"El silencio heredado" -Cuento corto-

Agosto de 1982. Germán tenía ocho años y dormía como podía, espantando mosquitos que parecían picarlo a él y a nadie más. La casa de su abuela y las dos tías en San Isidro era muy extraña, ciertas cosas le ocurrían y decirlas en voz alta sonaban siempre a alguna mentira infantil. Una sola vez dijo que había mosquitos cuando dormía y su abuela lo calmó: “No mientas, Germán. Hay una tela mosquitero”. Y era cierto, ¡pero los mosquitos estaban del lado de adentro!. Sin mucho derecho a queja dormía sabiendo que era por unos días nomás, hasta que volviera a su casa.

A las seis y veinte de la mañana su otra tía lo despertaba y le preparaba el desayuno. Comenzaba su rutina. A Germán lo llevaban al colegio en auto cuando se quedaba en lo de su abuela. Una de sus tias guardaba el Citroen “ranita” color rojo en una especie de galpón junto a coches de vecinos. Todos los días caminaban hasta ahí, Germán abría el portón oxidado y esperaba que su tía sacara el auto para luego cerrarlo. Escuchaba el silencio del barrio, los grillos que en el amanecer sonaban fuerte y un poco de miedo le daban. Luego el espectáculo de viajar, a él le encantaba viajar en auto porque lo hacía pocas veces.

El Citroen tenía la palanca al lado del tablero, hacía un ruido muy particular, siempre daba la impresión de motor ahogado. Mientras iba por Panamericana rumbo a capital él prendía la radio y apretaba la botonera buscando frecuencias hasta que su tía se enojaba y le pegaba con autoridad en la mano. Entonces Germán miraba el piso. Y en el piso, el asfalto de la Panamericana. El proceso de cataforesis no había llegado al Citroen y solía verse el suelo en pequeños círculos oxidados. O en realidad no verse, para ser precisos. La tía ponía Radio Continental, Germán escuchaba las voces y se dormía un poco.

Cuando estaba por llegar al colegio se daba cuenta por el ruido de bocinas del centro. No había diálogo en todo el trayecto. La miraba a su tía que movía los labios como hablando con ella misma, con el ceño fruncido. No preocupada sino ocupada, su mente. Era un gesto que a veces él también hacía. Le gustaba a Germán mirar a la gente, su tia le parecía tan amable desde lo que hacía por él, más allá de si lo transmitía, se sentía protegido de algún modo. En la puerta del colegio Germán puso su brazo arriba del de su tia, quiso jugar. Ella le hizo cosquillas detrás de las orejas y ambos se rieron.

Para él llegaba un gran momento. Bajarse de un auto en la puerta del colegio sentía que era algo parecido a la llegada de Colón a América: todo un acontecimiento que no fuera ni en tren ni en colectivo, lo habitual. Cerraba la puerta con parsimonia para oírla. Germán estaba medio dormido. El cuello de la camisa celeste tenía una ballenita quebrada y se subía, sin solución. Se dio vuelta para saludar a su tia pero ella se estaba yendo, le hizo señas y volvió a parar el auto. Por la ventanilla abierta le dio un beso y el gesto de los dos brazos por sobre los de ella. “¿Por qué tenés ronchas?”. Y Germán le dijo que no lo sabía. “Vos tenés que hablar con los mosquitos a la noche así no te pican, como hago yo. Después te enseño”.

Le guiñó un ojo y él se sintió aliviado de saber que alguien más veía los mosquitos en la casa de su abuela. Por la tarde volviendo en el auto escuchó el plan. Su abuela se iría a comprar y con la casa sola ellos tirarían insecticida sin que se dé cuenta. Esa noche no zumbaron mosquitos y la abuela seguía creyendo que jamás los hubo.

Germán se sintió parte de algo, de una complicidad. Estaba feliz. Con qué poco uno es feliz de verdad, pensaba él al otro día viajando en el Citroen y mirando de nuevo a su tía, hablando en silencio con ella misma. Como él también hacía. Otra complicidad.

1 comentarios:

Gabriel dijo...

Descripción familiar ciento por ciento. Una semana al mes iba a lo de mi abuela y mis tías a dormir, en medio de mosquitos zumbando. La tía Betty me llevaba hasta el colegio en su gastado Citroen, la “ranita”. Y yo me sentía un Rey, dentro de esa ranita.