Madre de pantalones puestos

3 comentarios martes, 22 de diciembre de 2009

Hubo claramente un hecho que dividió las aguas, marcó un antes y después respecto del rol de mi madre para conmigo. No necesitó decirme palabras de discursos largos, la realidad dictaba sola su sentencia.

Febrero de 1988, era jueves y llovía. Salía yo de rendir (mal) alguna de las ocho materias que me había llevado en ese primer año de secundaria. Técnicamente estaba repetido. Caminábamos los dos bajo un mismo paraguas, de color gris tipo sombrilla, y había tanta humedad que los mosquitos se metían bajo el paraguas abierto y eran una molestia que aun hoy recuerdo. Llegando a la esquina de mi casa se detiene y me mira.

Y dijo “Bueno, hasta acá llegué, no te puedo ayudar más, ahora es cosa tuya”. Y la verdadera dimensión de esas palabras las sentí al tiempo, cuando realmente todo pasaba a estar regido por lo bueno o malo que hiciera, sin pensar en su colaboración. Fui a otro colegio de otra localidad en donde nuevamente repetí primer año.

Por buena conducta decidieron darme una nueva oportunidad, que no desaproveché. Todo el año fue recortar la carpeta del anterior y pegar la tarea en las nuevas hojas, así que lo pude lograr y de ahí seguir, tuve muchas ganas de no transitar el camino del estudio, me costaba muchísimo. Y seguramente ese acto de soltar la mano que implicaba su ayuda frente a mis problemas me terminó de impulsar.

Pero antes no era así. Antes el huracán de un metro cincuenta y cinco era complicado de sobrellevar. Era una verdadera cazadora de injusticias para con su hijo, no lo podría jamás negar. Mi padre y su partida de este mundo de repente la obligaron a empezar aquello que había dejado, que era ponerse al frente de todo y con trabajo de 8 horas.
Pasó de ama de casa a madre y a partir de ahí, también empleada.
Se puso los pantalones y fue madre y padre.

El C.O.N.I.C.E.T. (donde mi padre trabajaba) le ofreció el escalón más bajo de su organigrama y ella aceptó. Era en Capital Federal así que se buscó un colegio cercano para que pudiera estar no tan lejos de su trabajo, tenía yo 4 años. Y fue ahí donde apareció el Instituto Don Orione. A través de la gestión del propio C.O.N.I.C.E.T. se consiguió una vacante con el año comenzado. Eso fue como una espada que me colgó en todo mi ciclo primario, sentí que pagué a diario cierto derecho de piso por esa acción, sin yo tener la culpa. Era una sensación y era un hecho.

Ya hablé del karma que significa la introversión. Uno es receptor de ciertas cargas del otro y no sabe resolver eso, tiende a aislarse más y no ser sociable. La manera de mi madre en hacer que eso no ocurriera era seguramente su aparición permanente en dirección, en donde ya la conocían bastante. Recuerdo en tercer grado entrar junto a ella, estar la puerta de la dirección abierta y a la Hermana directora agacharse cuando la ve y ponerse de espaldas, como quien no quiere ni mirarla para no empezar un diálogo. Imponía respeto el metro cincuenta y cinco de madre que me tocó en suerte.

Sus gritos ante los boletines con variados colores de tinta (predominando el rojo…mucho rojo) la hacían ir seguido y yo no dudo que me ha salvado de haber repetido tercero, quinto y sexto, que por diferentes causas fueron familiarmente también años complicados. Una vez no estuvo de acuerdo en la puntuación ante cada materia y firmó en todos los renglones con un asterisco, que abajo decía “en disconformidad”. Asi que cuando llevaba el boletín al otro día sabía que las monjas verían no muy felices tanto asterisco. Reuniones de las autoridades con ella no eran nada extraño. Sin dudas una protección ante el mundo, mi realidad que me costaba encontrar.

Viajábamos en tren hasta mi casa durante una hora y media, a la mañana y a la tarde. Nos levantábamos 4 40 de la mañana, salíamos a las 5 50 con la clara intención de tomar el tren, intención que a veces no coincidía con los tiempos estatales de la empresa, y nos dejaba de a pie. En general debía faltar al colegio si ocurría eso, porque ir en colectivo podía ser posible, pero el tema era la vuelta, se complicaba.

Encima en cuarto grado, cuando Marcela Metejón hizo su aparición, no tuve mejor idea que ir al coro, que ensayaba los sábados…así que de lunes a sábados iba hasta Capital. Mientras yo estaba en el coro ella se sentaba a fumar en Plaza Congreso, o se iba al cine Gaumont a ver alguna película.

Fumar y pensar, apoyada su espalda contra la mesada de metal de la cocina, es una imagen, fija, en mi mente de chico. Ella estaba ahí y a la vez no…el humo saliendo de su boca y su mirada clavada en la nada es el sello de toda una etapa.

Aprendí observándola ciertas formas de solucionar en el mientras tanto algunas cosas, ingenio del que decide rápidamente y bien.

Debíamos una vez bajarnos para un trámite en la estación Ramos Mejía, mitad de camino hasta Capital, y no había manera en ese mar de gente compacta que la empresa llama usuarios. Las puertas se abrieron y no podíamos avanzar hacia la salida, hasta que levanta su cabeza y grita “a ver si nos dejan pasar que este chico se siente mal y quiere vomitar”…se abrió una canaleta de repente, un verdadero pasillo humano en donde, hasta cómodos, llegamos a la puerta. Ese tipo de salidas me causaban mucha gracia y también admiración, era solucionar rápidamente una circunstancia.

Seguramente no retribuí con buenos puntajes en mis materias aquellos actos de amor de su parte, más bien todo lo contrario. Dos veces la vi llorar amargamente. Y las dos fueron en el andén de la estación de trenes de Once. En una, no le alcanzaba lo que ganaba para pagar la cuota del colegio. Y en la otra, me había sacado un cero en matemática, en segundo grado. La angustia de esa mujer era tan fuerte que me daba hasta pena mirarla, además yo no sentía pena por mi suerte, vivía normalmente que me fuera mal en el estudio.

Vivíamos lejos de casi todo, o en realidad los demás vivían lejos de nuestra casa, como se prefiera ver. Asi que tenemos muchos viajes hechos a todos lados, travesías de tren y colectivo rumbo a varios lugares, cuando el remis era sólo un auto que acompañaba a los cortejos fúnebres. Eso hizo que entre sus maneras, tan histriónicas, y mi silencio casi absoluto, se hiciera buena química necesaria.

Hubo un intento en torcer nuestro viajado destino, pero duró poco. Se compró un Fitito color verde, en donde salimos un par de veces a la casa de mis abuelos. Pero no tenía pericia con el auto. Incluso ya sacarlo marcha atrás se complicaba, y la vecina de enfrente debía hacerlo.

Manejaba lentamente, lo cual no era comprendido por la sociedad, que la chocaba de atrás en general, por lo menos tres veces seguro hubo choques hacia ella. El acto final fue romper el cerco de mi casa con una mala maniobra, y ya no quiso más. Cierta aversión a los autos me debe nacer de ahí.

Teníamos auto y así podíamos ir a distintos lugares. Para ver algo de Disney debía hacer 30 kilómetros hasta el único cine que pasaba películas de esa marca, el cine Los Ángeles. También me llevaba de chico a ver espectáculos de títeres, infantiles cantados. Eran lindos momentos en donde la malla de protección anti problemas, que su presencia significaba, funcionaba de maravillas.

Luego la vida nos lleva hacia otras necesidades y tiempos. Acomodarnos, ambos, a otra realidad que no sea el rol definido de cada uno durante años no fue fácil. Iba ella a registrar la firma en el colegio secundario una vez al año y preguntaba a todo el mundo si yo iba, siempre lo dudó….los nuevos tiempos nos hicieron lentamente ubicarnos de otra manera frente a la vida. Ahora ya no la embarco en ciertas cuestiones solucionables individualmente.

Quiso el destino que viva ahora a ocho cuadras de aquel colegio que tan lejano me quedaba. Y me pongo en el lugar de ella, si yo lo haría mejor que lo que le ha salido el criarme. Y supongo que no. Ese es su capital, de lo que realmente se debería sentir orgullosa. Algo quedó y algo dejó y deja.
Sigue usando pantalones largos y sigue siendo madre y padre.
read more “Madre de pantalones puestos”