"Lo mucho que me temo" -Cuento Corto- CC

1 comentarios viernes, 26 de agosto de 2011


Mariana salía del vivero con un ficus envuelto para regalo. Como siempre ocurría cuando se hacía para ella misma un presente, no se lo decía al vendedor y entonces dejaba que envolvieran con moño lo que una vez al mes compraba. Salió con la planta tapándole un poco la visión y fue hacia su derecha casi de memoria.






Pueyrredón no la deja en paz con tanto ruido, se para en la esquina y espera el semáforo, que ahora tiene en ese lugar una especie de sirena que acompaña al caminante mientras cruza. Siempre creía que alguien podía estar observándola, pero intuía que hasta para los ladrones ella era aburrida. A sus amigas le gustaba escucharles decir que era una chica sin suerte, y a sus amigas mentirle siempre del mismo modo ya les incomodaba. Mariana sabía de sus culpas y se había vuelto tan miedosa de ser herida que se cerró al mundo.






Todo ocurría mientras a ella no le ocurría nada. Quiso ser feliz con alguien y como no resultó parece haber dejado la felicidad en ese dia y hora. No volvió a buscar de entre la tristeza lo rescatable, como una vez le dijo su psicólogo. Nunca le hizo caso y es posible que de ella el hombre se haya olvidado luego de la cuarta sesión a la que no fue.






Intentó olvidarlo a Leandro: se fue de viaje, cambió de casa y de barrio, un poco el vestuario y el número de teléfono. ¡A ver si todavía algún día intentaba convencerla de volver!. Y el cambio de número fue lo primero que lamentó, era la posibilidad de seguir soñando con que alguna vez la llamara. Se compró una computadora aunque la odiaba.






Le hizo creer a todos que era porque se sentía moderna pero no engañaba a nadie, era para poder ubicarlo en internet. Apenas tuvo banda ancha lo buscó en las redes sociales, temió encontrarlo casado y abrazado con otra en alguna foto. Hubiera sido el mejor escenario para no sentir culpa. Pero no tenía ningún dato. Se sintió doblemente desdichada: no encontraba a quien buscaba, ni sentía que la buscaban para encontrarla.






Pasó otro mes y fue al vivero, esta vez a comprar alguna planta de colores lindos que soportara el balcón de su casa y el smog de Caballito. Vio una de color violeta, la giró y un poco de agua cayó por debajo y le manchó el pantalón. Se pasó la mano para secarse y se acordó. Compró la planta, la dejó en su casa, salió rápido para su viejo barrio.






Volvió a Boedo. Recordó que ambos se conocieron en el mismo lavadero de ropa, ella se había manchado con tinta un pantalón claro. Descontaba que se habría mudado pero algo intuía, su corazón latía como a los 15 años. En la esquina había un bar y se sentó en diagonal a la entrada del local, veía todo. Un café lo hizo durar unas cinco horas.






Era tarde y se tenía que ir, mitad por vergüenza propia. Fue al baño. Leandro entró al lavadero para dejar su ropa. Salió a los tres minutos.






Vio en la esquina un taxi que se iba, creyó que era Mariana. Si era, le hubiera dicho que aun la extraña. Que la llamaría, pero seguro cambió el teléfono porque nadie responde. Que odia la computadora tanto como ella, que teme encontrarla con otro.






Que la ama. Pero que tiene miedo de no ser entendido. Y que su casa parece un vivero lleno de flores de colores, como a ella le gustaban.

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"Subir tu escalera" -CC-

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Cuando le dijeron “consultorio 203” ya tuvo claro que sería en un segundo piso y resopló imaginando lo que le costaría llegar. El hall de entrada de la clínica tenía esa fila de personas que a veces se arma con formas extrañas y espacios para que otros puedan pasar entre medio, una multitud hacía murmullo detrás de él.






Las paredes eran blancas, el piso era blanco, el sol entraba por una de las ventanas a medio abrir. Se acercó y miró el pulmón del edificio, con un rectángulo de pasto y algunas plantas entre las salidas de aire de los equipos de la clínica. Se dio vuelta apoyando una mano en la ventana y vio la fila de gente en la que había estado 20 largos minutos.






Tres ascensores a su izquierda tenían un cartel que no alcanzaba a leer pero que no serían de buenos augurios de funcionamiento, quedaba uno con otra fila de personas con cara de hacía mucho no verlo por planta baja. Caminaba arrastrando un poco la pierna izquierda pero despacio se llega igual, como solía decir.






Miró dónde estaba la escalera. Tiene el turno con el médico en diez minutos y eran dos pisos por subir. Toma coraje y va a su objetivo. Pensar que corría para llegar a horario, pensar que hacía con sus hijos carreras en la plaza con alguno en sus hombros. Pero se mentalizó en el hoy. Con un brazo se agarró del pasamanos y empezó a subir de a un pie a la vez los escalones. Las personas le pasaban por al lado y él trataba de hacerse pequeño para no incomodar a los apurados.






Cuando llegó al primer piso se fijó en el ascensor y allí también tenía fila asi que tuvo que seguir su escalamiento. Cuando llegó al segundo piso habían pasado cinco minutos de su turno. En la mitad del pasillo sobre un costado una mesa con forma de medialuna y una secretaria vestida en gris y blanco, como todo el entorno.






Buen dia, Roque Velez, tenía turno 15 45…



”ya entró la persona del turno siguiente, señor. Cuando se desocupe el Doctor le pregunto si puede atenderlo”.






Tenía bronca pero Roque la miró con resignación, no tenía ganas de enojarse. Le ofrecieron sentarse, una mujer lo notó frágil quizás, pero no quiso. Se apoyó contra una de las paredes enfrente a la puerta del médico.






“¿Quiere leer algo, abuelo?”, le dijo la mujer y le alcanzó una revista “Gente” bastante vieja. Quiso hacer el crucigrama pero ya estaba hecho, como siempre ocurre con las revistas de consultorios. Miró las notas y se rió un poco. Aprovechó la pared para ponerse derecho. Se masajeó la pierna que tanto le molestaba hasta que logró mas o menos enderezarla. Aun estaba agitado por el esfuerzo pero bastante conforme con llegar.






La puerta se abre y la secretaria entra. Al segundo vuelve a salir y lo invita a pasar.



El doctor lo recibe.: “¿primera vez, no?”. Y única, doctor. Me llamo Roque Vélez. Estoy curado, ¿sabe?. Me costó mucho llegar acá pero pude. Todo estaba en mi, recién me di cuenta que todo estaba en mi. Gracias.






El viejo le dio la mano y el psiquiatra lo miró. Entendió cómo funciona a veces en algunos eso que los remedios no conocen: la autoestima.

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"El Don" -CC-

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Enzo Scafino tenía una habilidad. Sus padres desde que fue chico se lo dijeron, para que fuera practicando y de grande usarla en su beneficio. Consistía en poder decir lo que pensaba sin necesidad de expresarlo con palabras. Vale decir que la persona recibía la respuesta a una pregunta por ejemplo, sin que Enzo dijera palabra alguna. No era un mago pero sí alguien con mucha percepción, que captaba rápidamente la manera de hacerse entender.






Su pasión por la medicina le dio un título desde donde pudo hacer uso de su don, ya que remataba todas las consultas con un “usted ya sabe lo que tiene que hacer”, cuando en realidad en voz alta no había dicho nada. Pero jamás se jactó ni nadie supo que tenía esa particularidad, ni su esposa ni sus hijos siquiera. De adolescente recuerda haber aprobado en el colegio un exámen oral de Historia sin decir en voz alta una sola palabra, pero como estaba el docente y él, nadie más, jamás se supo cómo había sido y no era de los que se aprovechaban de una situación. Estaba feliz sabiendo administrar lo que en suerte le tocó.






Un día llega a su consultorio un hombre para hacerse ver porque decía tener un fuerte dolor de cabeza. No lo conocía asi que llenó la ficha del hombre con sus datos personales, se llamaba Tomás Rícori, y luego lo hizo recostar en la camilla. Lo auscultó, con su linternita dilató las pupilas del hombre, en apariencia no tenía ningún síntoma externo.






Le dijo usted no parece estar enfermo, amigo.






“Si, pero yo me siento bastante mal, creo que estoy resfriado y con dolor de cabeza”.






Mire quédese tranquilo que resfriado no está, le podemos hacer un chequeo si quiere. ¿Desde cuándo se siente asi?.






El hombre lo miró y ambos se sentaron. Juntó las manos, respiró profundo y le dijo “desde que soy chico me duele la cabeza”.






Enzo lo miró sorprendido y le preguntó si se había hecho ver y el hombre le dijo que no, porque de niño los padres ya le habían advertido que ese dolor de cabeza era en realidad lo que otra persona en el universo no estaba expresando y que él debía soportar eso. Que no tomó muy en serio lo que sus padres dijeron pero los dolores de cabeza se empezaron con el tiempo a hacer palabras, muchas, que no comprendía.






Enzo se sintió aliviado, feliz, sin poder explicárselo bien, había encontrado a quien guardó durante años todas sus palabras sin una sola queja esperando hallarlo. Lo abrazó e intentó decirle en voz alta que aun sin conocerlo lo quería mucho pero Tomás ya sabía lo que Enzo pensó y antes de que hablara le dijo “yo también”.






ando terminó su jornada Enzo Scafino, el del don del silencio, invitó un café a Tomás Rícori, el del don de la paciencia. Y tantos años después, juntos empezaron a ser mejores.

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"Primer desengaño" -Cuento corto-

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Ramiro acomodó la mochila a su espalda, tanto tiempo puesta empezaba a molestarle y trataba de ponerse derecho sin mucho éxito. Odiaba la misma mochila que tanto quería hasta hace un par de meses. La terminal de micros de Retiro era siempre el mismo hormiguero de gente. Miraba cómo entraban y salían los colectivos apoyado en una columna, los asientos de por ahí estaban todos ocupados.






Faltaba poco, quedaron en verse a las tres de la tarde a la altura de la plataforma 24. Le había avisado a Luciana que fuera puntual porque así suelen salir los micros, le dijo. Pasaron quince minutos de las tres. Se saca la mochila, busca el pasaje comprado con ahorro de muchos meses para reconfirmar lo que ya sabe: plataforma 24 a las 15 45 destino Córdoba.






Al final los dos eligieron Córdoba. No la conocen, no es tan lejos y los cerros les gusta, cuando hablaban soñaban que ambos subirían a alguno muy alto. Hay personas mayores y menores que andan dando la vuelta por la terminal, los vio varias veces, no son pasajeros. También están los policías de chaleco naranja fluo, que de a dos caminan con las manos atrás, como el portero de una escuela. Luciana no llega, Ramiro está cada vez más nervioso. El micro ya en la plataforma, y algunos que estaban haciendo fila comienzan a subir.






No la ve. Respìra profundo, cree que lo dejó solo, que no lo ama en realidad. Que le dijo que sí para contentarlo, o quizás jamás creyó qué tan en serio iba la propuesta. Ramiro estaba muy triste porque se había ilusionado, fue yendo de a poco hasta la plataforma, mirando hacia atrás esperando un milagro como el de las películas y una aparición corriendo o esas cosas. Pero no.






El chofer le pide el pasaje y lo deja subir con la mochila directamente, se sienta y se pone contra la ventana para que lo viera si es que llegaba. Se cierra la puerta y arranca. Ramiro llora. El lugar de al lado quedó libre. Una mujer le pregunta si está bien y le alcanza un pañuelo, que es el que tendría durante todo el viaje en la mano.






Miró el campo, la ruta angosta y las vacas, quería ver en el campo vacas desde el micro. No durmió nada, seguía pensando en ella. Por la noche llegó a Córdoba. La policía lo estaba esperando en la terminal. Luciana había avisado a la madre de él lo que ambos harían. Se bajó sintiéndose un ladrón. Aunque con un guardapolvo puesto no conocía otro. Lo llevaron a una oficina, habló con su mamá, ella lloraba y le gritaba, él también estaba triste.






Volvió en otro micro a las dos horas. De nuevo sin dormir, viendo campo y ruta. “Sos muy chico pero ya tuviste tu primer desengaño amoroso”, le susurra la madre a la noche cuando le da un beso y le apaga la luz de la habitación. Ramiro no entiende lo que le dice.






Mañana tiene clases. Pero sueña con Córdoba y sueña con Luciana.

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"Crónica de un adiós" -CC-

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El anillo brillaba en la mano y Claudia agradeció el regalo por mensaje de texto. Él se lo había dejado a la chica de la recepción del trabajo de ella, y luego la llamó para avisarle que “una sorpresa” la esperaba ahí. Era el tercer regalo del mes que Oscar le hacía.






Cuando hay acumulación de regalos es porque algo raro está pasando y los dos lo sabían. Un regalo es un “gracias” y ocasionalmente un “por favor no lo hagas”, que tiene una carga de culpa importante. Oscar intuía que ya no era para ella. Tomar un café con alguien que mira pero uno siente que no escucha es muy deprimente y Oscar lo sentía hacía meses todas las tardes cuando se veían. Por eso tantos regalos.






Claudia no sabía cómo cortar con algo que le hizo bien durante un tiempo y ahora no, y a su vez el que no se resigna evita dar chances de ser rechazado. Los besos del “hasta mañana” eran más de protocolo y rara vez coincidían en la boca. Ella pensó que estaba claro para él el asunto.






La invitó esa noche Oscar a cenar. Pleno centro, a diferencia de otras veces. Tenía puestos los tres regalos de Oscar en el mes: los aros, la gargantilla y el flamante anillo. Miraban más sus platos que a sus caras, ese silencio que sólo se corta (justamente) con ruidos de cuchillos y tenedores. Claudia lo dejó hablar de sus cosas porque sintió que el protagonista del momento debía ser él hasta que se diera cuenta y decirle sin herirlo. Había estado en una etapa complicada de su vida y cuando empezó a ver todo en perspectiva descubrió que Oscar era más un amigo confiable que una pareja deseable. Como decía su mamá, ella estaba para otra cosa.






La conversación era sobre el trabajo y Claudia se cansó.



Te tengo que decir algo, le dijo.



“Yo también”, le empardó Oscar.



Ella se sorprendió y con un gesto le dijo que hablara él.



“Quería decirte la verdad: estoy saliendo con una compañera tuya de oficina”.



Claudia dejó caer los cubiertos en el plato. ¿Qué?. ¿Vos?.



“Si…es la recepcionista…la conocí cuando te dejaba los regalos y bueno…no sé, perdoname, sos tan buena”…






Claudia quedó pálida como el color del mantel. Pasó de la culpa al enojo en dos segundos. ¿Qué te hice para que me hagas esto, te dejé de querer acaso?, dijo ella. Sabiendo que sí.






Oscar pagó la última cena y casi sin saludarse se despidieron. En el juego de amar, pensó ella con dolor, ganar es dejar, y no que te dejen. Al otro día Claudia fue a trabajar y la recepcionista lucía, contenta, un anillo que brillaba en su mano.

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"Sol de calefón" -CC-

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Estaban las dos mirando el mar, de cara al sol del mediodía. De pronto la mamá la mira y pregunta ¿qué sentís que te falta por cumplir, Anita?. Y ella responde “no lo sé, creo que cumplí con todo lo que quiero. ¡Y callate, no me llames Anita! Soy Ana, mamá”.






Era imposible que dejaran de llevarse mal en todo momento, Ana era memoriosa o rencorosa, ya a esa altura le daba lo mismo, la cuestión es que recordaba muy bien su primer enojo con ella. A los 8 años no la dejó ir a la fiesta de cumpleaños de una compañera de colegio porque ambas madres estaban enojadas. Y ese fue el principio de una cadena de rispideces o para mejor decir, de recuerdos encadenados en donde las discusiones con los años fueron cambiando de color y estilo. La mira y se le viene a la mente el casamiento, de lo que padeció la última semana peleando con ella por pavadas.






Varias veces intentó dejar de hablarle pero no podía con la sangre familiar, era más fuerte que ella y volvía. Así fue la relación durante 25 años. Estaban ahora en Mar del Plata. Caminaron por la rambla y bajaron hasta la arena. El sol de agosto es tibio, el mar invita a la reflexión cuando no hace calor y nadie se mete en él. Ana veía bien a su madre, contenta. Un vestido entre gris y blanco, una bufanda de hilo gris a rayas, el pelo algo más largo y sobretodo serena, sin la intención de atacarla.






Se arrepintió enseguida de haberle dicho que se calle y lo quiso remediar poniéndole una mano en el hombro. La mamá en cambio la tomó de la mano y ambas caminaron. Ana no le decía nada pero la situación le parecía extraña, ¿Te acordás cuando ibas y venías del agua pensando que se pondría tibia?. Ana le dice que de chica creía en que el sol era algo así como un gran calefón que calentaba el agua del mar pero siempre estaba fría. Ambas rieron recordando lo mismo.






La madre en un momento se detiene y la mira, se saca la bufanda y quiere atarla en el cuello de Ana. El viento soplaba y lo sencillo parecía complicado pero al final pudo. La miró y le dijo ahora volvete a tu casa porque es tardísimo. “¿Y vos cómo sabés?” . Ana se da vuelta desatándose la bufanda, enojada para variar, la tira en la arena.






Pega un grito. Se despierta. Con un brazo golpea en la cama al marido, que también grita. ¿Qué pasa?, le dice. Ana intenta hacer pie con su mente, cosa difícil a la mañana. “¿Hace cuanto estamos acá?”. Desde que fue lo de tu mamá, hace dos días, le dijo el marido. Ella se pone lo primero que encuentra, se va a la playa, sale sin campera y tiene mucho frio.






Hay viento pero es dia de sol. Va hasta donde habían visto. Mira el mar, le grita y lo insulta, como testigo silencioso que no ayuda. Cuando se da vuelta camina, ve un hilo en el suelo, tira de él, es la bufanda gris a rayas. Le saca con la mano la arena y nota que está tibia.






Como ese mar que soñó que tenía un sol de calefón. Desde ese dia Ana no duerme. Sueña. Que volverán felices, ahí. Juntas.

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"La razón para querer" -CC-

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Hoy puedo, dijo Nora. Se levantó y arregló para salir rumbo a la oficina, miró la heladera, se tentó con abrirla y no desayunó las galletas de arroz del régimen que como le definió una amiga es masticar aire, pero que se ve.






Hoy puedo, dijo Nora. Se propuso saludar al chofer del colectivo cuando ella subiera, ya que la miraba esperando el gesto y Nora nunca lo hacía. Llegó el 23 y se subió. Miró al colectivero y le dijo “1,25”. Cuando ponía las monedas en la máquina recordó que tenía que decirle buen dia pero ya era tarde. Se fue para el fondo algo arrepentida.






Hoy puedo, dijo Nora. Detestaba de su oficina a Cintia, siempre tan agrandada, soberbia, no la soportaba. Se juró no caer en ninguna indirecta de las que solía oírle. Cuando la vio venir levantó la mirada para saludarla. Cintia se inclinó y le dijo “Hola…qué lindos zapatos. La tercera vez en la semana que te ponés los mismos, me di cuenta”. Y Nora la odió. Le iba a decir algo pero se fue rápido. Se miró culposa los zapatos.






Hoy puedo, dijo Nora. Tenía los caramelos para dejar de fumar, el envase intacto. Abrió el cajón de su mesa y miró el paquete. Estaba al lado de las banditas elásticas, la calculadora, los pañuelos descartables. Lo iba a abrir. Suena el teléfono, le piden que lleve papeles a otra sección. Camina y pasa por el pulmón del edificio. Ve a alguien y pide un cigarrillo, fuma.






Hoy puedo, dijo Nora. Se pintó para gustarle, pero las horas se notan en la cara y va al baño para arreglarse. Va a pasar por donde él está. Nunca se anima a decirle nada, hoy sí tiene que ser. Lo ve concentrado en una hoja, pasa más lento, se quiere hacer notar.






Deja caer algo adelante, un lápiz labial para que la mire. Nada. Hace una mueca, arranca la marcha desanimada. A los tres metros escucha “Nora”…se frena y gira. Los dos se ríen, se acercan y hablan porque se han visto desde hace un tiempo y saben sus nombres, pero a la vez no se conocen.






Volvió a su sector feliz. Encontró la razón para que todo lo demás salga bien. Hoy pudiste, Nora.

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"Paisaje en el alma" -Cuento Corto-

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Marcelo disfrutaba el viaje por Mendoza. Estaba realmente feliz por tener 15 días de descanso y quería aprovecharlo. Para Alicia en cambio la cuestión pasaba por acompañar y aceptar que si las vacaciones tocan en pleno enero, el calor aunque no le guste va a estar presente en todo el viaje.






En el último dia el grupo va hasta Las Leñas. Al mediodía, unos veinte kilómetros antes de Malargue, una estancia los esperaba para el almuerzo. Bajan y se van acomodando en una larga mesa. Ella pide el primer plato y no quiso comer más, no tenía hambre, y sale un rato para fumar tranquila. La entrada a la estancia tenía un camino en piedra de color gris, un canto rodado muy lindo, demarcado por líneas blancas. Sobre la izquierda otro camino, ya de tierra y sin piedras.






Elige ir unos metros por ese sector pero no puede prender el cigarrillo por el viento que se lo impide. Lo guarda y sigue caminando. Por el azar de la naturaleza ese camino empezaba a quedar encerrado entre dos tramos de la cordillera. Cerró su campera hasta el cuello, el viento hacía un ruido particular que nunca había sentido. Se frenó. Escuchó el silencio, creyó estar loca pero no: el silencio tiene ruido cuando el ámbito es más grande.






La realidad, por dos segundos, la hace girar y ver que la estancia le iba quedando lejos. Mira hacia adelante y descubre la razón del ruido: un pequeño rio iba con fuerza, de izquierda a derecha, con agua de color tan transparente que veía el fondo de piedras en distintos tamaños y colores. Era realmente hermoso. Siguió paralela al rio unos veinte metros. Encontró a un nene de no tendría más de 10 años. Estaba sentado mirando el agua muy concentrado. Cuando lo iba a saludar vio a un hombre en medio de la correntada, con su caña de pescar. Un hombre mayor, con unas botas muy altas que apenas se le veían de lo profundo que resultaba ser ese rio. Luchaba con la caña y el pez, el arte de pescar tiene una tensión que sin embargo Alicia disfrutó.






Se quedó mirando el final de la obra. El hombre de un movimiento saca el pez y lo mira al chico, que se pone de pie y espera el final, lo deja casi en su mano. Alicia saluda y ambos se la quedan mirando. Los felicita, les cuenta que era turista, que el paisaje le parecía hermoso.






El hombre le dice “este paisaje no es mio, es de usted también, doña”. Y ella entendió con el corazón el razonamiento de ese hombre desconocido. De pronto volvió a la realidad, emprendió la vuelta. En la estancia todos preguntaban por ella.



"¿Dónde estuviste?" Preguntó Marcelo?.



-Disfrutando el viaje, le dice Alicia. Por fin.

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"Molino de arena" -CC-

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Gastón tenía un balde verde. Dentro algunas cosas infaltables: una palita, un rastrillo y una especie de embudo que cuando pasaba la arena para abajo hacía girar una rueda. Recuerda a su mamá, de chiquito, mirándola desde abajo con esa mezcla de devoción y orden que se cumple cuando a uno lo llevan pero otro decide el ritmo de caminata.






Llegaron a la playa. La mira armar la sombrilla, que le parece una cosa tan incómoda en donde se resguarda de la sombra tan sólo a un bolso. Gastón es feliz con su balde, escucha el ruido del agua, acelera sus pasos.. Hay olor a sal pero no sabe de qué está compuesto el mar, no le interesa. Se acerca a la orilla, la madre está a su lado.






Empieza a sacar arena, la mojada, y con la pala va llenando el balde. Nadie parecía hacer lo mismo aunque estaba lleno de gente. En eso viene la espuma del mar y el agua fría lo asusta. Luego un poco más y su rastrillo se movió. Una tercera correntada se llevó el extraño aparato de la rueda que giraba con arena. Lo vio irse hacia dentro del agua, grita “mamá” y la madre intenta rescatar el objeto pero la ola se retrae y pierde al extraño artefacto de vista.






Gastón comenzó a gritar lo único que sabía decir en emergencias: mamá. Unas diez veces. Miraba el agua y ya no le gustaba tanto. Hasta que una ola trae de vuelta al embudo de arena pero lo deja más lejos de donde él estaba. Había una señora y una nena; corre a buscarlo sin mirar si su mamá lo seguía. Llega y lo quiere levantar pero la chica lo hace primero.






Él la mira y le dice “es mio, nena”. Y nada fue igual. Tenía rulos en un pelo algo largo y vio que bajó la cabeza con mucha vergüenza de haber agarrado algo que no era de ella. Buscó sus ojos agachándose un poco y ambos se miraron. Gastón soltó el objeto, quedó en las manos de ella y se sentaron en la arena. Jugaron mucho tiempo o para Gastón fue mucho tiempo, hoy no recuerda cuántos días y horas.






Entra ahora a la playa con la sombrilla al hombro que tan inútil le parecía; juntos van hacia donde recordaban que fue su primer encuentro. Y dejan jugar a sus hijos en ese mismo lugar. Había llevado el objeto, aun lo tenía luego de tantos años.






Quería sacarse con su esposa una foto. Para contarle a los hijos qué tan lindo es el mar cuando deja lo nuestro a orillas de quien necesitamos.

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"Todos somos alguien" -CC-

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Apuró el paso entre la gente, que cuando uno tiene que llegar a algún lado parecieran ir todos en cámara lenta. Cristian se aflojó los botones del chaleco, esperando el semáforo miró la hora. Estaba retrasado unos tres minutos y la reunión seguro ya había comenzado. Imaginó que estarían preguntando por él, que pensarían que se tomó el dia o que algo le ocurrió. Extrañarían sus chistes como los que siempre contaba, ese lunes faltarían al inicio los comentarios futbolísticos.






Lo hacían sentir importante y él estaba contento con su trabajo, respetado e integrado. El sueldo no era muy alto pero tenía posibilidades de hablar con su jefe a ver qué se podía hacer. Le faltaban para llegar dos cuadras. Piensa que quizás la reunión no comience sin él. Se rie de lo importante que se sintió por tres segundos y aceleró esquivando gente por Florida.






¿Por qué cuando se está apurado la marea de gente parece ir en contra de uno?. El edificio tiene entrada sobre la esquina de Tucumán. Justo alguien sale y él entra sin tener que esperar que le abran de adentro. Saluda al de seguridad. “Mire que lo están esperando, eh”, le dice, y Cristian le agradece con una reverencia. Sube en el ascensor, se mira en los extremos, que tienen espejos rectangulares. Acomoda la ropa, se pone derecho. Décimo piso y la puerta se abre.






La secretaria cuando lo ve le hace un gesto con una mano en señal de que se apure. Había silencio en el pasillo asi que estarían todos en la sala de reuniones. Antes de tocar la puerta para entrar se alisó el chaleco.






Entró diciendo buenas noches. “¡Faltaba Cristian, fuerte ese aplauso!” dice alguien, y todos aplauden. Él agradece y comienza su trabajo: “¿Alguien quiere café de este buen mozo?”, dijo.



Y todos, una vez más, rieron con su chiste.

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"Carta para mi ayer" -Cuento Corto-

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Cuando Daniel entró al correo ya notó la primera diferencia. Había dos filas para dos cuestiones diferentes, por un lado el pago de cuentas y en el otro lo estrictamente postal. Hacía veinte años no iba al correo, fecha de su última carta despachada. Se sentía extraño rodeado de gente con encomiendas o facturas de electricidad.





Llegado su turno pidió que la mandaran certificada. La mujer lo miró a él y luego al sobre, la sensación fea de ser interrogado con los ojos. Se detuvo en el remitente y cuando comprobó que estaba correcto lo pasó por la máquina. Ya no ponen estampillas y ahora entregan un recibo muy parecido al de un supermercado. Como si escribir fuera una compra. Daniel sentía que el mundo moderno le estaba dando un cachetazo a sus modos algo antiguos.






¿Qué hizo?. Se acordó de ella, de Claudia, y le mandó una carta como en su época de adolescentes. El problema es que ya no lo eran y si bien él nunca se casó eso no quería decir que quien leyera lo tomara en gracia luego de tantos años. Quizás tuviera hijos, muchos, quizás no viva donde siempre vivía. La mandó adonde recordaba.






El texto era bastante simple: “¿Te acordás de mi?”. Y el remitente era de Martín J Haedo. Le gustaba hace 20 años poner de remitente en cartas apellidos de estaciones de trenes. Apostaba a que con eso lo debería recordar. Con el correr de los dias las ganas de recibir respuesta se transformaron en resignación, en melancolía de lo que nunca pasó.






La duda era si llegó y si fue así cuál había sido la reacción, que Claudia sintiera lo mismo, en una palabra. Hasta que a los 36 días de enviadas la carta, llega el cartero a la casa. Se baja de la bicicleta, toca timbre. Daniel sale y el hombre le hace firmar una planilla. Ve la letra de Claudia, igual que hace 20 años.






Rompió con cuidado el papel madera y adentro tenía una caja blanca. La desató y abrió: había cartas. Suyas, escritas para ella. En la tapa se leía “fijate en el sobre”. Y dentro había una hoja que decía “Sí, me acuerdo de vos. Te doy las cartas tuyas. Volvé pero hoy, no ayer”.






Daniel se rascó la cabeza y no perdió tiempo. De a una las fue quemando con un encendedor. Vio luego de tanto sus propias cartas, amarillas del tiempo y de lo que sentía de verlas. Le estaban pidiendo que dejara atrás a él mismo para empezar a ser, justamente, él.






Hoy son tan felices que se escriben cartas aunque estén al lado del otro.

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"Barco al mar" -Cuento Corto-

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¿Por qué le gustan los barcos?, preguntó el psicólogo. Andrés dijo que no lo sabía. Que de chico asociaba una idea de libertad en el hecho de navegar pero que aun así no alcanzaba a conformarlo su propia respuesta, porque de grande aun tiene esa idea. No lo sabe.






El médico le dijo que quizás tenía que ver con alguna carencia que derivó en cierto encierro. Y la necesidad de querer salir de eso estaba representada desde su infancia en un barco. Se fue del consultorio sin creerle al psicólogo, sin creer lo que él mismo sentía y con todas las ideas revueltas, escarbadas y algo doloridas.






Llegó a la esquina de Talcahuano para cruzar en diagonal Plaza Lavalle. Casi las siete de la tarde y esa zona se vuelve silenciosa, descansando de la gente. Un hombre está sentado de espaldas a él, contra una reja, de donde cuelgan cartulinas de colores. O eso creyó ver. Mientras avanzaba quería saber qué cosa hacía pero parecía trabajar en algo pequeño, ya que todo el cuerpo cubría lo que tenía entre manos.






Curioso, Andrés directamente se detuvo. Y era un hombre pintando con lápices apenas visibles, una imagen en un cuadrado parecido a un azulejo. El hombre le dijo que lo estaba esperando. Que dibujaría lo que Andrés necesitaba sin ningún dato personal, salvo responder tres preguntas. Aceptó el desafío.






La primera pregunta fue a quién extrañaba más que haya conocido poco. Dijo a su padre. El hombre dibujó una cruz. La segunda pregunta fue en qué cosa se levantaba pensando que nunca terminaba haciendo. Y le dijo que jugar con sus hijos. Dibujó líneas que hicieron de la cruz un triángulo. Y la tercera pregunta fue qué le impedía tener tiempo para solucionar las dos primeras. Andrés dijo: que nadie me lo viva preguntando.






El hombre terminó de dibujar el mar en su cuadrito de azulejo y se lo mostró.



"Es tu barco, Andrés. Es hora de subirte a él", le susurró.



Andrés lo miró y de firma decía DIOS.

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"Un alma son dos" -CC-

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Martín no sabía cómo decírselo. Tantos años de conocerse, tantos momentos vividos juntos, tanta vida en común sin una sola discusión o planteo como amigos. Y él ahora buscaba eso, plantearle algo. La llevó al lugar donde Marcela se sentía más a gusto, los bosques de Palermo.






Caminaron haciendo el circuito, viendo pasar a los más jóvenes en rollers o al trote, cosa que desarrollaba la envidia silenciosa de ambos, que con mirarse ya conocían. Pararon y él fue al puesto con forma de locomotora y pidió ese hilo azucarado enrollado que hacía años no probaban. Se lo acercó y lo comían como dos chicos, degustando el dulce. Marcela lo conocía demasiado y sabía que algo raro estaba ocurriendo.






Siguieron caminando y pasaron por la zona de los botes. El le preguntó si se animaba a subir a uno. `La última vez que me subí debe haber sido a los 15 años´!! le dijo asustada. Martín la ayudó a hacer equilibrio, se sentaron. Coordinaron movimientos y salieron hacia el centro del lago. Pararon de pedalear y ambos respiraron profundo. Ella cerró los ojos para que el sol le toque la cara. El se rascaba la cabeza, nervioso.






Debía decirlo ahí. Cuando ella intentó pedalear nuevamente Martín la miró. Le dijo que quería hablar con ella. Que fueron muchos años, que sus padres se conocen, que sus hijos son amigos de los suyos, que detestaban del sexo opuesto exactamente lo mismo que veían en sus ex parejas. Que el encuentro casi diario lo hacía feliz, y sentía que ambos lo necesitaban cada vez más.






El bote es un lugar incómodo para acercarse y un minuto de charla puede ser un siglo. Marcela lo miró con cara de `te falta decirme algo más´…y él le dijo que no lo haga ponerse colorado como siempre le ocurría cuando tenía nervios.






Ella lo miró y sintió que no era el momento.






-"Acá no es el lugar", le dijo. Martín estaba resignado.






Con un gesto le pidió que fueran de nuevo hasta la orilla.



Pedalearon y cuando se bajaron Marcela lo besó.



-"¿ves? Acá sí es el lugar".






Y ambos dejaron de ser ellos para ser, desde ahí, una sola alma en los bosques de Palermo.
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"Sólo dos, dos solos" -CC-

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Le dijo que era hermosa. Le dijo que le parecía muy humana cuando opinaba de cosas suyas, que sentía que lo contenía y respetaba. Una noche le confesó por el chat sus problemas no resueltos, sus miedos paralizantes, sus ganas de ser otro. Un día combinaron el horario y se vieron por la web cam. Se saludaron como dos nenes felices por vez primera de mirarse en movimiento.






Se habían intercambiado fotos pero cuando ocurre eso uno manda la mejor que tiene, que no siempre es lo real que uno es. Él acomodó los objetos de la pared un minuto antes, para que parezca de fondo todo ordenado. Ella antes de conectarse se arregló el pelo y se levantó las pestañas con dos dedos para que tuvieran más curva. Fueron veinte minutos hasta que él decidió apurar el fin para no quedar como pesado.






Se pidieron permiso mutuamente y comenzaron a mandarse mails. Contaban cosas cotidianas y pasaron a las más profundas de cada uno, las opiniones que no se hacen públicas a veces ni frente al espejo. Se tuvieron confianza. Ambos eran felices sabiendo que un correo electrónico los esperaba a diario.






Intercambiaron números de celular. Se mandaban sólo mensajes de texto hasta que quedaron a los tres días en encontrarse, finalmente. Lavalle y San Martín. Cinco y media de la tarde. Él se pone cerca de una pared para poder verla llegar. Ella hace que mira una vidriera para verlo a él primero. Cinco minutos después los dos van a la esquina.






Se miran a los ojos, se saludan, se toman de los brazos. Se quedan un segundo reconociéndose. Pero ella baja la cabeza. Él le levanta la cara con su mano y la mira con ternura. Sintió que no era suya, que se lo decía con los ojos de alguna manera.






Se puso triste y ambos se alejaron. Dos personas enamoradas. Pero del camino más que de la meta. De internet, más que del encuentro.






A la noche volvieron a hablarse por el chat. Debatieron qué era ser feliz. Si estar enamorado o saber ocupar el tiempo. Y ambos aun no logran saberlo.
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"Soy yo, cuando eras vos" (Cuento Corto -CC-)

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Eran los ocho de la noche y Miriam fue hasta la persiana del negocio para bajarla enseguida, porque siempre le pasaba lo mismo: un minuto antes de la hora aparecía en el almacén una nena, de no más de diez años. Tantas veces la vio que ya soñaba con ella, una verdadera aparición, y lo que más le llamaba la atención: se parecía mucho a ella cuando era pequeña. Como ver a alguien y recordarse a sí mismo, una rara sensación. Pero otra vez la nena ganó de mano y entró empujando la puerta de vidrio con sus dos manitos.






Tenía siempre una bolsa, que llenaba con cinco cosas, siempre eran cinco productos. Cuando había que hacer fila se iba dar la vuelta por las góndolas y volver cuando le tocaba. Miriam preguntó si alguien la conocía, a las señoras del barrio que saben hasta el adn de los novios ocasionales. Pero nadie la ubicaba. Su vestido era blanco y amarillo como un uniforme que siempre llevaba pero no era de ningún colegio de la zona ese color.






Ponía las cosas de a una, con parsimonia, y luego de a una las ubicaba en la bolsa. Pagaba mirando a los ojos. La gente cuando se desprende de dinero no mira a los ojos. Pero la nena sí, Miriam sentía que buscaba complicidad. ¿Qué tengo que entender, yo? No tengo tiempo de hacerme la detective, pensaba cuando volvía a su casa.






Un día la nena dejó de ir al almacén. Y dos, tres, y cuatro, y una semana entera. Miriam luchaba para que el tema no le importara pero era imposible. A las dos semanas, un martes, la nena aparece. Compra tres cosas. Tenía algo de tristeza en los ojos.






Un cliente se va y la nena entrega las tres cosas para pagar. Miriam aprovecha esa cierta soledad para saber.



¿Estás bien?



-Si, ahora si.



¿Qué te había pasado que no venías?



-¿Desde hace cuánto no creés en mi, te acordás?






Miriam pegó un grito y un salto hacia atrás. A los ocho años recordó haber dicho que no creía en los Angeles de la Guarda, que ella tenía uno de su edad pero que la odiaba.






¿Dónde vivís?



-Con vos, pero nunca me ves.






La nena se fue y todos los días Miriam espera verla en el negocio, sin bajar las rejas, que vuelva. Que vuelva por ella, que la perdone.
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"Un regalo de tu ausencia" -CC-

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Buscó una mesa pegada a la ventana y él estar de frente a la puerta asi la veía entrar. Apretaba el sobre del azúcar y ese ruido lo ponía más nervioso, revolvía y casi toma el café con la cuchara dentro y se mancha todo. Terminó y llamó al mozo para pagarle y se llevara la taza, no quería que viera que la estuvo esperando.






El saco era prestado de su hermano (de esos préstamos en los cuales el otro jamás se entera) y sentía que estaba aparentando, era su principal incomodidad. ¿Hace cuántos años que no la veía?. Desde que lo abrazó y se fue del barrio, cuando jugar en barra y en horario fijo era lo importante, cuando ella lo era para él. Nunca la extrañó hasta que fue grande, y sería lo primero por decirle de forma delicada, para no quedar como interesado.






Bendita la suerte del destino: que en el Banco digan nombre y apellido de alguien a quien hace años uno no ve, es de película, y había ocurrido. Se acercó y sintió que ella no lo reconoció ni en recuerdos, aunque quedaron en verse hoy.






La tarde se apura en irse y son 6 en punto. Parece hacer más frio, o eso siente. Ella entra y él se pone de pie levantando el brazo, le dio mucha verguenza al instante hacer eso y se sentó rápido. Se saludaron y pidieron café. El le contó la alegría de verla, lo que significó en su niñez, de su vida después, de lo que supo de los demás amigos. La mujer lo miró con atención y él notaba que no decía nada.






Se hizo un silencio cortado por el ruido de las tazas.



“Disculpame, no sos la que buscás”, le dijo ella. “Soy otra”.



-¿Otra qué?



“Otra Sosa, otra Lucía Sosa, pero si querés me puedo quedar. ¿Te molesta si pido otro café?”.






Hasta de grande uno puede reescribr su propia historia, pensó él. Y agradeció en silencio a la ausente Lucia Sosa.
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"La quiero, pero la dejo" C-C

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Los zapatos eran los más lindos que alguna vez usó pero le resultaban incómodos, golpeaba un taco con el otro. Desde adelante del altar de la Iglesia podía ver todo el panorama: repleta de gente, descubriendo conocidos a los que saludaba con un movimiento de cabeza.






Estaba muy nervioso. La camisa le quedaba un tanto larga de mangas y buscó el reloj, el que ella le decía que odiaba y jamás se pusiera. Miró y eran las nueve en punto de la noche. La alfombra tenía un pequeño pliegue y con el pie la enderezó, perfeccionista hasta en eso. Con la palma de la mano buscó en el bolsillo la cajita con los anillos, en el otro el pañuelo para usar y el pañuelo de cábala. Se abrieron las puertas y la gente de pie, giró.






Por las escaleras, subiendo, venía ella con su papá. Miró hacia arriba emocionado, recordó a quienes no estaban con él pero seguro de algún modo allí lo acompañaban. Entró la novia y estaba hermosa, en un vestido que hacía juego con su belleza. Se acercaron, se miraron.






El beso detuvo el tiempo, eterno, de lo que no quiere terminar. Dios era testigo.






Se despertó. Se sentó en la cama. Pasaron diez años. La llamó y se vieron, luego de cinco. Le preguntó qué pasó. "No sé, preguntale a Dios", le dijo ella.






Y él volvió a su habitación a leer. La tercera misa que oficiaba en su vida estaba a punto de comenzar.
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