parte de algo, de una complicidad. Estaba feliz. Con qué poco uno es feliz de verdad, pensaba él al otro día viajando en el Citroen y mirando de nuevo a su tía, hablando en silencio con ella misma. Como él también hacía. Otra complicidad.
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