El condenado, a la silla

1 comentarios viernes, 19 de febrero de 2010

Lugar: Instituto F.L.E.N.I Edad: 23 años Año: 1996

Seguramente todos sabemos qué son las rachas tanto negativas como positivas de las que pasamos con gloria o con rapidez, según sea el caso. Hubo dos años en los que definitivamente si hubiera un acelerador de cinta de la vida, sin dudas lo usaría, que fueron los años 1995 y 1996, por diferentes motivos. No voy a hacer un show de la desgracia así que aceleraré aquí la cinta para hablar sólo de una cuestión.

Estuve varios meses sin caminar y sin saberse qué era lo que tenía. Era objeto de todo tipo de estudio y ya en un punto uno pasa a no ser consultado sobre cómo se siente, sino que se deja llevar por las decisiones de otros. Admiro a los veterinarios que siempre tienen ante si a pacientes mudos, que sólo hablan por sus síntomas. Debe ser complicado interpretar, ¡si seguía yo de ese modo el veterinario era una opción de consultar!. En mi caso yo hablaba pero no daban en la tecla, y salvo el ginecólogo, usé la cartilla de la obra social casi completa.

Si no podía caminar por un mareo tipo alfiler que pinchaba justo en medio de la frente, me quedaba en casa y en cama. No pude ir más a estudiar Derecho. Tampoco a nadie se le ocurrió que una silla de ruedas podía ser la solución, pero a mi tampoco. Los médicos cuando no saben, instalan en familiares las dudas, no es al revés. Porque diagnosticar con los exámenes en la mano no es criticable, el tema es cuando realmente no se sabe qué pasa. Arriesgaron problema neurológico y todo llevó a eso.

A través de recomendaciones de médicos llegué al Instituto F.L.E.N.I. que era y es lo mejor en cuanto a neurología. Fui en remis desde mi casa y me pusieron una silla de ruedas a disposición. Acompañado por mi madre, subí por el ascensor hasta un consultorio en donde un Doctor que no nombraré porque aun atiende, me vio, me saludó, me miró las pupilas con una linternita y me hizo sentar en una camilla. Me preguntó mi nombre y sacó un martillito del guardapolvo y comenzó a golpearme las rodillas, de a poco más fuerte. Yo lo miré. No habló más. Guardó su martillito, dijo “buenas tardes”, y desapareció tras una puerta.

Al otro día, por teléfono, le avisan a mi madre que debía hacerme ahí un estudio. Remís, largo viaje, silla de ruedas, consultorio otra vez. Yo más que enfermo, estaba cansado de la situación. Nos hacen esperar en una sala con bastante gente, alfombrada en color crema, de paredes color crema y cuadros con marcos…también de color crema, si. Mi madre se queda al lado de mi, parada.

Unos 40 minutos después no había novedades. Yo tenía ganas de ir al baño. Se lo digo a mi madre, quien va a donde estaba la secretaria. Su mesa tenía forma de semicírculo y en los extremos libros y papeles que parecían hacer tono con el ambiente. La mujer era flaca y alta, de pelo atado. Mi madre se acerca y en voz baja se estira tan larga como es (y no es muy larga) para hablar en voz baja sobre lo de ir al baño.

La secretaria escucha a mi madre y en un momento tuerce su cabeza tratando de mirarme…me observa y yo me sentí avergonzado de cómo me miraba, era violento. Decide, porque fue una decisión sin dudas, decirle a mi madre en voz mas o menos alta “Sabe lo que pasa, señora…baños para discapacitados no tenemos en este piso”…

A veces se necesita un clic, un disparador para poder salir de un problema y sin dudas esa frase lo fue, y así aun hoy me lo tomé. Abrí los ojos y me empezaron a circular las ideas, se ve. Apoyé las ruedas de la silla contra la pared para que no se moviera y me incorporé, cosa que no hacia mucho y me costaba bastante. La llamé a la chica moviendo dos dedos. Se acercó y le hice el gesto de que se quedara al lado de mí. Le digo “decime dónde está el baño”, y me señaló el final de un pasillo.

Yo la agarré del brazo y empezamos lentamente a caminar, cosa que hacía 7 meses no podía. Mi madre se quedó dura en su lugar y lloraba. Yo iba con la chica del brazo y le pregunté el nombre, me dijo Carolina…fuimos dando pasos cortos pero dentro de todo con un cierto ritmo. Llegamos a la puerta del baño y le digo “ahora yo voy a entrar…por favor camino, ritmo, quedate acá y cuando salga me acompañás de nuevo”, con un tono más de orden que de favor. Ella bajó la cabeza y yo entré.

Me miré al espejo y me vi horrible, con el pelo muy largo…me apoyé con las dos manos en los extremos de las canillas y disfruté el estar vertical, era una cosa extraña. Salí del baño y allí estaba la chica. Me agarra del brazo y empezamos el camino inverso. Mi madre intenta acercarme la silla y yo la freno con un gesto del brazo, quería caminar esos metros. Ahora tenía a la gente de la sala mirándome de frente. Cuando llegué de nuevo a la silla dije Gracias y ella en voz baja me dijo “de nada”.

Dos cuestiones surgen para mí luego de esto. El primero es por qué algunas personas tienen la delicadeza de un mastodonte, y atienden al público con menos tacto que pata de elefante. Ella no puede decir eso en voz alta con la clara intención de que yo escuche su respuesta. En realidad no debería, poder pudo. Lo segundo es saber cuánto cambia el concepto del mundo cuando se está un poco más abajo en la estatura y en los movimientos. Lo dependiente que se vuelve de otros, qué barreras hay que enfrentar, qué cosas modifica en lo diario.

No guardo rencor contra nada ni nadie y lo vi como el motivador para poder recuperarme. Y deseo que a esa mujer nunca le toque una secretaria como ella misma. Aunque también habrá sumado algo más a partir de lo pasado, estoy seguro. Todos aprendemos, y todo el tiempo. No mirará más a alguien en una silla como un condenado. Supongo.
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