"Casas" (texto para concurso)

Mis sábados y domingos eran iguales pero distintos. Los sábados el bullicio era tan grande, que cuando con mi mamá íbamos llegando a lo de mi abuelo en Ramos Mejía, se escuchaban antes de entrar las voces desde la calle. Los domingos eran diferentes., En el barrio de mi abuela no oía más que los pajaritos y algún escape de auto. Lo único que hacía ruido siempre era la “puerta chillona”, como yo llamaba de chico a esa puerta de vieja madera que rechina enojada cuando la entornan. Los sábados en Ramos con mis abuelos eran multitudinarios en día de reunión de hijos, en donde sobrinos íbamos de invitados especiales. Los domingos en cambio, éramos con mi mamá los que debíamos ir si o si, porque la mesa sino quedaría irremediablemente con huecos, nos esperaban de verdad a falta de más gente. Los sábados caminaba un largo pasillo de baldosas viejas hasta el fondo, en donde una puerta baja de rejas vencidas daba bienvenida a la casa, toda de blanco, en donde había que golpear fuerte  para que a uno lo oigan llegar y abran. Los domingos con mi abuela también eran en una casa blanca aunque sin pasillo, sólo un escalón de esos que previenen las inundaciones, símbolo de casa antigua. Mis abuelos los sábados ponían esas mesas largas en un patio rectangular, mantel de hule y a hablar todos juntos y al mismo tiempo. Tíos, sobrinos, primos y primas. Se hablaba, se jugaba a las cartas. El domingo con mi abuela se terminaba de comer y mi tia se iba a dormir, mi mamá también. Con mi abuela quedábamos jugando, luego de levantar la mesa, al dominó de fichas que estaba en el primer cajón de la derecha del mueble con espejo que había en el comedor. Le gustaba dejarme ganar y a mi, no perder. Era mi abuela la dueña familiar de los silencios, de las miradas largas que dicen cosas en la piel antes que en los oídos. Los sábados en cambio mis abuelos eran los espectadores de lo que ellos organizaban, con orgullo y desbordados por tanta gente. Miraban todo y yo me acercaba a ellos para que me abracen. Mi abuelo tenía una uña muy larga y jugaba a que me pinchaba, pero no lo hacía. Lo recuerdo reírse con eso. Tenían ambos cierto aspecto de tarea cumplida, sensación que uno cuando es grande recién comprende, esa satisfacción de poner la espalda en el respaldo, y respirar profundo. Los domingos mi abuela me enseñó a respirar mejor, le gustaba el Yoga. Me hablaba de su infancia de enfermera, me decía que era igual a mi papá, me acariciaba el flequillo y se me quedaba mirando como tratando de ver más allá. O yo sentía eso. Los sábados podía mirar la caja de remedios y ordenarlos por altura, mientras todos andaban por ahí. Los domingos nunca vi medicamentos, los ponían arriba de la heladera y me quedaban altos. Mis abuelos de los sábados eran la visita semanal de honor. Mi abuela los domingos era la visita de excusa para hacerle compañía. Entraba a esas casas de amor, yo.  Casas, y vidas, de sábados y domingos.

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