Renata, una valija en el corazón: De buena madera

1 comentarios martes, 23 de marzo de 2010

Con el amanecer la marcha del micro que llevaba a Renata a Bariloche parecía tomar más velocidad. Ella deseaba llegar y a la vez poder volver a sentir la emoción de cuando por primera vez viajó, y quería ahora tomar nota de todo lo que pasaba. Pero decidió acomodarlo en su cabeza y prescindir del papel, necesitaba la superficie plana de una mesa y ahí si dejarse llevar por lo que le estaba ocurriendo.


El micro paró en Piedra del Águila. Recordaba todo hace más de 20 años como un conjunto de casas perfectamente ubicadas pero alejadas entre si, y a su madre protegiéndola con un pullover marrón tejido por ella del frio intenso en pleno verano. Esta vez sucedía algo similar. Se bajó y el viento le hizo ruido en las orejas, ese silbido que acompaña el movimiento del viento decididamente fuerte.

El piso no era asfalto, o en realidad mezcla con piedras de color gris muy pequeñas, algo más chatas que las de canto rodado. Se descubrió rápidamente como la única que había bajado a estirar las piernas mientras los choferes entraron a una oficina a dejar cajas y bolsas. Miró hacia sus costados y vio el día celeste con nubes que parecían líneas horizontales, y una claridad justa para usar anteojos de sol. Las dos elevaciones de color gris y marrón a su frente cortaban el color que todo el lugar tenía, y se puso a ver cómo el viento jugaba en mitad de la montaña, levantando polvillo y haciendo figuras extrañas.

Se volvió a subir al micro y a sus temas no resueltos en la mente. Miraba el paisaje sentada con la mano en la pera, resignada a ver pasar ya un terreno más árido y para ella menos poético que las estrellas de la noche anterior. Intentó dormir pero ya faltaba poco. Escuchaba a algún pasajero decir que estaban cerca de Bariloche y prestó atención un poco más a lo que veía. El paisaje se agigantaba, todo parecía inmenso y la ruta se iba poniendo cada vez más angosta.

Cuando a uno de los costados vio agua, su felicidad fue el corazón latiendo más fuerte. Estaba en el lugar por el que quería empezar un camino que no sabía adonde la llevaría. Lo sinuoso del trazado, el micro deteniéndose ante un puesto de la policía, lugar todo en madera como si una casa autóctona fuera, le remitía a cosas que ya antes había visto.

La estación terminal seguía pequeña como la dejó hace años, la vista que tenía desde ahí ya era de las calles con subidas y bajadas que de chica tanto le habían gustado. Caminó algunos metros e intentó ubicarse usando su memoria pero no encontraba punto de referencia en lo que veía. Buscó el lago con la vista como para ir bordeando y lo encontró, una imagen de color gris, planchada con las montañas que de fondo invitaban a mirar aunque uno estuviera bien perdido.

Quiso hacer exactamente lo mismo que la última vez, y trató de ubicar antes del viaje, el mismo hotel que la había alojado. Pero aquel lugar que alquilaban sindicatos ahora se convirtió casi en un hotel de lujo. Así que sus sueños por un tiempo descansarían en un humilde edificio de dos más que relucientes estrellas, sobre la Avenida San Martín. Mitre, Pascasio Moreno, Conrado Villegas. Esos nombres de calles los recordaba y le sirvieron para ubicarse. Como arregló la reserva telefónicamente iba a ser una sorpresa lo que viera.

Siguió la altura de la calle y cuando se vio cerca se fue sacando la mochila de la espalda, a esa altura ya una sola cosa, inseparable aunque sufridamente pesada. La apoyó en el piso y resopló un poco mirando el lugar para ambos lados. Revisó el papel en donde lo tenía escrito y una puerta de vidrio decía “abierto” en un cartel hecho en madera y con letras verde oscuro. Abrió y pasó. Sobre la izquierda un salón pequeño con algunas mesas de manteles blancos, pero todo vacío de gente. A la derecha dos puertas de una madera reluciente y algunos cuadros con caras dibujadas y sonrientes. Una mujer la miró sentada detrás de un mostrador en forma de U esperando que dijera quién es. Se anunció y la acompañó a pasar por una de esas dos puertas que veía.

Su habitación era en planta baja y cuando pasó por el ascensor, buscó con la mirada que dijera cuántos pisos tenía ese lugar porque no lo sabía. Pero sólo leyó “capacidad máxima 3 personas” y ningún otro dato. Cerca del final de ese pasillo la mujer le abre una de las puertas mientras Renata buscaba la propina para darle, aunque ni la mochila le estaba llevando. Le mostró la cama, el placard, la ventana y el baño, tan angosto a primera vista que bañarse parado ya sería un problema, pensó rápidamente.

De Bariloche le llamaba la atención que muchas cosas fueran en madera. Y si bien es lógico por la zona, ella no dejaba de sorprenderse porque le traía recuerdos de momentos y de viajes. Su abuela decía que la madera tenía un olor característico, lo cual acentuaba un clima y un recuerdo. Era como el mar y su ruido, que además tenía un olor propio que la salinidad le daba. Además le parecía acogedor, se sentía bien.

Cuando se fue la señora, hizo lo que la mayoría en esas circunstancias: miró todo desde un punto, respiró profundo y abrió la ventana para ver qué era lo que desde ahí se podía observar. Tenía en diagonal una vista del lago, no era lo que exactamente había pensado pero no se podía quejar.
Acomodó la mochila en el placard, que la hacía muy pequeña respecto del espacio que tenía.

Se tiró en la cama boca arriba y puso sus manos debajo de la cabeza. Cerró los ojos y su familia como un ejército de figuras, le pasaron por la mente. Respiró aliviada en por fin haber llegado y sabiendo que todo era un desafío para ella. Su primer viaje decididamente sola y en la mochila todos los preconceptos, además de ropa. Significaba mucho el viaje y era una manera de poder ver qué tan distinto era todo fuera de sus lugares conocidos y poca gente que de amiga tenía.

Vio una mesa de metal negro y una silla, eso casi la puso más feliz que la ventana al lago…podría sentarse a escribir todo de una vez. Desentonaba en medio de ese ámbito de maderas hasta en las paredes y no supo cómo no había visto eso, o no reparó en que estaba. Movió la mesa hacia un extremo de la ventana, la ubicó en diagonal como para probar si se podía ver el lago mientras escribía. Buscó la silla, se sentó…pero le quedaba muy abajo la silla respecto del marco. Buscó un pantalón y lo puso como almohadón a la silla, y de paso se plancharía, pensó. Y ahí si, el pequeño gran logro estaba hecho.

Su estómago le hizo ruido y era la manera de preguntar por el desayuno. Miró la hora y eran diez menos cinco de la mañana. Se incorporó y buscando las llaves pensó en ir a tratar de comer algo. Dudó porque creerían que sería mal visto, hacía menos de 10 minutos había llegado…pero el hambre le apuró el paso. Fue por el pasillo hasta el hall y luego al salón.

Se sentó, pidió un jugo de naranja y le trajeron un vaso al que casi le salía la mitad de una naranja por el borde, no estaba del todo bien colado. O no al menos como la madre lo hacía, o como ella estaba acostumbrada. Pensó en quejarse pero estaba sola en el salón y el mozo de lejos mirándola, y no se animó. Su complejo de malcriada como decía su novio, hacía que se enojara por cómo estaban las cosas cuando no le gustaban, y estando sola y dependiendo sólo de ella no le servía de nada. Agarró el vaso y tomó el jugo, conteniendo la respiración como si fuera el peor de los jarabes.

Volvió a su cuarto y sacó el cuaderno y la lapicera de la mochila. Los puso arriba de la mesa y se sentó en la punta de la cama mirando la silla, la mesa y lo que arriba había dejado. Pero no se sentía inspirada.

Se tiró en la cama de nuevo y quiso descansar 10 minutos. Despertó pensando en el viaje, el olor de la madera y ese vaso de jugo que no estaba como ella quería. Se sentó, miró por la ventana y empezó a escribir la hoja inaugural de su cuaderno.

Escribió Renata-Relatos a modo de título, y empezó a escribirse su vida.
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