"Usted no tiene mensajes nuevos" -Cuento corto-

1 comentarios jueves, 3 de noviembre de 2011
Valeria salió apurada de la casa y olvidó el celular en la mesa. Cuando iba en el subte recién se dio cuenta y se puso la mano en la frente a modo de lamento. Mientras viajaba como sardina hasta la estación Perú, empezó a razonar.

No atendería los cuatro llamados que la madre le hacía durante el día para preguntarle y repreguntarle siempre lo mismo.
No respondería los mensajes de texto de sus amigas usando el clásico “arreglen ustedes y después me dicen”.
No recibiría el odioso aviso a las nueve y veinte de la mañana (siempre a la misma hora) sobre lo afortunada en ganar un auto.
De paso, evitaba también a ese pesado al que Valeria le dio su número y le mandaba mensajes entre baboso y triste cada tres horas. Al final, pensó, era un alivio no tener celular.

Se bajó y caminó hasta Piedras, dobló y entró a su oficina. Saludó y en su escritorio la habitual montaña de cosas para hacer. Al mediodía manoteó su cintura y luego se fijó en la mesa a modo de ataque de abstinencia pero todo continuó igual. Por la tarde pasan, “pasillean”, todas las secretarias de la empresa, casi en fila saliendo de una reunión. Les preguntó por qué no le habían avisado. “Nos mandaron hoy un mensaje de texto, ¿no lo leíste?”. Valeria golpeó la mesa y se puso de pie aunque con estilo disimuló la bronca. No sabía si ir a disculparse o no explicar nada, ambas cosas sonarían a excusa.

Salió de la oficina apurada, llegaba tarde al gimnasio. Un cartel en la puerta “Hoy desinfección, el gimnasio permanecerá cerrado. Favor de avisar por teléfono a todos”. Se puso Valeria los brazos en jarra, se pegó con los nudillos en los costados de las piernas, ese tic heredado de la mamá, un símbolo de bronca.

Fue a la casa, abrió la puerta y el celular arriba de la mesa. Lo tomó y leyó tres mensajes de su madre, otros dos de sus amigas, uno de la oficina para la reunión, su profesora avisando que no fuera al gimnasio, el aviso por haber ganado un o km, y el del muchacho que sin suerte quería salir con ella. Por un instante se vio a si misma en todas esas actividades, se planteó qué tantas ganas tendría de hacerlas. Descubrió que para ser feliz no había que dejárselo olvidado al celular: directamente debía apagarlo.

Y a todos, al otro día, Valeria les dio el número de teléfono de su casa. Incluído al pesado de los mensajes. Si estaba, atendía. Y si no estaba, que esperen. Como era antes y nadie moría.
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"El amor y la puerta" -Cuento corto-

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“No sos una estampita” me dijo la negra antes de darse vuelta e irse, quedándose con la última palabra y lo que es peor: la razón. Tenía estilo para pelear, siempre le reconocí eso, me gustaba hasta cuando se enojaba conmigo. Cerró la puerta de la habitación y se quedará ahí un rato hasta que se le pase. Me porté mal, no le avisé a qué hora volvía, me esperó con la comida. La negra tenía razón, una vez más.

Evidentemente no soy una estampita pero ella para mi sí lo es, me conoce en mis debilidades, estoy entregado hace ya tres años a lo que me diga. Cuando la conocí me sacó rápido la ficha, creo que uno va predispuesto según quién sea, a que pase algo así y a que lo conozcan del todo. Conocer del todo implica eso que ocultamos frente a los demás, que compartimos sin pensarlo, cuando encontramos una razón para no sentir que tenemos un defecto, o una manía o algún dolor. Y la negra era eso, yo le entregué el corazón apenas la vi.

Golpeo ahora la puerta y no me abre, le digo que no se enoje conmigo, que me comeré la comida fría de todos modos, que la próxima le avisaré con tiempo. La primera vez que la vi fue en la facultad. Pasaba y se daban vuelta para mirarla, como dice el tango. Luego un amigo en común hizo una fiesta y sentí que era una señal. Me acerqué a ella aquel viernes de hace tres años y la toqué con el vaso frio que tenía en la mano. Me miró y me presenté, le dije que la ubicaba de alguna materia en común y me dijo que sí. Bah, me dijo que sí, que me ubicaba. Hablamos de cualquier cosa unos 15 minutos.

Me preguntó la edad y los 23 le sonaron a poco, lo vi en su cara. Ella tenía la misma edad pero seguramente querría a alguien un tanto mayor. ¿A vos te gustaba antes de conocerme alguien mayor que yo?. “¡No! ¡Qué decís!” me dice la negra detrás de la puerta. Bueno, al menos me habla, es un avance. Dos semanas hasta que le mandé un mensaje de texto con miedo a la respuesta: ¿podremos salir?. Y ella me respondió “Bueno, pero elijo yo adonde”. Así que fuimos tres días seguidos…¡al cine! Nadie puede resistir ver tres películas en días seguidos y le parezcan buenas, salvo a la negra. A mi me aburrieron las tres pero cuando no se daba cuenta la miraba en la oscuridad de la sala y era realmente hermosa, no sabía cómo demostrarle que sentía haberme sacado la lotería.

Mezcla de libertaria y formal, me presentó a sus padres. ¿Te acordás cuando conocí a tus viejos?. “Yo sí, ellos no”, me dice, haciéndose la graciosa detrás de la puerta. Dale, abrime negra, ya me comí toda la cena aunque estaba fria (mentira, tiré la comida, helada e impasable). No me hagas prometerte lo que no tengo, che. Y no tengo más nada, vos sos yo. “Callate, cursi”, me dice con la puerta aun cerrada. El casamiento fue en una capilla con diez invitados, ella se encargó de hacerlo como quería, tengo una foto de la fiesta en mi celular, porque ahí la negra se rie con una felicidad genial, no de flash, sino porque así nos sentíamos.

Tres años hasta hoy. Dale, abrime. Te llevo al cine. “¿Elijo yo?”. Sí, elegís vos. La puerta se abre y la negra sale arreglada y pintada. “Dale, vamos”, me dice. El día que saque la puerta de la habitación se acaba el amor, le dije, por decir algo. “No me hagas prometer lo que no tengo, vos sos yo”, me dice la negra.
Me sonó conocido. Y cursi.
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"El cuadro" -Cuento corto-

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Mabel contempló un rato la vieja pared. La recordaba aun más destruída de lo que la estaba viendo, con un color rosa fuerte que se fue transformando en casi blanco, además de varias manchas de humedad. Su abuela tenía pasión por rotular todo asi que los hombres de la mudanza miraban las etiquetas y elegían qué cargar en la camioneta primero.

Le pidió Mabel a uno de los muchachos que retirara los tres cuadros colgados. Formaban una especie de triángulo en donde el del centro era el más grande y también el más lindo para ella, siempre se lo dijo a su abuela. Una cabaña con un fondo de bosque y algunas nubes en el horizonte. Cuando al final sacaron los tres cuadros, Mabel vio que dejaron las marcas sobre la pared y no pudo resistirlo: acercó la mano para tocar esa parte que aun conservaba el viejo color rosa intenso. Miró los tres clavos, ahora solos en la pared inmensa.

En el comedor, ese comedor, su abuela jugaba con ella al dominó. A veces creía que en realidad su abuela tenía más pasión por el juego que la propia Mabel, y aun así se dejaba llevar por el momento, ese instante de abuela y nieta. Después de grande uno comprende que aquello que parecía rutina forma parte de lo que siempre tendremos en mente de alguien. Lamentó vender la casa. Su abuela estaría diciéndole de todo, y es posible que desde una nube hoy le esté tirando rayos. Nunca hubiera aceptado una venta y el peligro de demoler o modificar algo. Para no sentir tanta culpa Mabel aceleró el paso de los hombres de la mudanza y ayudó a embalar cosas. Se las iba a llevar a su casa, no tenía por ahora otro espacio.

Cuando terminaron con todo cerró la puerta de madera. Hacía un chillido muy especial, el picaporte de metal en la madera de viejo nomás hacía un ruido que jamás escuchó en otro lado. De chica oía ese chillido y sabía que su abuela o su tía llegaban. Por última vez lo oyó y cerró la puerta con lágrimas en los ojos. Se le cayeron las llaves y las levantó, lo que hizo que sus lágrimas también cayeran. Mabel subió a la camioneta de mudanza y sin decirles nada arrancaron. Cuando llegó a su casa ordenó que pusieran todo en la cochera dentro de cestos que le habían prestado. Los tres cuadros quedaron para el final y los puso arriba de una mesa.

Se fue al baño a lavarse las manos, a sacarse quizás culpa. Volvió y miró por dónde empezar a desarmar todo lo que trajo. Miró los cuadros, uno arriba del otro, y se quedó observando el más grande. Nunca lo había tenido tan cerca y le pasó muy lentamente la mano por sobre la pintura. A pesar de la tierra le parecía aun el más bello, con los dedos tocó la parte de la cabaña y descubrió que la imagen era de más horizonte que otra cosa, muy marcado en el fondo un atardecer en naranja y ocre.

Lo da vuelta y además de telarañas tenía una curita. Sí, una curita. Y en letras de color negro se leía, a duras penas, “Ahora es tuyo”.
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