"Primer desengaño" -Cuento corto-

1 comentarios jueves, 18 de agosto de 2011


Ramiro acomodó la mochila a su espalda, tanto tiempo puesta empezaba a molestarle y trataba de ponerse derecho sin mucho éxito. Odiaba la misma mochila que tanto quería hasta hace un par de meses. La terminal de micros de Retiro era siempre el mismo hormiguero de gente. Miraba cómo entraban y salían los colectivos apoyado en una columna, los asientos de por ahí estaban todos ocupados.






Faltaba poco, quedaron en verse a las tres de la tarde a la altura de la plataforma 24. Le había avisado a Luciana que fuera puntual porque así suelen salir los micros, le dijo. Pasaron quince minutos de las tres. Se saca la mochila, busca el pasaje comprado con ahorro de muchos meses para reconfirmar lo que ya sabe: plataforma 24 a las 15 45 destino Córdoba.






Al final los dos eligieron Córdoba. No la conocen, no es tan lejos y los cerros les gusta, cuando hablaban soñaban que ambos subirían a alguno muy alto. Hay personas mayores y menores que andan dando la vuelta por la terminal, los vio varias veces, no son pasajeros. También están los policías de chaleco naranja fluo, que de a dos caminan con las manos atrás, como el portero de una escuela. Luciana no llega, Ramiro está cada vez más nervioso. El micro ya en la plataforma, y algunos que estaban haciendo fila comienzan a subir.






No la ve. Respìra profundo, cree que lo dejó solo, que no lo ama en realidad. Que le dijo que sí para contentarlo, o quizás jamás creyó qué tan en serio iba la propuesta. Ramiro estaba muy triste porque se había ilusionado, fue yendo de a poco hasta la plataforma, mirando hacia atrás esperando un milagro como el de las películas y una aparición corriendo o esas cosas. Pero no.






El chofer le pide el pasaje y lo deja subir con la mochila directamente, se sienta y se pone contra la ventana para que lo viera si es que llegaba. Se cierra la puerta y arranca. Ramiro llora. El lugar de al lado quedó libre. Una mujer le pregunta si está bien y le alcanza un pañuelo, que es el que tendría durante todo el viaje en la mano.






Miró el campo, la ruta angosta y las vacas, quería ver en el campo vacas desde el micro. No durmió nada, seguía pensando en ella. Por la noche llegó a Córdoba. La policía lo estaba esperando en la terminal. Luciana había avisado a la madre de él lo que ambos harían. Se bajó sintiéndose un ladrón. Aunque con un guardapolvo puesto no conocía otro. Lo llevaron a una oficina, habló con su mamá, ella lloraba y le gritaba, él también estaba triste.






Volvió en otro micro a las dos horas. De nuevo sin dormir, viendo campo y ruta. “Sos muy chico pero ya tuviste tu primer desengaño amoroso”, le susurra la madre a la noche cuando le da un beso y le apaga la luz de la habitación. Ramiro no entiende lo que le dice.






Mañana tiene clases. Pero sueña con Córdoba y sueña con Luciana.

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"Crónica de un adiós" -CC-

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El anillo brillaba en la mano y Claudia agradeció el regalo por mensaje de texto. Él se lo había dejado a la chica de la recepción del trabajo de ella, y luego la llamó para avisarle que “una sorpresa” la esperaba ahí. Era el tercer regalo del mes que Oscar le hacía.






Cuando hay acumulación de regalos es porque algo raro está pasando y los dos lo sabían. Un regalo es un “gracias” y ocasionalmente un “por favor no lo hagas”, que tiene una carga de culpa importante. Oscar intuía que ya no era para ella. Tomar un café con alguien que mira pero uno siente que no escucha es muy deprimente y Oscar lo sentía hacía meses todas las tardes cuando se veían. Por eso tantos regalos.






Claudia no sabía cómo cortar con algo que le hizo bien durante un tiempo y ahora no, y a su vez el que no se resigna evita dar chances de ser rechazado. Los besos del “hasta mañana” eran más de protocolo y rara vez coincidían en la boca. Ella pensó que estaba claro para él el asunto.






La invitó esa noche Oscar a cenar. Pleno centro, a diferencia de otras veces. Tenía puestos los tres regalos de Oscar en el mes: los aros, la gargantilla y el flamante anillo. Miraban más sus platos que a sus caras, ese silencio que sólo se corta (justamente) con ruidos de cuchillos y tenedores. Claudia lo dejó hablar de sus cosas porque sintió que el protagonista del momento debía ser él hasta que se diera cuenta y decirle sin herirlo. Había estado en una etapa complicada de su vida y cuando empezó a ver todo en perspectiva descubrió que Oscar era más un amigo confiable que una pareja deseable. Como decía su mamá, ella estaba para otra cosa.






La conversación era sobre el trabajo y Claudia se cansó.



Te tengo que decir algo, le dijo.



“Yo también”, le empardó Oscar.



Ella se sorprendió y con un gesto le dijo que hablara él.



“Quería decirte la verdad: estoy saliendo con una compañera tuya de oficina”.



Claudia dejó caer los cubiertos en el plato. ¿Qué?. ¿Vos?.



“Si…es la recepcionista…la conocí cuando te dejaba los regalos y bueno…no sé, perdoname, sos tan buena”…






Claudia quedó pálida como el color del mantel. Pasó de la culpa al enojo en dos segundos. ¿Qué te hice para que me hagas esto, te dejé de querer acaso?, dijo ella. Sabiendo que sí.






Oscar pagó la última cena y casi sin saludarse se despidieron. En el juego de amar, pensó ella con dolor, ganar es dejar, y no que te dejen. Al otro día Claudia fue a trabajar y la recepcionista lucía, contenta, un anillo que brillaba en su mano.

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"Sol de calefón" -CC-

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Estaban las dos mirando el mar, de cara al sol del mediodía. De pronto la mamá la mira y pregunta ¿qué sentís que te falta por cumplir, Anita?. Y ella responde “no lo sé, creo que cumplí con todo lo que quiero. ¡Y callate, no me llames Anita! Soy Ana, mamá”.






Era imposible que dejaran de llevarse mal en todo momento, Ana era memoriosa o rencorosa, ya a esa altura le daba lo mismo, la cuestión es que recordaba muy bien su primer enojo con ella. A los 8 años no la dejó ir a la fiesta de cumpleaños de una compañera de colegio porque ambas madres estaban enojadas. Y ese fue el principio de una cadena de rispideces o para mejor decir, de recuerdos encadenados en donde las discusiones con los años fueron cambiando de color y estilo. La mira y se le viene a la mente el casamiento, de lo que padeció la última semana peleando con ella por pavadas.






Varias veces intentó dejar de hablarle pero no podía con la sangre familiar, era más fuerte que ella y volvía. Así fue la relación durante 25 años. Estaban ahora en Mar del Plata. Caminaron por la rambla y bajaron hasta la arena. El sol de agosto es tibio, el mar invita a la reflexión cuando no hace calor y nadie se mete en él. Ana veía bien a su madre, contenta. Un vestido entre gris y blanco, una bufanda de hilo gris a rayas, el pelo algo más largo y sobretodo serena, sin la intención de atacarla.






Se arrepintió enseguida de haberle dicho que se calle y lo quiso remediar poniéndole una mano en el hombro. La mamá en cambio la tomó de la mano y ambas caminaron. Ana no le decía nada pero la situación le parecía extraña, ¿Te acordás cuando ibas y venías del agua pensando que se pondría tibia?. Ana le dice que de chica creía en que el sol era algo así como un gran calefón que calentaba el agua del mar pero siempre estaba fría. Ambas rieron recordando lo mismo.






La madre en un momento se detiene y la mira, se saca la bufanda y quiere atarla en el cuello de Ana. El viento soplaba y lo sencillo parecía complicado pero al final pudo. La miró y le dijo ahora volvete a tu casa porque es tardísimo. “¿Y vos cómo sabés?” . Ana se da vuelta desatándose la bufanda, enojada para variar, la tira en la arena.






Pega un grito. Se despierta. Con un brazo golpea en la cama al marido, que también grita. ¿Qué pasa?, le dice. Ana intenta hacer pie con su mente, cosa difícil a la mañana. “¿Hace cuanto estamos acá?”. Desde que fue lo de tu mamá, hace dos días, le dijo el marido. Ella se pone lo primero que encuentra, se va a la playa, sale sin campera y tiene mucho frio.






Hay viento pero es dia de sol. Va hasta donde habían visto. Mira el mar, le grita y lo insulta, como testigo silencioso que no ayuda. Cuando se da vuelta camina, ve un hilo en el suelo, tira de él, es la bufanda gris a rayas. Le saca con la mano la arena y nota que está tibia.






Como ese mar que soñó que tenía un sol de calefón. Desde ese dia Ana no duerme. Sueña. Que volverán felices, ahí. Juntas.

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"La razón para querer" -CC-

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Hoy puedo, dijo Nora. Se levantó y arregló para salir rumbo a la oficina, miró la heladera, se tentó con abrirla y no desayunó las galletas de arroz del régimen que como le definió una amiga es masticar aire, pero que se ve.






Hoy puedo, dijo Nora. Se propuso saludar al chofer del colectivo cuando ella subiera, ya que la miraba esperando el gesto y Nora nunca lo hacía. Llegó el 23 y se subió. Miró al colectivero y le dijo “1,25”. Cuando ponía las monedas en la máquina recordó que tenía que decirle buen dia pero ya era tarde. Se fue para el fondo algo arrepentida.






Hoy puedo, dijo Nora. Detestaba de su oficina a Cintia, siempre tan agrandada, soberbia, no la soportaba. Se juró no caer en ninguna indirecta de las que solía oírle. Cuando la vio venir levantó la mirada para saludarla. Cintia se inclinó y le dijo “Hola…qué lindos zapatos. La tercera vez en la semana que te ponés los mismos, me di cuenta”. Y Nora la odió. Le iba a decir algo pero se fue rápido. Se miró culposa los zapatos.






Hoy puedo, dijo Nora. Tenía los caramelos para dejar de fumar, el envase intacto. Abrió el cajón de su mesa y miró el paquete. Estaba al lado de las banditas elásticas, la calculadora, los pañuelos descartables. Lo iba a abrir. Suena el teléfono, le piden que lleve papeles a otra sección. Camina y pasa por el pulmón del edificio. Ve a alguien y pide un cigarrillo, fuma.






Hoy puedo, dijo Nora. Se pintó para gustarle, pero las horas se notan en la cara y va al baño para arreglarse. Va a pasar por donde él está. Nunca se anima a decirle nada, hoy sí tiene que ser. Lo ve concentrado en una hoja, pasa más lento, se quiere hacer notar.






Deja caer algo adelante, un lápiz labial para que la mire. Nada. Hace una mueca, arranca la marcha desanimada. A los tres metros escucha “Nora”…se frena y gira. Los dos se ríen, se acercan y hablan porque se han visto desde hace un tiempo y saben sus nombres, pero a la vez no se conocen.






Volvió a su sector feliz. Encontró la razón para que todo lo demás salga bien. Hoy pudiste, Nora.

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