Capítulo cinco: La defensora del apellido

1 comentarios lunes, 14 de diciembre de 2009

Mi familia tiene claramente dos estilos bien marcados, que los definen frente a otros. Por parte de mi madre son en su mayoría abiertos, habladores, simpáticos, demostrativos y de gestos y acciones que no pasan de largo ante una situación.


Por parte de mi padre la cosa cambia totalmente. Reconcentrados, serios hasta lo exasperante, nada demostrativos, callados y muy afectos a las miradas y guiños que da el cuerpo a partir de actitudes, se sabía cuándo alguien estaba o no enojado, era claro. Mi abuela Juana, la madre de mi padre, encarnaba perfectamente ese papel.

Entre esos dos mares navegué yo. Nada mejor entonces que saber nadar, y eso creyó oportuno mi abuela Juana que aprendiera de chico. Mar del Plata era el punto de inicio de mis vacaciones, en general apenas terminadas las clases del colegio religioso. Los primeros recuerdos de mi abuela en mi mente tienen que ver con el Centro de Educación Física número 1 y su pileta cubierta en la rambla. Cómo me miraba nadar, o intentar hacerlo, cuando mis pies no tocaban bajo ningún concepto el fondo de la pileta y me sentía un caldo en cubito fuera de la caja, inútil.

Recuerdo cumplir, cumplir a rajatabla sin chistar, no había segunda opinión. En general estábamos solos y alguna de mis tías se sumaban cinco o seis días en un mes, pero casi siempre con mi abuela, los dos. Me daba la mano como contención más que por cariño, era una mano tendida que no me dejaba solo en la calle, el afecto era estar ahí, disponer del tiempo para conmigo, llenarme de actividades físicas hasta casi desear que empiecen las clases, eran realmente muchas (Fútbol, básquet, patín, la nombrada natación). En medio de todo yo disfrutaba, me las rebuscaba, soy de mirar lo positivo hasta de mi imagen en un espejo roto, diría un amigo. Y fui muy feliz con ella, y ella feliz de saberse necesaria.

Íbamos de vacaciones en tren hasta Mar del Plata, una linda travesía de varias horas pero que disfrutaba sentado, acostumbrado a viajar mal y parado. En una oportunidad mi tía nos despedía porque nos estábamos yendo, y mi madre no llegaba, debía ir a saludarme. Yo estaba muy triste por eso, tendría ocho años, pensaba que algo malo le había pasado. El tren se ponía en marcha en Constitución con esa eterna bocina de la locomotora.

Saludo a mi tía con la mano y asomado a la puerta del vagón, esperaba que mi madre apareciera. Y como si fuera una película de Campanella, con el vagón en marcha aparece corriendo mi madre con una velocidad que le desconocía hasta allí, y me alcanza a saludar tirando un beso. ¡Y tirando una campera blanca, también! Que atajé con buenos reflejos. La escena era entre cómica y muy angustiante a la vez.
Me puse a llorar amargamente. Y mi abuela, muy práctica, muy frontal y siempre de voz segura, me mira y me dice “¿Por qué llorás, si siempre la ves todos los días?”.

Mi abuela y su sentido práctico. De algún lado evidentemente salgo.

Juana, y sus hijas (mis tías) vivían en San Isidro, lugar bastante tranquilo hace 30 años, las cosas van cambiando. Un barrio silencioso acorde a la familia. Una vez al mes pasaba a buscarme por el colegio y me quedaba un fin de semana en su casa y el lunes una de mis tías me llevaba al colegio en su Citroen rojo (llegar en auto era una extraña sensación, sin tren y colectivo de por medio).

En general los últimos viernes de cada mes pasaba mi abuela a buscarme. Sostuvo el pago de la cuota del colegio por mucho tiempo, jamás sabré por cuánto. Pero la maniobra que tanto mi madre como ella hacían era bastante clara, hasta para un chico de ocho o nueve años: mi abuela me pasaba a buscar y a las 17 íbamos al café “De los angelitos”, té para ella, gaseosa para mi. Llegaba mi madre y ambas se iban al baño. Seguramente allí mi abuela le daría el dinero a mi madre y luego ambas salían del baño y mi madre enfilaba para la puerta. “¿Adónde va mamá?”, preguntaba yo. “Se olvidó algo en la oficina, ahora vuelve”, decía mi abuela.

Lo que en realidad hacía mi madre era ir hasta el colegio (que la esperaba aun abierto) para que pueda pagar la cuota mensual. No recuerdo cuántas veces se repitió esta maniobra, o si hubo otras de las que no me percaté, pero de esa contención que renglones arriba hablé, tiene que ver con estas cosas. Hacer dentro de todo sencillo un transitar, excede lo monetario, era su forma de estar presente, a disposición sin que se lo pidan, eso valoro por sobre todo de mi abuela e intento aplicar para con el otro.

Quizás por eso no desafié su autoridad, porque me sentía protegido. Así la acompañé en las cuestiones más curiosas. Me llevaba a la playa entre las 7 30 y las 11 horas de la mañana, luego de esa hora, decía, el sol hacia mal. Luego a la tarde, pasadas las 18. Fue fanática del Yoga, practicarlo a mi me ponía de buen humor y me relajaba. Además el centro Yogananda marplatense, de personas descalzas siempre y casi todos vestidos de naranja, me resultaba muy simpático. La música la solía llevar ella. Era un casete TDK cuya cinta patinaba bastante con música de la que llamaríamos hoy incidental, a modo de relajación. Y era efectiva.

También la recuerdo escribiendo cartas a sus hijas y a mi mamá, también la recuerdo cansada, mirando perdida en sus pensamientos un punto de la mesa, ausente de ahí. También resoplar y siempre caminar más rápido que yo dando el doble de pasos. Dándome los gustos, pero haciendo que me sienta agradecido de que sea así.

La extraño al pensar que en aquel lado de mi familia ya no quedan demasiados familiares, sólo yo. Supongo que cuando tenga un hijo también me gustaría verlo en una pileta, a ver qué tan capaz es de tocar el fondo y seguir respirando sin ahogarse. Eso es salir a flote. De todo, supongo. De la vida.
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Capítulo 3: Mujeres de guardapolvo blanco

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En la mente de algunas personas se asocia una sola anécdota o comentario para poder lograr la descripción de alguien, lo que vuelve querible o no un recuerdo. Una característica, una virtud, o un defecto. Buscamos etiquetar como presentación mental del recuerdo, y detrás la persona y lo que era en realidad.

Las maestras siempre estarán condenadas a ser estereotipadas en el recuerdo infantil a partir de hechos puntuales. Poco se sabía de la vida de ellas, algunas podían tener hijas, otras hermanas dentro de un colegio, pero eran aquello que a diario veíamos y salvo que fueran vecinas, una vez sacado el guardapolvo blanco desaparecían a nuestros ojos de su rol.

Miradas con admiración unos, por presencia, resistidas como símbolo de autoridad de la que no se quiere depender, por otros, ser docente hoy en día es una profesión de riesgo. Podrán decir que es una vocación y no una profesión y es cierto, pero la mecánica de lo diario hace que también se vea así.

De grande los recuerdos se hacen visibles, son más puntuales. Rescato tres de ellos.

En cuarto grado era un muy mal alumno, lo que ya constituía una verdadera línea de conducta desde que había comenzado. Sobretodo en lo referido a la matemática. La monja de mi escuela religiosa encargada de aquel año le apasionaba el alumno en el pizarrón y la cuenta de dividir de grandes (en tamaño) números, para que cada uno hiciera. Llegado mi turno tardé algo así como 15 minutos en determinar cuanto era 24 dividido 6. Pero la Hermana-docente me daba mi tiempo, aunque fuera eterno y desesperante. Una vez, ante otra cuenta, vio que no avanzaba la situación y decidió explicarme la división en voz alta, y con tiza escribió el inicio del número 2, la parte de arriba de ese número, para que me diera cuenta y le evitara perder más tiempo. Si no, aun estaría ahí.

También hay de los otros recuerdos, no exactamente gratos por la falta total de tacto. Segundo grado. Llegado junio, día del padre, tanto en mi casa como en el colegio era época complicada, yo no lo tenía. Se mandó a comprar papel glasé, plasticola, brillantina y cartulina. Eso hice. La maestra explicó qué hacer (tarjetas para regalar). Cuando pasó por mi banco le dije “señorita, yo no tengo papá. ¿Qué hago?”. Pregunta inocente y decisiva.

Me respondió “Podés salir al patio”.

Y eso hice…con algo de frío en junio me senté de cara al patio vacío absolutamente. A los 15 minutos pasa la Hermana Directora y me pregunta “Patané, ¿qué hace acá?”…la señorita me dijo que me quedara afuera. “¿Por qué?”. Porque están haciendo tarjetas para el día del padre.
Bastó que dijera eso para que ella como tromba entrara al aula. Al ratito salió y me llamó para que volviera. Me senté y la maestra me dijo “Gabriel, podés hacerle la tarjeta a quien vos quieras”. ¿Puede ser de navidad?, pregunté. “Si”. Entonces en cartulina roja y verde armé una tarjeta con la palabra PAZ, que aun hoy conservo.

A la noche le relaté lo sucedido a mi madre, quien también reaccionó como una tromba y fue al otro día al colegio a pedir explicaciones. Su voz retumbaba en el patio vacío de las siete y media de la mañana, se oía perfectamente a distancia su voz. Supongo que le habrán pedido disculpas. Pero esas disculpas se ve que no llegaron a la maestra de tercer grado, quien al otro año repitió el mismo procedimiento, y todo lo anteriormente citado ocurrió otra vez.
Esto no me traumó, evidentemente la ausencia de mi padre la tenía yo mucho más y mejor asumida que las ocasionales maestras, quedaba claro.

El tercer recuerdo lo protagoniza una maestra de contraturno, yo era lo que se llamaba “medio pupilo”, de siete de la mañana hasta las seis de la tarde (en realidad todo terminaba a las 17 pero mi madre de su trabajo salía una hora después). La maestra encargada de supervisar que hiciéramos la tarea era además profesora particular, y mi madre arregló que a la salida me diera clases (¡más clases!) y luego ella pasaría a buscarme.

Ahí pude comprobar lo idealizada que tenía la imagen de un maestro, qué distinta era a lo que imaginé. Vivía en una pensión de la calle Castelli en Capital Federal. Edificio antiguo, escalera al tono. Habitación muy angosta, mesa, televisor y cama marinera se disputaban el espacio a los golpes. Se ponía a hacer café y me invitaba un poco, mucho no me gustaba. Era amable y explicaba bien, lo reconozco. En el piso tenía una especie de trapo, muy pequeño. No sabía qué era, me acerqué y no era un trapo…¡era un conejo!. La piel de un conejo. Me quedé tan impactado con eso que luego casi iba a la casa a observar eso que en mi vida había visto. Pero duró tres días mi asombro, luego me acostumbré. ¿Qué será de la vida del docente aquel y su conejo?.

Tres historias y tres recuerdos. Las personas con el tiempo somos esto, anécdotas contadas. Somos todos síntesis, resumen en la mente de los otros.
Aquí fueron estas tres. Se guarda en la memoria cajoncitos con historias, como estas tres que salieron hoy, de uno.
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