"Galleta mágica" -Cuento corto-

Cuando era chico las galletitas se vendían sueltas. El almacén del barrio, atendido por una pareja de españoles escapados de la segunda guerra, tenía sobre la izquierda una especie de panel. Todas las cajas de metal pintado, con un ojo de buey y una tapa redonda. Irma, la empleada, se ponía unos guantes de esos que vienen con la tintura para el pelo. Metía la mano en la pequeña caja de metal y después iba pesando. Yo veía ese desfile de galletas como quien va a un museo y no puede tocar nada, porque además me quedaban muy arriba. Una caja sin marca tenía adentro alfajores de dulce de leche caseros. Mi madre dejaba para el final pedir de esos. Creo que disfrutaba de mi cara de desesperación. La mujer, Antonia, atendía con la vieja máquina registradora de botones despintados y una manija a la derecha, que giraba para poder abrir el sector del dinero. Su tono español y la caricia que siempre me daba eran su sello. Creo que me acabo de dar cuenta que en realidad me parecían las galletitas más ricas porque venían en esas cajas tan lindas. Hoy voy al supermercado. Las galletitas parecen jabones, apilados y diferenciados por color antes que por marca. Compré un paquete y yo no sé si es que estoy más grande, o el paquete está más chico. Quizás ambas cosas. Pagué en la caja y la chica lo pasó por la lectora. No me acaricia, más bien me ignora, incluso para recibir el dinero, no mira mi cara. Tengo alrededor filas de personas que murmuran, no ese silencio de almacén interrumpido por un cliente. La cajera no debe tener más de 20 años. Nunca habrá visto una caja de galletitas sueltas, ni las habrá deseado mirando hacia arriba porque le quedaban altas. Extraño esas latas. Extraño sentir que algo es rico porque tiene un toque extra, mágico. Extraño pensarlo. Me extraño cada vez que vuelvo al almacén y ya ni él ni yo somos los mismos.

1 comentarios:

Gabriel dijo...

“Galleta mágica”-Cuento corto. Un homenaje a aquellas cajas de donde yo veía sacar las galletitas en el almacén del viejo Guerino, en Padua. Y la caricia de Doña Antonia sobre mi flequillo antes de salir de ahí.