El último día de Ordoñez (segunda parte)

1 comentarios miércoles, 21 de abril de 2010

Su oficina tenía las mismas paredes de durlock que el resto del cuarto, y el cieloraso le daba al lugar la impresión de cajita en donde todos estaban perfectamente ubicados en sus lugares. Se preguntaba Ordoñez qué lo diferenciaba a él respecto de sus empleados y quizás la respuesta fuera sólo esas paredes divisorias y poco más.
El apocalipsis le cayó en la cabeza y hasta fin de año, sabiendo que su despido era cosa juzgada, no se podía sentir mucho más que los que lo rodeaban, seguros de continuar en sus puestos.


Buscó su celular en el bolsillo y no lo tenía. Se sentó rascándose la cabeza y queriendo hacer foco mental en esa pérdida y no en saberse perdido él. Respiró profundo y recordó que lo tenía en la mano cuando lo invitaron a sentarse en la oficina del Gerente.


Salió en la búsqueda y pasó por el angosto pasillo de alfombra color crema con mesas y cubículos a su alrededor. Sintió que todos lo miraban tras su paso pero seguramente era lo que creía que pasaba, ya que nadie aun sabía nada de su suerte.
Llegó a la Gerencia y estaba en un borde de la mesa. Dijo “permiso” y lo levantó. El Gerente, de reojo, se dignó a mirarlo pero no a los ojos sino a sus manos, que ya tenían el bendito celular. Buscó el número de su mujer y se quedó con el celular abierto hasta que volvió a su oficina.

Se sentó y marcó el número mientras buscaba cómo empezar a decir todo ya que sabía que a nivel familiar la cosa se iba a complicar. Para su sorpresa inicial la mujer lo contuvo y le dio ánimo, casi que le dijo que lo que sucede conviene, y que por algo esto ahora pasaba, que quizás fuera una señal de cambio, de fin de un ciclo. Descubrió que su esposa parecía tomárselo mejor que el, más allá del problema que traería. Cerró el celular y se apoyó en el respaldo de la silla, satisfecho de escuchar a quien debía y como seguramente quería oírla. Llegaba el turno de informar a sus empleados.


Giró la silla para usar la computadora, abrió el Outlook y pensó en un mail colectivo que informara todo y si le venía en ganas, con detalles de la charla con el Gerente. En “asunto” puso “DECISIÓN” con mayúsculas. Escribió un par de renglones, pero descubrió que lo estaba haciendo para leerse a si mismo y no para que otros lo puedan entender, y borró todo. Apoyó sus dos manos en la mesa y se levantó de un impulso.


Se puso en un extremo del pasillo angosto y tocó con el puño una de las paredes de durlock, como para que le presten atención. Al instante un montón de cabezas se asomaron tras los cubículos y la imagen que veía Ordoñez era la de ojos asombrados de parte de todos. Carraspeó un poco. Movió las piernas como quien empieza una maratón larga, y dijo lo suyo.


“Para no andar con vueltas y antes de que puedan saberlo por otro lado, estuve hace un rato en la Gerencia y me informaron que me adelantan la jubilación para fin de año…están haciendo una reducción de personal con más años y me ha tocado a mi. Les quiero decir que no tengo ni tendré quejas para con ustedes y que todo seguirá de mi parte con total normalidad hasta el último día acá. Incluso tu café siempre frio, Ibañez”…


La risa general, y la cara colorada de Ibañez en particular, descomprimieron un tanto la situación y le sacó el peso de tener que decir lo que debía. Volvió a su lugar y de lejos el inevitable murmullo se oía a sus espaldas. Decidió meterse en sus papeles y en las firmas de documentos que esperaban en su mesa y así pasó la tarde hasta que se fue a su casa.


Al otro día llegó a su cubículo y saludó a los tres empleados madrugadores de siempre. Prendió su computadora y su casilla estaba casi completa con mensajes en cadena en donde se hablaba sobre su despido-retiro y las muestras de afecto de algunos que él conocía, pero de otros que no eran empleados de su sector pero que se habían enterado de la noticia. Se sintió bien y mal a la vez, porque ser algo famoso por esa circunstancia no lo podía ver con felicidad, aunque valoró que de él se tenga una buena referencia, al menos para los que componían esa larga cadena de mails.


Decidió agradecer el gesto y respondió que él no era merecedor de eso, aunque su corazón lo agradecía y lo hacía poner contento. Dijo al pasar que se volvería más atento a oír a todos en sus cuestiones porque sentía que aun cerca de su retiro debía hacerse cargo de la estabilidad de ellos. Cerró el correo y se puso a trabajar.


Cerca de las cuatro de la tarde volvió a revisar su casilla y para su sorpresa, había varios correos electrónicos de empleados que él no conocía y que contaban, en algunos casos a él solo, y en otros a todos los demás en cadena, casos puntuales de pedidos de solución a conflictos. La mayoría escritos con cierta angustia en la que lógicamente se sintió identificado, le había pasado a él 24 horas antes.


Se acomodó mejor frente a la máquina dispuesto a leer. No era edad para ser un empleado justiciero, pero comprendió que estaba ahí, esperándolo, la oportunidad de hacer algo por los que lo necesitaban y se lo hacían saber.
Empezaba el tiempo de leerlos y oírlos.
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