Crónica de viaje (Micro-viaje)

2 comentarios viernes, 30 de julio de 2010

Dicen que las cosas quedan en nosotros a veces por repetición, fijas a partir de realizarlas varias veces y luego ya ni nos darnos cuenta de la diferencia de pensarlas o no. Con los viajes creo que ocurre algo similar. A veces uno no repara en que ciertos lugares ya los hemos transitado, simplemente ahora pasa que le estamos prestando más atención. Y a la vez, algo de ellos nos es familiar.


Por cuarta vez hago un mismo recorrido en micro. Y esto implica ya una predisposición a saber que poco va a sorprenderme desde el momento en que me subo. La gracia es tratar de que así no sea, empezando por prestar atención a los detalles aunque la hora del viaje, de madrugada, no ayuda a la cuestión y uno de entrada se prepara para ver pasar paisajes lo más rápido posible hasta que amanezca.


Saliendo de Capital aun las luces molestan si se tiene sueño, asi que más atento se está. Y el micro bordeando muchos lugares diversos da la idea de algo que apenas se asoma pero no alcanza a entrar a esa realidad. Bordea una villa, la 31. Varias cuadras de casas que hacen equilibrio en calles que son angostas, gente joven mirando desde las veredas el pasar no sólo de mi micro sino el de tantos otros que a la misma hora salen.


Ellos miran el ómnibus con detalle, porque la luz de adentro aun está encendida, y uno los mira a ellos. Las calle tiene lomos de burro y baches que cumplen la misma función: la de impedir que se tome velocidad. De pronto el micro gira hacia la derecha y esa realidad queda detrás y uno respira profundo creyendo que no viéndola más, ya no sucede.


Lo siguiente es a velocidad. Transitar la zona del puerto, con el rio reflejado por las luces que algunos postes dan a la noche, luego la Avenida Sarmiento y la costanera, con agua a la derecha y el aeropuerto a la izquierda de mi vista. Sube la autopista y ya me pierdo por un rato largo en el relato detallado. Busco el mp3 y pretendo escuchar alguna radio, pero descubro que no tiene pilas. Maldigo el momento en que pasé por al lado del señor que las vende a bajo precio y yo, de tacaño, no quise comprarle. Su maldición fue ahora recordarlo. Intento cerrar los ojos y sacarme los anteojos pero a la vez quiero seguir viendo por la ventana. Se empezó a empañar el vidrio por el calor humano, no porque la calefacción estuviera encendida, y eso impedía que mirara. Lo desempañé y me acomodé.


Peajes, dos o tres. Luego una ruta angosta y con tránsito en sentido contrario. Dos o tres rotondas siempre hacia la izquierda y a partir de allí un silencio. Mi parte favorita. El campo de noche no tiene interrupciones visuales. Es la sensación de magnitud que mejor siento que el mundo puede expresar. Todo es plano, interrumpido por algún árbol o construcción pequeña. La luna se refleja en la tierra y da luz a la noche mientras avanza el micro. Eso es lo más cercano a lo que yo llamo imagen de tranquilidad. Ha llovido mucho durante semanas y el reflejo de la luna hace que vea grandes charcos en los campos y a los costados de la ruta. Pienso en dormir pero también en tomarle el tiempo al micro, nunca llega en horario y me esperan en la terminal.


Casi cuatro horas de viaje. Una pareja con su hijo de unos tres años son los más inquietos, primero levantándose él y luego ella a buscar agua para el chico, al que veo en la oscuridad algo inmóvil. Con un poco de sueño intento concentrarme en lo oscuro y fijar la vista, y la madre sienta al chico y le cambia el buzo. Tiene algo blanco que le impide el movimiento y parece un yeso, que va desde la punta de los dedos de la mano hasta la mitad del pecho, por eso parecía no moverse bien el chico. Me vuelvo a dar vuelta y mirar el paisaje nocturno, y ya está entrando el micro en un pueblo.


Frena la velocidad e intenta maniobrar en calles angostas para tamaño colectivo. La pequeña localidad se llama Benito Juárez, homónima de la ciudad cordobesa. Sus calles son asfaltadas a nuevo, sus casas no tienen rejas y en general sin luz externa. Las bicicletas están afuera sin mucha protección al parecer, junto a maquinaria agrícola o alguna camioneta vieja.


La terminal está como dentro de un complejo en donde todo está pintado de blanco furioso. Y lo puedo ver bien porque la iluminación ahí (y encima cerca de las tres de la mañana cualquier linterna es casi dañina) se asemeja a la de un tren de frente. Cerca está una imagen del General San Martín, han elegido una figura extraña hecha de un color verde y de aspecto joven, con su gorro de Teniente y no de General. Lleva una espada que nunca puedo ver bien porque justo maniobra el micro al revés y no me deja.


Allí bajan algunos y suben otros. Un chico de unos 15 años aparece con un carro de metal viejo, de rueditas que van para cualquier lado y él maniobra con esfuerzo. Hace frio, por el apuro y la posición de sus hombros, achicados por la temperatura, parecieran. Es como dije, la cuarta vez que hago el mismo viaje y siempre está el mismo muchacho a las 3 de la mañana, en el mismo lugar. Casi que lo he visto crecer, parece más grande. Le toca descargar envoltorios en celofán, son guías o revistas apretadas en ese plástico delgado, que tira arriba del carrito. La otra vez lo vi bajar 4 ruedas de auto, esta vez sólo esos envoltorios. Entra a la terminal, modesta. Desempaño mejor el vidrio y saco la foto que se ve en este texto. El colectivo arranca.


A la hora y cuarto entra en la ciudad de Balcarce. “Tierra de Juan M Fangio”, como dice el cartel de entrada a la ciudad, con el dibujo de la Flecha de plata, su auto y su emblema. La terminal no es tan diferente a la de mi querido Benito Juárez, aunque resalta la colaboración del Rotary club, cuyo logo está presente cada 10 metros. La terminal tiene paredes bien blancas salvo en un extremo, en donde está pintado un sector. Dice “bienvenido” y debajo “buen viaje”, lo que pensé al mirarlo que era un poco contradictorio…recién llegaba y ya me echaban. Pero para el viajante de paso como yo, es así como uno ve a estas ciudades. Dos pinturas sobre la pared representan a dos caballos, una de ellos de nombre “negra”. El otro no lo recuerdo y prometo mirar la próxima vez que pase.


Empiezo a calcular que ya estoy llegando, sin mirar el reloj. Los paisajes me son familiares. Dos rotondas más y una entrada nuevamente angosta y por un camino tallado entre dos piedras algo grandes, da esa sensación. Las luces de la ciudad se ven algo abajo, mientras el micro parece también bajar al nivel de las luces y superar esa hondonada. La última rotonda, ya con el nombre de la ciudad, por fin llegamos. Contento de estar con quienes quiero.


Al final no dormí nada. Me la pasé anotando, con el micro a oscuras, cosas como estas.
Querido diario: ¡ya llegué!. Eso anoté.
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