Renata, una valija en el corazón: Aprendiendo a hacer, y a ser

1 comentarios lunes, 5 de abril de 2010

Su primer día haciendo aquello que siempre soñó, Renata debía aprovecharlo desde temprano. Con actitud de turista tomó la máquina de fotos y no el cuaderno anotador. Dudó bastante pero volvió sobre sus pasos y se llevó el cuaderno también. Salió del hotel y el viento de la mañana la hizo respirar profundo, ese aire que llena los pulmones, que parece todo para uno y da energía. El sol pegaba en las paredes de las casas, mitad madera y piedras claras, y las volvía luminosas.


Miraba el piso y todo le parecía reluciente, la calle, las bocacalles, hasta los postes de luz…hizo el gesto que tanto le gustaba hacer de chica. Juntó sus dos manos en la espalda y caminó con la “pose de inspector” como su abuela aun de grande le seguía diciendo. Pero estar así la relajaba y le permitía pensar, y en un lugar tan lindo y cercano a la perfección de la naturaleza, debía enfocarse en lo material. Vio un cartel que le pareció ser de un bar y caminó hacia ahí.


Pensaba absolutamente en dinero y nada más. Porque había llevado lo que pudo juntar en tres meses, más lo que la tarjeta de crédito le daba de saldo. No aceptó más ayuda externa, como hasta ahora los padres hacían para con ella, salvo que la obra social le siga reclamando cuotas impagas y entonces ya no pueda usarla, mucho menos en Bariloche. Por primera vez en 22 años se pondría seriamente a buscar trabajo.


Seguía caminando Renata con las manos atrás y mirando al frente, pero en otro lado, buscando dentro de ella respuestas a preguntas que aun no se hacía seriamente. A las que le temía. Porque trabajar para mantenerse ya sabía lo que era, aunque llegó gracias a su tío que pudo ubicarla en una empresa de un conocido. Esta vez no habría paraguas familiar ni recomendaciones de momento.

Se detuvo frente a un kiosco a ver la tapa de la revista de chimentos, fue más fuerte que ella. La miró como todos los días que las amigas de oficina la compraban y para hacerlo se apoyó en una pequeña “torre” de diarios que por ser de no tantas páginas, con su mano sin querer movió y tiró al piso. Pegó un salto hacia atrás, como si un montón de diarios fueran a atacarla y pidió disculpas al señor que estaba ahí, que las aceptó con cara de “fijate lo que hacés”. Para reparar su error ella compró el diario que había tirado, se llamaba “El Ciudadano”. Pagó con monedas y siguió rumbo al bar. Miró los títulos de noticias locales nada interesantes para ella. Lo dobló y lo iba a poner en su bolso pero ya casi estaba en el bar. Entró y mientras esperaba su capuchino obligatorio de cada mañana, esta vez en Bariloche, se puso a leer.

Razona que por algo se empieza y buscar en el diario es un buen inicio, entonces lo extiende en la mesa y pone los codos arriba para mirarlo apoyando la pera en la mano izquierda. Va a los clasificados, que no son de 40 páginas como el “Clarín”, más bien son “seleccionados” y no clasificados. Llega el capuchino y paga en el momento, no quería que luego la interrumpieran. Saca la lapicera y empieza a tachar. Y tachar, y más tachaduras, nada la convencía del todo. Se sentía ciudadana por primera vez al hacer algo que el resto hacía también en algún momento de la vida. Esa cierta soberbia la ponía mal a ella, se daba cuenta que eso no estaba bien.

Tenía una visión superada de ciertas actitudes del otro, las miraba con recelo, siempre (no) creyendo en el otro, al menos de movida. Y la mirada que tenía con esos prejuicios, sobre los clasificados, acotaba la búsqueda. Discriminó primero por términos, luego por sinónimos que no le cayeron bien y finalmente por los requisitos.
Como los chicos, quería leer exactamente lo que buscaba, pero eso era muy complicado. Pasaron los minutos y la hora, y cerró el diario para tomarse el capuchino. Estuvo jugando con un sobre de azúcar en la mano, respiró buscando aire al por mayor y salió.

Dobló a su izquierda y la sorprendió un grupo de gente frente a una pared, se fue acercando y vio una cartelera con algunos avisos, aunque la mayoría no de trabajos, sino de ofrecimientos. Un poco desilusionada siguió mirando los renglones pero más por curiosidad que otra cosa hasta que casi al final y sobre un extremo de la cartelera lee “Se necesita ayudante para atención en Hostel. Experiencia y manejo del inglés, indispensables. Presentarse de lunes a viernes de 9 a 17 horas”…sacó el anotador y escribió la dirección. Cuando terminó de copiar ya no había nadie a su alrededor, y ella quería saber dónde quedaba esa calle que estaba escrita en la cartelera, no la conocía.

La calle era Mariano Moreno. Se acercó hasta una parada de colectivos y la pudieron ubicar hacia donde era. No parecía alejarse del centro de la ciudad y estaba más o menos cercano y en diagonal a su hotel, pensaba en lo genial que estaba resultando todo, el problema era la total inexperiencia para manejar personas en un hostel, uno de los requisitos. Las dos cuadras hasta el lugar exacto le permitieron hacer una pequeña estrategia para caer bien, ya que sabía qué cosas no tenía a su favor. El curso de Marketing que hizo con una amiga le estaba sirviendo por fin, para algo. Debía maximizar virtudes y minimizar defectos, como le enseñaron.

Llegó a la puerta y enderezó un poco su espalda, tomó coraje y entró. Descubrió que de aspecto el lugar estaba mucho más presentable que su propio hotel y que la sensación que la invadió no fue de rechazo sino más bien lo contrario. Un hombre se acercó y le preguntó quién era, explicó que venía por el aviso y la hicieron pasar a una oficina muy pequeña en donde una mujer la esperaba. Se pusieron a hablar, Renata le confió su nerviosismo, su intención de quedarse un tiempo en la ciudad, en la conveniencia de eso, ya que teniendo el ritmo de Buenos Aires, mejor podría tratar a los pasajeros. Bastante discutible, pero a la hora de querer agradar cualquier frase se puede aplicar de apuro. La señora la escuchó casi sin interrumpirla y es posible que en ella haya visto las ganas de agradar y también, hambre. En el más literal de los sentidos. Y aquello que uno transmite con sensaciones en general excede a todas las palabras que se digan.


La mujer estaba satisfecha de lo que oyó y Renata contenta de haber dicho en una síntesis atropellada por los nervios, la mayoría de las cosas. Le dijeron que a la mañana siguiente recibiría un mensaje en su teléfono por sí o por no. Para irse estiró la mano y no se atrevió al beso porque estaba muy nerviosa y quería irse de ese lugar tan chico. Una vez en la calle se tomó la cabeza y resopló para sacarse la presión del momento.


Tenía hambre y volvió al hotel. Anotó en su cuaderno-diario todas las sensaciones, miedos que ahora podía escribir y a la vez describir en papel aun cuando almorzaba unos fideos algo recalentados. Pasó el resto del día escribiendo cerca de un murallón, protegida del viento y de cara al lago. Cuando se cansó de pensar en qué haría si la respuesta era positiva, se fue de nuevo al hotel.

Por la mañana se abalanzó sobre el celular, al que toda la noche dejó prendido. Cerca de las nueve de la mañana ya estaba despierta cuando sonó y escuchó lo que quería oír. Gritó de felicidad y llamó a sus padres, que no entendían demasiado porque estaba muy emocionada de haber logrado algo por si misma sin ayuda de nadie. La envalentonaba.

Le dijeron que debía estar a las diez de la mañana y se preparó vestida cómoda y en algún punto elegante a la vez, aunque su vestuario no era exactamente variado. Llegó y la misma señora del día anterior la recibió, esta vez con un beso. Se rieron como si fueran dos viejas conocidas y hacía menos de un día se habían visto.

La mujer le preguntó cómo había ubicado el aviso, y Renata le explicó lo del diario y la cartelera en donde leyó la información. Se enteró recién ahí que el pedido también estaba publicado en aquel diario que compró, pero por alguna razón ella lo había tachado, como a tantos otros.
Un guiño más para su cuaderno. El recién empezado, al que le aparecen los renglones y los temas a sus hojas en blanco, de a poco.
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