"El inconstante" -Cuento corto-

De pronto había salido el sol y Ariel no sabía qué hacer con su paraguas. Lo llevaba sin ajustar y cuando caminaba a veces se le abría porque estaba algo viejo el broche de la tela. Para evitarlo lo sostenía de la parte del medio aunque para ir por Pueyrredón eso era definitivamente incómodo. Salía de renunciar al tercer trabajo en cinco meses y tenía por eso una especie de felicidad que hasta a él le molestaba. Una inconstancia a trabajar llamativa, desde hace años.

Iba esquivando puestos callejeros, mesas repletas de juguetes, medias, relojes, fundas para celulares, cordones de zapatos. Caramelos. Vio que vendían caramelos y se le antojó uno aunque desconfiaba de la procedencia callejera. Fue hasta una pared y apoyó el paraguas para poder sacarle el papel con las dos manos al bendito caramelo de limón.

En el piso Ariel ve un hilo blanco. El color bastante acentuado, casi que brillaba en medio de ese suelo transitado. Toma de nuevo el paraguas y sigue mirando el hilo. Gira a los dos metros, se mete en la galería de la estación Once. Hacia lo lejos comprueba que entre medio de la gente el hilo parece remontarse hasta el final de la terminal de trenes. Comienza por tomarlo con su mano izquierda y avanza. Cuando era chiquito Ariel tuvo un inconveniente: agarró un cable de un alargue con la mano, confundió cuál era el extremo enchufado y le dio una patada que fue más que patada, susto. No tocó jamás un cable y de eso se acordó.

La gente parecía ignorarlo en su caminata absurda. Sobre la avenida el hall tiene tres escalones y los subió con dificultad, la humedad le hacía doler el ciático y se sentía un viejo. Aceleró porque vio que el hilo estaba más flojo. Sobre su derecha en la entrada a los baños, un chico sentado en el piso. Tendría menos de 10 años, estaba algo sucio y tenía en la mano un ovillo blanco de lana. Ariel no sabía si retarlo o sentirse antes un tonto por haber seguido al hilo.

Se acercó y el nene seguía concentrado en el ovillo. Le dice ¿Sabés que casi me hacés caer?. Tené más cuidado, lo dejaste desenrollado desde la calle. El nene dijo “Sí”. Ariel se sintió menos que un poco de lana y le preguntó por qué hacía eso. “¿Qué cosa?”. Lo de desarmar un ovillo. “Lo estoy armando”. ¡No, si la punta estaba casi a la altura de mis pies allá a la vuelta!. Y el chico lo miró: “Yo lo estaba armando desde acá. Usted vio el final del hilo, no el principio”.

Ariel se rascó la cabeza, interpretó lo que le quisieron decir. Pensó que por segunda vez en su vida confundía el extremo de un cable y que posiblemente haya recibido otra patada. Ahora con forma de niño. Lo ayudó a ponerse de pie, le dio comida, lo alimentó.

El chico le dijo que todos los días iba a estar ahí. Tuvo suerte Ariel: ya de grande encontró en una estación de tren a su olvidada constancia. Hecha un ovillo.

1 comentarios:

Gabriel dijo...

La terquedad es la repetición por lograr un objetivo. La constancia en cambio tiene su premio en el tiempo y uno se siente realizado más por lo que costó que por su resultado. Por eso vale.