Capítulo 3: Mujeres de guardapolvo blanco


En la mente de algunas personas se asocia una sola anécdota o comentario para poder lograr la descripción de alguien, lo que vuelve querible o no un recuerdo. Una característica, una virtud, o un defecto. Buscamos etiquetar como presentación mental del recuerdo, y detrás la persona y lo que era en realidad.

Las maestras siempre estarán condenadas a ser estereotipadas en el recuerdo infantil a partir de hechos puntuales. Poco se sabía de la vida de ellas, algunas podían tener hijas, otras hermanas dentro de un colegio, pero eran aquello que a diario veíamos y salvo que fueran vecinas, una vez sacado el guardapolvo blanco desaparecían a nuestros ojos de su rol.

Miradas con admiración unos, por presencia, resistidas como símbolo de autoridad de la que no se quiere depender, por otros, ser docente hoy en día es una profesión de riesgo. Podrán decir que es una vocación y no una profesión y es cierto, pero la mecánica de lo diario hace que también se vea así.

De grande los recuerdos se hacen visibles, son más puntuales. Rescato tres de ellos.

En cuarto grado era un muy mal alumno, lo que ya constituía una verdadera línea de conducta desde que había comenzado. Sobretodo en lo referido a la matemática. La monja de mi escuela religiosa encargada de aquel año le apasionaba el alumno en el pizarrón y la cuenta de dividir de grandes (en tamaño) números, para que cada uno hiciera. Llegado mi turno tardé algo así como 15 minutos en determinar cuanto era 24 dividido 6. Pero la Hermana-docente me daba mi tiempo, aunque fuera eterno y desesperante. Una vez, ante otra cuenta, vio que no avanzaba la situación y decidió explicarme la división en voz alta, y con tiza escribió el inicio del número 2, la parte de arriba de ese número, para que me diera cuenta y le evitara perder más tiempo. Si no, aun estaría ahí.

También hay de los otros recuerdos, no exactamente gratos por la falta total de tacto. Segundo grado. Llegado junio, día del padre, tanto en mi casa como en el colegio era época complicada, yo no lo tenía. Se mandó a comprar papel glasé, plasticola, brillantina y cartulina. Eso hice. La maestra explicó qué hacer (tarjetas para regalar). Cuando pasó por mi banco le dije “señorita, yo no tengo papá. ¿Qué hago?”. Pregunta inocente y decisiva.

Me respondió “Podés salir al patio”.

Y eso hice…con algo de frío en junio me senté de cara al patio vacío absolutamente. A los 15 minutos pasa la Hermana Directora y me pregunta “Patané, ¿qué hace acá?”…la señorita me dijo que me quedara afuera. “¿Por qué?”. Porque están haciendo tarjetas para el día del padre.
Bastó que dijera eso para que ella como tromba entrara al aula. Al ratito salió y me llamó para que volviera. Me senté y la maestra me dijo “Gabriel, podés hacerle la tarjeta a quien vos quieras”. ¿Puede ser de navidad?, pregunté. “Si”. Entonces en cartulina roja y verde armé una tarjeta con la palabra PAZ, que aun hoy conservo.

A la noche le relaté lo sucedido a mi madre, quien también reaccionó como una tromba y fue al otro día al colegio a pedir explicaciones. Su voz retumbaba en el patio vacío de las siete y media de la mañana, se oía perfectamente a distancia su voz. Supongo que le habrán pedido disculpas. Pero esas disculpas se ve que no llegaron a la maestra de tercer grado, quien al otro año repitió el mismo procedimiento, y todo lo anteriormente citado ocurrió otra vez.
Esto no me traumó, evidentemente la ausencia de mi padre la tenía yo mucho más y mejor asumida que las ocasionales maestras, quedaba claro.

El tercer recuerdo lo protagoniza una maestra de contraturno, yo era lo que se llamaba “medio pupilo”, de siete de la mañana hasta las seis de la tarde (en realidad todo terminaba a las 17 pero mi madre de su trabajo salía una hora después). La maestra encargada de supervisar que hiciéramos la tarea era además profesora particular, y mi madre arregló que a la salida me diera clases (¡más clases!) y luego ella pasaría a buscarme.

Ahí pude comprobar lo idealizada que tenía la imagen de un maestro, qué distinta era a lo que imaginé. Vivía en una pensión de la calle Castelli en Capital Federal. Edificio antiguo, escalera al tono. Habitación muy angosta, mesa, televisor y cama marinera se disputaban el espacio a los golpes. Se ponía a hacer café y me invitaba un poco, mucho no me gustaba. Era amable y explicaba bien, lo reconozco. En el piso tenía una especie de trapo, muy pequeño. No sabía qué era, me acerqué y no era un trapo…¡era un conejo!. La piel de un conejo. Me quedé tan impactado con eso que luego casi iba a la casa a observar eso que en mi vida había visto. Pero duró tres días mi asombro, luego me acostumbré. ¿Qué será de la vida del docente aquel y su conejo?.

Tres historias y tres recuerdos. Las personas con el tiempo somos esto, anécdotas contadas. Somos todos síntesis, resumen en la mente de los otros.
Aquí fueron estas tres. Se guarda en la memoria cajoncitos con historias, como estas tres que salieron hoy, de uno.

1 comentarios:

Gabriel dijo...

Seguramente ocurrieron más cosas de las que mis maestras de primaria fueron protagonistas, elegí tres, lo que no es un juicio de valor, ya que además no se nombra a ninguna de ellas. Si, al conejo.