Capítulo cinco: La defensora del apellido


Mi familia tiene claramente dos estilos bien marcados, que los definen frente a otros. Por parte de mi madre son en su mayoría abiertos, habladores, simpáticos, demostrativos y de gestos y acciones que no pasan de largo ante una situación.


Por parte de mi padre la cosa cambia totalmente. Reconcentrados, serios hasta lo exasperante, nada demostrativos, callados y muy afectos a las miradas y guiños que da el cuerpo a partir de actitudes, se sabía cuándo alguien estaba o no enojado, era claro. Mi abuela Juana, la madre de mi padre, encarnaba perfectamente ese papel.

Entre esos dos mares navegué yo. Nada mejor entonces que saber nadar, y eso creyó oportuno mi abuela Juana que aprendiera de chico. Mar del Plata era el punto de inicio de mis vacaciones, en general apenas terminadas las clases del colegio religioso. Los primeros recuerdos de mi abuela en mi mente tienen que ver con el Centro de Educación Física número 1 y su pileta cubierta en la rambla. Cómo me miraba nadar, o intentar hacerlo, cuando mis pies no tocaban bajo ningún concepto el fondo de la pileta y me sentía un caldo en cubito fuera de la caja, inútil.

Recuerdo cumplir, cumplir a rajatabla sin chistar, no había segunda opinión. En general estábamos solos y alguna de mis tías se sumaban cinco o seis días en un mes, pero casi siempre con mi abuela, los dos. Me daba la mano como contención más que por cariño, era una mano tendida que no me dejaba solo en la calle, el afecto era estar ahí, disponer del tiempo para conmigo, llenarme de actividades físicas hasta casi desear que empiecen las clases, eran realmente muchas (Fútbol, básquet, patín, la nombrada natación). En medio de todo yo disfrutaba, me las rebuscaba, soy de mirar lo positivo hasta de mi imagen en un espejo roto, diría un amigo. Y fui muy feliz con ella, y ella feliz de saberse necesaria.

Íbamos de vacaciones en tren hasta Mar del Plata, una linda travesía de varias horas pero que disfrutaba sentado, acostumbrado a viajar mal y parado. En una oportunidad mi tía nos despedía porque nos estábamos yendo, y mi madre no llegaba, debía ir a saludarme. Yo estaba muy triste por eso, tendría ocho años, pensaba que algo malo le había pasado. El tren se ponía en marcha en Constitución con esa eterna bocina de la locomotora.

Saludo a mi tía con la mano y asomado a la puerta del vagón, esperaba que mi madre apareciera. Y como si fuera una película de Campanella, con el vagón en marcha aparece corriendo mi madre con una velocidad que le desconocía hasta allí, y me alcanza a saludar tirando un beso. ¡Y tirando una campera blanca, también! Que atajé con buenos reflejos. La escena era entre cómica y muy angustiante a la vez.
Me puse a llorar amargamente. Y mi abuela, muy práctica, muy frontal y siempre de voz segura, me mira y me dice “¿Por qué llorás, si siempre la ves todos los días?”.

Mi abuela y su sentido práctico. De algún lado evidentemente salgo.

Juana, y sus hijas (mis tías) vivían en San Isidro, lugar bastante tranquilo hace 30 años, las cosas van cambiando. Un barrio silencioso acorde a la familia. Una vez al mes pasaba a buscarme por el colegio y me quedaba un fin de semana en su casa y el lunes una de mis tías me llevaba al colegio en su Citroen rojo (llegar en auto era una extraña sensación, sin tren y colectivo de por medio).

En general los últimos viernes de cada mes pasaba mi abuela a buscarme. Sostuvo el pago de la cuota del colegio por mucho tiempo, jamás sabré por cuánto. Pero la maniobra que tanto mi madre como ella hacían era bastante clara, hasta para un chico de ocho o nueve años: mi abuela me pasaba a buscar y a las 17 íbamos al café “De los angelitos”, té para ella, gaseosa para mi. Llegaba mi madre y ambas se iban al baño. Seguramente allí mi abuela le daría el dinero a mi madre y luego ambas salían del baño y mi madre enfilaba para la puerta. “¿Adónde va mamá?”, preguntaba yo. “Se olvidó algo en la oficina, ahora vuelve”, decía mi abuela.

Lo que en realidad hacía mi madre era ir hasta el colegio (que la esperaba aun abierto) para que pueda pagar la cuota mensual. No recuerdo cuántas veces se repitió esta maniobra, o si hubo otras de las que no me percaté, pero de esa contención que renglones arriba hablé, tiene que ver con estas cosas. Hacer dentro de todo sencillo un transitar, excede lo monetario, era su forma de estar presente, a disposición sin que se lo pidan, eso valoro por sobre todo de mi abuela e intento aplicar para con el otro.

Quizás por eso no desafié su autoridad, porque me sentía protegido. Así la acompañé en las cuestiones más curiosas. Me llevaba a la playa entre las 7 30 y las 11 horas de la mañana, luego de esa hora, decía, el sol hacia mal. Luego a la tarde, pasadas las 18. Fue fanática del Yoga, practicarlo a mi me ponía de buen humor y me relajaba. Además el centro Yogananda marplatense, de personas descalzas siempre y casi todos vestidos de naranja, me resultaba muy simpático. La música la solía llevar ella. Era un casete TDK cuya cinta patinaba bastante con música de la que llamaríamos hoy incidental, a modo de relajación. Y era efectiva.

También la recuerdo escribiendo cartas a sus hijas y a mi mamá, también la recuerdo cansada, mirando perdida en sus pensamientos un punto de la mesa, ausente de ahí. También resoplar y siempre caminar más rápido que yo dando el doble de pasos. Dándome los gustos, pero haciendo que me sienta agradecido de que sea así.

La extraño al pensar que en aquel lado de mi familia ya no quedan demasiados familiares, sólo yo. Supongo que cuando tenga un hijo también me gustaría verlo en una pileta, a ver qué tan capaz es de tocar el fondo y seguir respirando sin ahogarse. Eso es salir a flote. De todo, supongo. De la vida.

1 comentarios:

Gabriel dijo...

Foto con mi abuela Juana en su casa, año 1989