"Marisa empieza hoy" -Cuento corto-

Marisa se puso de pie en la oficina. Abrió la cartera y comenzó a llenarla con casi todo lo que había arriba de su escritorio. Levantó el vidrio de la mesa, sacó un almanaque y una estampita de la Virgen del Rosario. Se llevó el pad del mouse, decorado con unas flores de gomaespuma algo gastadas por apoyar la muñeca ahí. Sacó las dos rosas que siempre compraba y vació el florero porque era de ella, lo envolvió en un pañuelo.

Miró el portalápices: las cuatro lapiceras eran suyas pero se llevaría la que mejor estaba, sin culpa. Abrió el cajón, que era el organizado caos en donde todo encontraba. Miró la máquina abrochadora con un dilema: era de ella pero los ganchitos del Ministerio. La vació, dejó los ganchitos tirados dentro del cenicero. De un cuaderno en blanco arrancó las hojas usadas y lo puso en un costado. Desenchufó el cargador del celular, lo metió en la cartera. Por sobre el divisor de durlock le dio a Noemí un libro que siempre le reclamaba y ahora encontró en el final del cajón: no lo leyó nunca, pero le agradeció igual.

Cuando cerró la cartera parecía una valija, pesaba mucho. Nadie notó lo que había hecho Marisa, se fue de la oficina llevándose lo suyo pero a las 17 ahí todos se apuran por tomar el ascensor y bajar primero. Viajó con tres compañeros y dos Secretarios pero nadie reparó en su cara triste durante los siete pisos. Sin mirar hacia atrás, no quería ponerse a llorar, buscó la puerta y enfiló hacia la claridad de la calle que apenas se veía desde ahí. Vio pasar los autos y resopló con tristeza, se mordió el labio inferior, se acomodó el pelo detrás de las orejas como tic de nervios.

Fue hasta la esquina, dobló por Combate de los pozos, hizo media cuadra más. Cruzó a buscar a la tintorería el trajecito sastre color gris, tan usado y cuidado durante años. Lo pagó y puso cara de ya no volver ahí. Se fue a tomar un café.

La esperó y Ella llegó, puntual. Le preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer y Marisa le dijo que sí. Porque todo es siempre empezar de nuevo, porque el incentivo para ser mejor lo debía encontrar en ella y no en esa oficina. Porque entendió que su única seguridad al final era ese trajecito gris dentro de la bolsa, tan suyo como el orgullo de tenerlo sin manchas. Con una servilleta Ella le secó algunas lágrimas. La consoló diciendo que la esperaba ahí y no en otro momento, que estaba feliz de hacerle bien.

Pagó el café y se fueron. Las dos para el mismo lado. Marisa, y la segunda mejor parte de su vida.

1 comentarios:

Gabriel dijo...

A veces las metas no las pone el destino, sino la decisión nuestra de saber qué querer. Y nos enojamos porque todo se mueve cuando en realidad nosotros no nos movemos.