El mejor amigo de Morena

3 comentarios martes, 13 de abril de 2010

Uno escucha hablar algunas veces de las llamadas profesiones de riesgo, que implican peligrosidad para quien la lleva a cabo, por ejemplo limpiar vidrios en las alturas, personas que particularmente admiro. No se debe tener miedo pero una cierta inconsciencia y lo positivo es que otorga satisfacción porque pocos querrían hacerlo aunque le pagaran con todo el oro del mundo.


Ser amigo de Morena era como limpiar vidrios en las alturas. Y en algunas ocasiones funcionaba la inconsciencia de no saber (o no querer saber) qué era lo que se estaba haciendo en pos de una amistad, palabra que a veces cubre toda acción y que es manto o alfombra. Esto es, o sirve para proteger (manto), o sirve para poner debajo lo que no queremos ver (alfombra).


Cuando Morena decide cambiarse de colegio en mitad del secundario, me transformé con el tiempo en algo así como un vocero de ella frente a sus ahora ex compañeros. Me preguntaban cómo andaba ella sabiendo que yo seguía relacionado en cuanto al contacto aunque lentamente eso fue cambiando y pasaron a ser comunicaciones cruzadas directas. Comencé a llevar y traer información y hubo días en que nos veíamos solamente para que yo le informe qué estaba pasando en su ex grupo, con el pedido de ser lo más puntual posible. Como habíamos quedado en juntarnos en mi casa todos los viernes y siempre pasaba lo mismo, quise cambiar. Quizás así la cosa no sería tan tediosa.


Decidí pasarla yo a buscar por su nuevo colegio y para eso ella debía esperarme un rato ya que era lejos respecto del mío. Nos escribíamos semanalmente y nos dábamos las cartas en mano, páginas y páginas contándonos nuestras vidas que no sé si serían interesantes, pero lo importante era el hecho de escribir como método de amistad, estaba claro. En sus cartas me hablaba de lo necesario que yo era para ella, al punto de no tener ni querer a otro amigo más que a mí. La definición me asustaba bastante porque no me gusta la dependencia obsesiva de nada y no la justifico. Pero interpreté que era parte de una frase de ocasión que sonaba bien.


Cuando el colectivo rojo y algo destartalado llegó a destino, me bajé pensando encontrarme con Harvard, pero era un colegio de aspecto bastante amigable, y los alumnos estaban al frente del edificio tras una reja. El colegio tenía una forma de vieja iglesia, así que parecían todos vestidos igual como los amigos de un novio que se casa, todos de traje y saludando en un atrio. Un atrio estudiantil en este caso.


Apoyé mis manos en la reja buscando con la mirada su mirada y el pelo largo, para poder reconocerla. Luego de 15 segundos escucho mi nombre a los gritos y ella me vio primero. Se acerca y reja de por medio intenta darme un beso, pero nuestros cachetes no pasaban por entre las rejas, entonces nos dimos las manos con las palmas abiertas. Parecía feliz, me dijo que esperara ahí (tras la reja) que iría buscar a sus compañeros. No hizo falta porque una persona abrió el portón de entrada y de a poco los chicos fueron saliendo. Me sentía desentonar en la marea de camisas y blazers, yo tan de civil como se podía estar, ocultando mi guardapolvo blanco dentro de una carpeta con cierre.


Me puse de espaldas contra la reja y dejé pasar esa ola de gente. Cuando sale Morena se acerca y me saluda, creo que ambos estábamos contentos de haber cambiado la rutina. Se da vuelta y me pone frente a sus nuevos compañeros de colegio, que estaban como en abanico a prudente distancia.


“Él es Gabriel”, le bastó decir, para que esas caras pasaran de curiosas a inquisidoras. El muchacho de uno de los costados adelantó sus pasos y me saludó con un beso y extendiendo su brazo sin decirme una palabra, luego dos o tres mujeres también me saludaron en silencio y el último varón fue el más “comunicativo”, ya que dijo “así que vos sos el famoso Gabriel”…


Comprendí rápidamente que en ese lugar mi popularidad estaba en crisis. No entendía por qué, si bien podía ser normal la tirantez por no ser parte, pero en ese caso tanto ella como yo estaríamos de igual manera, y ella me los presentó como sus amigos. La situación era tan incómoda que se hizo un silencio eterno de tres o cuatro segundos, del que salí haciendo un chiste de momento, pavote para variar. Ella tuvo el gesto de pasarme su mano por mi espalda, como para que ese frio que recibía no me hiciera tanto efecto, pero ni aun así logró esfumarlo. De pronto una persona, me pareció que un chico, la llama desde la puerta y ella va. Me dice que la espere (otra vez al lado de la reja, de ahí no me había movido).


Me quedé de frente a sus amigos, que me escanearon con la mirada buscando respuestas a las miles de preguntas que tendrían, si es que un simple amigo podía llegar a ser interesante como tema. “Así que sos Gabriel, mirá vos”, me dijo una chica rubia. “Te vive nombrando todo el tiempo”, me dijo otro. Yo me atreví a preguntar qué era lo que de mi decía y una del grupo me dijo “Desde que llegó dice que tiene un único amigo y que se llama Gabriel. Tanto lo dice que le terminamos llamando a ella Gabriel, nos dijo que alguna vez lo íbamos a conocer”…


Pero en ese momento lo que hice fue un poco defenderla más que elegir salvar mi nombre de que se interprete como culpable de su locura, por llamarlo así. Y la justifiqué diciendo que todo para Morena era blanco o negro y vivía con fidelidad los gestos que alguien hiciera para con ella. Que si la comprendían iban a ver que no era una mala chica, cosa que todos me dijeron que entendían.

Les conté en 30 segundos de qué colegio venía Morena y cómo seguíamos teniendo relación aun ya no siendo compañeros. Sobre las cartas ya sabían porque ella las mostró en clase, para decirles a las chicas en voz alta algunos párrafos, lo que me dio una tremenda vergüenza. Yo en las cartas jugaba con las palabras, uno se deja llevar por el momento, el tema y la persona, y me sentí un poco invadido al saber eso.


Morena volvió y miró a sus compañeros y a mí. Me tomó de la mano y nos fuimos caminando hacia una de las esquinas. Yo no sabía qué decir y todo lo que dijera podía ser luego usado en mi contra. De pronto me dio su carpeta y me dijo que la esperara en la puerta del colegio, así que tuve que volver hasta la entrada.

Ella se quedó en la esquina hablando con algunas chicas y yo mataba el aburrimiento contando los barrotes de la puerta principal. Luego de unos 15 minutos los barrotes seguían siendo los mismos y mi aburrimiento también, la miraba a lo lejos como los chicos que quieren irse a sus casas rápido.

Cuando volvió me dijo “vamos” y yo armé en mi cabeza un listado de cosas para decirle y reprocharle que no me habían gustado. Dudas sobre su comportamiento, por qué esa manera de quererme, que hacía que en un punto yo sea centro sin quererlo y que no me volvía el más popular, lo acababa de vivir.

Me abrazó y me dijo “gracias” y no pude decirle nada. No me animé. Así fueron algunos años, nuestra amistad fue manto y alfombra, todo al mismo tiempo.
Los dos nos aguantamos las diferencias todo lo que pudimos. Pero el que limpiaba vidrios en las alturas, un día ya no quiso subir más.
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