"Lo mucho que me temo" -Cuento Corto- CC

1 comentarios viernes, 26 de agosto de 2011


Mariana salía del vivero con un ficus envuelto para regalo. Como siempre ocurría cuando se hacía para ella misma un presente, no se lo decía al vendedor y entonces dejaba que envolvieran con moño lo que una vez al mes compraba. Salió con la planta tapándole un poco la visión y fue hacia su derecha casi de memoria.






Pueyrredón no la deja en paz con tanto ruido, se para en la esquina y espera el semáforo, que ahora tiene en ese lugar una especie de sirena que acompaña al caminante mientras cruza. Siempre creía que alguien podía estar observándola, pero intuía que hasta para los ladrones ella era aburrida. A sus amigas le gustaba escucharles decir que era una chica sin suerte, y a sus amigas mentirle siempre del mismo modo ya les incomodaba. Mariana sabía de sus culpas y se había vuelto tan miedosa de ser herida que se cerró al mundo.






Todo ocurría mientras a ella no le ocurría nada. Quiso ser feliz con alguien y como no resultó parece haber dejado la felicidad en ese dia y hora. No volvió a buscar de entre la tristeza lo rescatable, como una vez le dijo su psicólogo. Nunca le hizo caso y es posible que de ella el hombre se haya olvidado luego de la cuarta sesión a la que no fue.






Intentó olvidarlo a Leandro: se fue de viaje, cambió de casa y de barrio, un poco el vestuario y el número de teléfono. ¡A ver si todavía algún día intentaba convencerla de volver!. Y el cambio de número fue lo primero que lamentó, era la posibilidad de seguir soñando con que alguna vez la llamara. Se compró una computadora aunque la odiaba.






Le hizo creer a todos que era porque se sentía moderna pero no engañaba a nadie, era para poder ubicarlo en internet. Apenas tuvo banda ancha lo buscó en las redes sociales, temió encontrarlo casado y abrazado con otra en alguna foto. Hubiera sido el mejor escenario para no sentir culpa. Pero no tenía ningún dato. Se sintió doblemente desdichada: no encontraba a quien buscaba, ni sentía que la buscaban para encontrarla.






Pasó otro mes y fue al vivero, esta vez a comprar alguna planta de colores lindos que soportara el balcón de su casa y el smog de Caballito. Vio una de color violeta, la giró y un poco de agua cayó por debajo y le manchó el pantalón. Se pasó la mano para secarse y se acordó. Compró la planta, la dejó en su casa, salió rápido para su viejo barrio.






Volvió a Boedo. Recordó que ambos se conocieron en el mismo lavadero de ropa, ella se había manchado con tinta un pantalón claro. Descontaba que se habría mudado pero algo intuía, su corazón latía como a los 15 años. En la esquina había un bar y se sentó en diagonal a la entrada del local, veía todo. Un café lo hizo durar unas cinco horas.






Era tarde y se tenía que ir, mitad por vergüenza propia. Fue al baño. Leandro entró al lavadero para dejar su ropa. Salió a los tres minutos.






Vio en la esquina un taxi que se iba, creyó que era Mariana. Si era, le hubiera dicho que aun la extraña. Que la llamaría, pero seguro cambió el teléfono porque nadie responde. Que odia la computadora tanto como ella, que teme encontrarla con otro.






Que la ama. Pero que tiene miedo de no ser entendido. Y que su casa parece un vivero lleno de flores de colores, como a ella le gustaban.

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"Subir tu escalera" -CC-

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Cuando le dijeron “consultorio 203” ya tuvo claro que sería en un segundo piso y resopló imaginando lo que le costaría llegar. El hall de entrada de la clínica tenía esa fila de personas que a veces se arma con formas extrañas y espacios para que otros puedan pasar entre medio, una multitud hacía murmullo detrás de él.






Las paredes eran blancas, el piso era blanco, el sol entraba por una de las ventanas a medio abrir. Se acercó y miró el pulmón del edificio, con un rectángulo de pasto y algunas plantas entre las salidas de aire de los equipos de la clínica. Se dio vuelta apoyando una mano en la ventana y vio la fila de gente en la que había estado 20 largos minutos.






Tres ascensores a su izquierda tenían un cartel que no alcanzaba a leer pero que no serían de buenos augurios de funcionamiento, quedaba uno con otra fila de personas con cara de hacía mucho no verlo por planta baja. Caminaba arrastrando un poco la pierna izquierda pero despacio se llega igual, como solía decir.






Miró dónde estaba la escalera. Tiene el turno con el médico en diez minutos y eran dos pisos por subir. Toma coraje y va a su objetivo. Pensar que corría para llegar a horario, pensar que hacía con sus hijos carreras en la plaza con alguno en sus hombros. Pero se mentalizó en el hoy. Con un brazo se agarró del pasamanos y empezó a subir de a un pie a la vez los escalones. Las personas le pasaban por al lado y él trataba de hacerse pequeño para no incomodar a los apurados.






Cuando llegó al primer piso se fijó en el ascensor y allí también tenía fila asi que tuvo que seguir su escalamiento. Cuando llegó al segundo piso habían pasado cinco minutos de su turno. En la mitad del pasillo sobre un costado una mesa con forma de medialuna y una secretaria vestida en gris y blanco, como todo el entorno.






Buen dia, Roque Velez, tenía turno 15 45…



”ya entró la persona del turno siguiente, señor. Cuando se desocupe el Doctor le pregunto si puede atenderlo”.






Tenía bronca pero Roque la miró con resignación, no tenía ganas de enojarse. Le ofrecieron sentarse, una mujer lo notó frágil quizás, pero no quiso. Se apoyó contra una de las paredes enfrente a la puerta del médico.






“¿Quiere leer algo, abuelo?”, le dijo la mujer y le alcanzó una revista “Gente” bastante vieja. Quiso hacer el crucigrama pero ya estaba hecho, como siempre ocurre con las revistas de consultorios. Miró las notas y se rió un poco. Aprovechó la pared para ponerse derecho. Se masajeó la pierna que tanto le molestaba hasta que logró mas o menos enderezarla. Aun estaba agitado por el esfuerzo pero bastante conforme con llegar.






La puerta se abre y la secretaria entra. Al segundo vuelve a salir y lo invita a pasar.



El doctor lo recibe.: “¿primera vez, no?”. Y única, doctor. Me llamo Roque Vélez. Estoy curado, ¿sabe?. Me costó mucho llegar acá pero pude. Todo estaba en mi, recién me di cuenta que todo estaba en mi. Gracias.






El viejo le dio la mano y el psiquiatra lo miró. Entendió cómo funciona a veces en algunos eso que los remedios no conocen: la autoestima.

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"El Don" -CC-

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Enzo Scafino tenía una habilidad. Sus padres desde que fue chico se lo dijeron, para que fuera practicando y de grande usarla en su beneficio. Consistía en poder decir lo que pensaba sin necesidad de expresarlo con palabras. Vale decir que la persona recibía la respuesta a una pregunta por ejemplo, sin que Enzo dijera palabra alguna. No era un mago pero sí alguien con mucha percepción, que captaba rápidamente la manera de hacerse entender.






Su pasión por la medicina le dio un título desde donde pudo hacer uso de su don, ya que remataba todas las consultas con un “usted ya sabe lo que tiene que hacer”, cuando en realidad en voz alta no había dicho nada. Pero jamás se jactó ni nadie supo que tenía esa particularidad, ni su esposa ni sus hijos siquiera. De adolescente recuerda haber aprobado en el colegio un exámen oral de Historia sin decir en voz alta una sola palabra, pero como estaba el docente y él, nadie más, jamás se supo cómo había sido y no era de los que se aprovechaban de una situación. Estaba feliz sabiendo administrar lo que en suerte le tocó.






Un día llega a su consultorio un hombre para hacerse ver porque decía tener un fuerte dolor de cabeza. No lo conocía asi que llenó la ficha del hombre con sus datos personales, se llamaba Tomás Rícori, y luego lo hizo recostar en la camilla. Lo auscultó, con su linternita dilató las pupilas del hombre, en apariencia no tenía ningún síntoma externo.






Le dijo usted no parece estar enfermo, amigo.






“Si, pero yo me siento bastante mal, creo que estoy resfriado y con dolor de cabeza”.






Mire quédese tranquilo que resfriado no está, le podemos hacer un chequeo si quiere. ¿Desde cuándo se siente asi?.






El hombre lo miró y ambos se sentaron. Juntó las manos, respiró profundo y le dijo “desde que soy chico me duele la cabeza”.






Enzo lo miró sorprendido y le preguntó si se había hecho ver y el hombre le dijo que no, porque de niño los padres ya le habían advertido que ese dolor de cabeza era en realidad lo que otra persona en el universo no estaba expresando y que él debía soportar eso. Que no tomó muy en serio lo que sus padres dijeron pero los dolores de cabeza se empezaron con el tiempo a hacer palabras, muchas, que no comprendía.






Enzo se sintió aliviado, feliz, sin poder explicárselo bien, había encontrado a quien guardó durante años todas sus palabras sin una sola queja esperando hallarlo. Lo abrazó e intentó decirle en voz alta que aun sin conocerlo lo quería mucho pero Tomás ya sabía lo que Enzo pensó y antes de que hablara le dijo “yo también”.






ando terminó su jornada Enzo Scafino, el del don del silencio, invitó un café a Tomás Rícori, el del don de la paciencia. Y tantos años después, juntos empezaron a ser mejores.

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